(Le hemos pedido a GATO PALUG que nos escriba algo desde su voluntario exilio en El Salnés, pero sólo hemos obtenido esta sarta de incongruencias garabateada en diez minutos y la foto en la que aparece con sus dos amigos más recientes -los únicos que tiene-. Incluimos el texto para dar fe de lo nocivo que siempre ha resultado el exceso de pensamiento en soledad. Esperamos que se recupere y vuelva a ser pronto el motherfucker robatumbas a quien todos queríamos tanto).
Los grupos que toleraba
se iban haciendo más reducidos en número. Aunque, mirando atrás, apenas
recordaba alguna foto colectiva con su figura dentro, estaban los equipos de baloncesto
en la infancia, porque sus quince y sus dieciséis -y probablemente los
diecisiete y los dieciocho- habían sido infancia. Y estaba una foto de una
fiesta en la universidad en la que sale sentado en el suelo y sin camisa
rodeado por otros cuarenta o cincuenta borrachos. La tiene en algún sitio. Y
poco más. Pero sí hubo un reino intermedio, un tiempo en el cual una cena o una
excursión podían acabar con todos abrazándose la espalda frente a una cámara.
Una cámara réflex, aún no era la época de las digitales. Luego eso se terminó,
aunque él no sabría decir cuándo ni cómo vino el cambio. No hay un momento,
acaso, aunque las películas digan siempre lo contrario y los libros digan
siempre lo contrario, y las religiones, que son las películas y los libros,
todos juntos, establezcan claramente que cada cambio de fase necesita su
símbolo. Te caes del caballo, te bajas de la burra, apalizas a unos mercaderes.
Dices un “No” sonoro y solemne y desesperado, que resuena a lo largo del
desierto en el que sólo estás tú. Esas cosas. La realidad es distinta, así que
quizá no hay un momento, pero él sabe bien que el contacto con los otros le
resulta cada vez más angustioso, con esa nausea cercana, no demasiado violenta
todavía, que acaba por teñirlo todo de un aroma a vómito. Ahora aún puede tocar
con los amigos –casi todos amigos viejos, de hace años-, tres, cuatro, cinco a
lo más, y ya le parecen sospechosamente muchos; y puede aún correrse alguna
farra amistosa, pero las fotos ya no las soporta. Tampoco -porque, se dice, hay
una suerte en cada desgracia- le solicitan que se integre en grupos muy a
menudo. No hay fotos organizadas en la peregrinación anual de machos cabríos
adictos a los medicamentos, y la logia de solitarios empedernidos es exigente
en sus normas: las agrupaciones de más de dos están mal vistas, y está rigurosamente prohibido dar fe de ellas. Se
mira a si mismo; se mira las manos, que son lo que ve mientras escribe a solas
en su casa y se pregunta que será lo próximo. Pronto, quizá, una pareja se le
empiece a hacer extraña, si es que eso no ha sucedido ya; convertirá la
tendencia a espantar a quien le quiere en hábito arraigado y finalmente
sustituirá el hábito, tan cansado, eludiendo en primer contacto, evitando la
ocasión. Y ya habrá quedado todo dicho. A veces siente ganas de actuar como
hace tiempo y coger a alguien que acaba de conocer y hablarle a bocajarro, y
decirle lo que piensa en ese momento. Verdades momentáneas. Pero sabe que
mañana esas verdades ya no estarán, y se abstiene. Prueba a esperar, a ver
cuantos se acercan. Y no se acerca ninguno: lo esperado. Quizá ha empezado a
darles miedo a todos aquellos a quienes no da risa. O quizá ha empezado a
levantar una vaga indiferencia general hacia su persona. Los héroes solitarios
tienen su nicho casi siempre antes de los treinta, y sus depojos de batalla mercenaria
después, algunas temporadas, pero esas temporadas ya se han alargado hacia el
otoño. Ahora la gente demanda otras cosas, y tampoco él tolera ninguna de esas
cosas demandadas; y en quien menos las tolera es en si mismo. Desvestido de
cualquier atractivo, remitido por correo certificado a un reino ajeno, sin
entender nada de un idioma que se le ha ido enrareciendo en el oído, va por
ahí, aún sin moverse, dispuesto a vomitar en la acera todo lo que tiene dentro
para descubrir, al final, que había apenas bilis, sangre y aire. Y siente un
miedo vago pero presente casi a cada hora del día: él nunca fue un valiente. Cree
saber, sin embargo que es tarde ya, también, para acobardarse. Ahora no serviría
más que para provocar unas cuantas risas más, algún insulto, quizá, y la misma
indiferencia general. Habrá que ir por la nada, entonces, con el orgullo medio
intacto y la pose de siempre –se dice-, inventando, si acaso, un pasado que fue
igualmente nada y haciendo tábula rasa de la vida. Al menos para ese trabajo vendrá
bien la ausencia de fotografías.
2 comentarios:
Lo suyo ya no es "hacer un Salinger".
Es pasar directamente a la fase Henry David Thoreau.Aunque sea entre viñedos.
No puedo responder por los vicios de mis heterónimos, jajajaj. Tengo algún otro al que lo que le gusta es ir en manada por las ciudades... Salud.
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