miércoles, mayo 16, 2018

Un negro con gafas de sol en la cruzada de los niños (una divagación)


Cosas curiosas del “Outta Here” de The Gories en esta casa solitaria: es el primer disco del grupo que me oigo de cabo a rabo y que tengo en formato físico, y, extrañamente, he necesitado varias escuchas para percibir lo realmente bueno que es. Pese a que es carnaza de la que me suele gustar, las primeras pasadas me dejaron un regusto a deja vu e intrascendencia. Sólo en la tercera y la cuarta me dejé llevar, y, sin ponerlos aún a la altura de, digamos, Oblivians o Cramps, he de reconocer que son fantásticos. Es muy probable que esto se deba a haberlos escuchado ahora por primera vez con calma. Cuando no se hace algo en su momento los artefactos van atesorando nuevas posibilidades: a veces se descargan, otras veces se envenenan, a menudo uno interpone ya tantos fantasmas entre sí mismo y el hecho que el proceso de apartarlos lleva un rato. Lo que exactamente en su vértice significa algo puede significar cosas distintas fuera de época y contexto.

Por supuesto conocía a The Gories y había escuchado bastantes temas suyos sueltos, e incluso tengo dos o tres discos de proyectos posteriores de Mick Collins que no me disgustan. Todo el que ha transitado por los inframundos del Rock&Roll en los noventa los conoce y los respeta y se sabe la idea: al tiempo continuadores y reactivadores de una tradición espartana, cacharrera y arcaica, un ala reintegracionista del Rock&Roll que mira hacia el origen con saludable saña punk. Pero eso es la teoría y nada más.

Cuando salió este disco, en el 92, hace un cuartito de siglo, yo tenía 17 años y muy poco dinero, y en esas circunstancias uno se pensaba mucho lo que compraba y lo que no. De hecho recuerdo estar en una tienda en Madrid con un disco de The Gories en una mano y uno de los New Christs en la otra, sopesándolos como quien elige entre dos epifanías. Compré el de New Christs, finalmente. Era “Born Out of Time”, acojonante recopilatorio que incluía lo mejor de su obra maestra, “Distemper”, y que alteró mi vida musical para bien, llevándome a una Australia ruidosa y sentimental que casi tres décadas después aún no he abandonado. La vida del amante de la música adolescente era así: a veces tenías que elegir entre dos obras maestras, y cada una te llevaría por un camino completamente diferente. Lo digo sin nostalgia alguna.

Claro que no hay que ponerse dramático, luego estaban el intercambio de cintas, las tardes con colegas en los bares de rock (los bares de rock por entonces, aunque no dudo que habría snobs, igual que siempre, eran algo bastante llano y comunal), los compañeros de piso, que en mi caso tenían extraordinarias colecciones de discos que me abrieron mucho el oído y otros momentos compartidos y esenciales. De hecho en aquella casa en la que pienso ahora (esto fue más bien hacia el 97), yo ponía el hardcore, las barrabasadas ruidistas (Foetus, Unsane), el Rock&Roll brutote, algo de experimentación y ciertas novedades de la época (Mogwai, Arab Strap), y mis compañeros, más clásicos y perfeccionistas, aportaban otras caras del espectro: de Big Star y los Flaming Groovies a la insolente crema inglesa de The Smiths, The The, Echo & The Bunnymen, Prefab Sprout o Stone Roses. También se añadió un cuarto inquilino, algo después, que tenía todos los discos en solitario de Joe Tempest, pero eso es otra historia. Años de iniciación, que bonitos, casi emocionantes, quedan vistos desde aquí, ¿verdad?

En aquella época fructífera y educativa, sobre todo gracias a la revista Ruta 66, en la que acabaría escribiendo, llegué a conocer a muchas bandas ruidosas y primitivas que estaban más o menos  en el lado Gories, aunque no tan puros en su fórmula regresiva: The Oblivians (mi grupo favorito de ese rollo, sin duda), Pussy galore, The New Bomb Turks (demoledores y más punk, pero cercanos aunque fuera por el descacharrado sello del sello Crypt), The Humpers (más pedestres, pero queribles), Lazy Cowgirls  (escuchen su asalto al You’re Gonna Miss Me del disco “Radio Cowgirl” y sabrán por qué eran grandes) y otro millón. Por otro lado, si se bajaba a la catacumba del citado mundo australiano que yo transitaba tanto, no era difícil encontrar formulaciones que, pese a lo inevitablemente grandilocuente del “high energy”, tenían la misma sintética furia y el mismo desprecio por el acabado (Powder Monkeys, Seminal Rats). Al fin y al cabo se trataba de lo crudo, la carne humana chisporroteando en la parrilla. En cada ciudad y cada entorno las maneras variaban, los giros eran propios o heredados de distinta tienda de saldos, pero todo aquel mar de cubetas vacías, angustia adolescente sostenida en el tiempo y aullido animal invocado con guitarras desembocaba más o menos en una visión común.

De hecho hay bandas aparentemente lejanas que comparten esa esencia y ejercen de lúcidos cruces de caminos. Pienso por ejemplo en los Royal Trux, de los que hablamos aquí en algún momento y que a la vez actualizaban mitología y mantenían espíritu. Su tóxica reutilización de la chatarra blues y boogie y sus picados noise tenían tanto en común por actitud con los de mick Collins como, por ejemplo, con el blues tejano canallesco y festivo, o con Dylan, o con el NY ruidista. Con su propia generación conectaban, en cambio, por drogas, imagen, fragmentación del discurso  y posturita en los medios. Con los Trux en el centro de la mesa puedes ir en un paso a John Spencer y su mugre original, en uno a Albini y a Nirvana, en uno a los ZZ Top más burlescos, en uno a The Gories, en uno al puto infierno. En uno a tu barrio mental, seguro.

No es descabellado ni estúpido, así, entender que el Rock&Roll más crudo, en su maravillosa disgregación de subescenas y pandillas enfrentadas y a veces irreconciliables es también en cierto modo la misma cosa, o la misma amalgama de cosas puestas en la mesa de mercadillo, entre cachivaches arcanos y bajo un epígrafe donde se lee “No me da la gana”. Esa rebeldía primigenia, instintiva e infantiloide era su grandeza y la sigue siendo. Y esa grandeza, aunque a menudo, posicionados, no nos lo queramos reconocer, la comparten sus distintas líneas, incluso las aparentemente regias y mainstream, incluso, a menudo, las intelectualizadas. En el núcleo siempre está esa frase: “No me da la gana”, la primera que el niño aprende a decir contra la familia, y la más difícil de mantener: la comparten Jim Morrison alcoholizándose en los bares de viejos de Sunset Strip, Ian Mac Culloch fumándose desdeñosamente un piti frente a un fotógrafo de moda, Iron Maiden escupiendo The Trooper en un sótano, Dylan Carlson comprando un fusco de segunda mano, Julian Cope invocando a Odin mientras escucha a Funkadelic, Mark E. Smith preguntándose qué es lo que acaba de decir, los Beasts of Bourbon metiéndose caballo en la playa donde Iggy hace surf, Pig Champion viendo arder una moto mientras desayuna gachas en un diner de mierda, David Yow con el cuello partido en un hospital austríaco, Patti Smith meándose en escena, a modo de oración, los Beastie Boys riéndose de ti y de tu prima, Public Enemy takin da power back, Unsane viendo pasar el metro lleno de zombis, Varg Vikerness disparando con escopetas de aire comprimido contra un MacDonalds, los Crass cagando ecológico, Lee Scratch Perry quemando su estudio, GG Allin diciendo “te quiero”, Set Putnam ordenando su colección de comics, J Mascis sordo como una tapia recitando a Emily Dickinson… todas y cada una de las bandas de extrarradio que acaban de terminar su primer tema de mierda y piensan “esto es un hit”. Todos y cada uno de los locos furiosos que se agitan en el barrio como un mono en una caja, sin saber salir pero intentándolo. El hombre que busca el acorde secreto y el que sueña el acorde perfecto mientras friega platos en nueva Orleans.

Tampoco es descabellado apuntar que, como todas las músicas no aburridas nacidas en la postmodernidad, el Rock&Roll fue creado por jóvenes y que para que tales jóvenes pudiesen pasar de canturrear doo-woop en las esquinas a calcinarte con un rayo tuvo que suceder algo concreto: el primer mundo inventó y empezó a fabricar en masa cacharros para hacer ruido BARATOS y PORTABLES.

La portabilidad y la necesidad de una nueva familia elegida, no impuesta, son quizá los dos rasgos dominantes de la cultura juvenil desde entonces hasta hoy. La era de la portabilidad no empieza con la familia de clase media americana, pero se refina con ella, sin duda, y con ella muta hacia horizontes nuevos.

Tal portabilidad se codificó entonces, entre otros elementos, en una fender y un ampli a precio asequible, industrial. Ahora incluso a nosotros eso nos parece un mamotreto insufrible, y observamos, tratando de entender, a los chavales que rapean en el parque usando un i-pod y una nube. Ahora la tecnología ha entrado en otra de sus fases de crecimiento exponencial y no entendemos nada. Igual que nada entendía, probablemente, un padre de los años cincuenta en Minneapolis al que le habían vendido que la historia había cesado y el reino estaba aquí, cuando su hijo se piraba a la costa oeste sin avisar, con una guitarra en la mano. Los chavales del parque tampoco entienden nada, claro, pero a ellos les da igual, porque no lo saben. ¿Qué quiero? No sé, pero lo quiero para ayer. 1

En el aspecto espiritual y en el de actitud originaria, es posible que el underground americano, esa chiquillada que se comió a sí misma, no haya inventado nada. Es una actitud que ya estaba allí, y basta leer lo que Camus dice de los dandis para verlo (les dejo a ustedes el trabajo). Sin embargo, no se puede entender el pop sin los elementos “tecnológicos”, y ahí américa sí cambió el mapa de las cosas. Así pues, en tiempo record y solapando realidades –permítanme que simplifique muuuucho- el Rock&Roll nació del aullido de liberación del esclavo y del llanto europeo del pionero y se convirtió también en la explosión de tedio antifamiliar, profundamente burgués, que lo habría de dominar en adelante2. Y lo hizo, como decimos, volviéndose duplicable, portable, exportable y comunicable a la velocidad de la luz.

La cultura popular es una cosa, el “pop”, la propia formulación del vocablo lo indica, otra, mucho más rápida. Cuando tratas de entender qué ha sucedido, ya ha sucedido hace eones y eres viejo. Y todo es un recuerdo. Yo escuchando a los Gories con cascos, en cd, en mi ordenador, mientras escribo esto, soy un recuerdo y además uno un poco absurdo y triste. Una de esas mutaciones que estuvieron a punto de funcionar pero que no, que se extinguen, y miran a su hacha de sílex mellada, poco lograda, con una perplejidad que roza la tristeza cósmica.

El mito underground americano, frontera (física y mental) e infancia (física y mental). Lo veo y pienso en una cruzada de los niños que hubiese estado a punto de triunfar. ¿Te imaginas la Jerusalén infantil? Contagiosa, a caballos del ímpetu, la pasión, la técnica y el negocio; fascinante para quien no encaja… El mono quiso ser parte de esa cruzada y ahora mira a su hacha mellada, y mira a los chavales que rapean (ya cae la noche, el parque desierto). Y lo invade un nosequé que será el último sentimiento de esa mutación fracasada.  

Diría que existe la posibilidad de que ambos mundos se encuentren, el mío y el de esos chavales, si no supiese que los mundos nuevos se crean negando (que no aniquilando) a los anteriores. Así pues, me resigno. Sé que el punto de partida sigue siendo idéntico desde el mismo origen del hombre, aunque las formas se nos vayan volviendo indescifrables. Yo las suyas las intuyo, pero ya no sé nada cierto sobre esa portabilidad que ha pasado a ser ajena y que evoluciona hacia lo perfectamente no físico. Igualmente, voy perdiendo contacto con sus códigos, sus guiños, y nada sé de una mitología nueva que sin duda ha de existir.

Pero, regresemos al principio, a aquel 92 en que salió “Outta Here”,  o a aquel 97 donde yo sopesaba dos discos tratando de decidir (no recuerdo la tienda, pero era muy cara). Por entonces, hacía mucho que el mundo de la música “rock” se había convertido en algo mastodóntico, pero gran parte de la resistencia consistía aún, precisamente, en usar su carácter fundacional y mantenerlo portable, asequible, utilizable por alguien con poco dinero y muchas ganas. Una de las maneras -la manera, si se piensa bien- era esa guerra de guerrillas tipo Gories, y en eso la banda de ese guitarrista soberbio que es el negrata Collins fue preclara: bandas que conscientemente habían abdicado, por radicalidad, de cualquier intento de ser masivos, que habían incluso rebajado cualquier pretensión de trascendencia intelectual para poder moverse más rápido, en un tercer o cuarto punk que viajaba ligero de equipaje. Golpea y muévete. Haz daño pequeño, pero que se infecte y se recuerde. Gánate a la base, gánate a la peña, gánate a los chicos que dicen no. Incluso el título del disco del que hablamos podría ser, en esto, sintomático: “fuera de aquí”. Huye, escapa. Sé un fantasma.

El mito de la contracultura americana de los cincuenta se parecía a eso, pero con pretensiones existencialistas y la presencia de una búsqueda. La de los sesenta se parecía a eso, pero con la posibilidad de un triunfo y bastante trascendentalismo de palo. El de los ochenta fue una trinchera punk de inusitada efervescencia de la que habrá que hablar aún muchas veces. El de los noventa fue un conato de supervivencia barrido por la vulgaridad de lo masivo que dominó en adelante, provocando una progresiva separación entre realidad y ficción (la ficción es lo que la gente suele llamar “realidad”) y una de las paradojas más interesantes de la historia del arte: que la época más rica en producción sea la más pobre en impacto.

Por supuesto todas estas cosas ya sólo nos interesan a unos cuantos enfermos (efectivamente, la herida se infectaba). The Gories siguen tocando, creo haber oído que se habían reunido. Me resbala bastante, claro. Ya no me hacen falta coartadas porque la misma coartada soy yo3. Conmigo, tuvieron su oportunidad y yo la dejé pasar, y ahora ya no me cambiarán la vida. Lo hicieron sus colegas por ellos. Gracias. Ahora bien, el disco, aunque sea a tercera escucha, entra, y por un momento la memoria arde. Y eso es todo.

Quizá deba irme al parque a charlar con los chavales, aún a sabiendas que les pareceré un colgado y me mirarán con esa mezcla de condescendencia, cariño y miedo no expresado al futuro con el que yo miré tantas veces, también, a muchos colgados que me predecían, hace un cuarto de siglo.



1 “We want the world and we want it now!”, ¿recuerdan?
2 No se huye de la familia hasta que no hay nada más de lo que huir, claro. La fobia al clan surge sólo cuando uno no le tiene pánico a los guepardos, el capataz de la plantación y otras cosas así.
3 Como habrá advertido usted, sagaz lector, todos los temas esbozados aquí han sido tratados antes por gente muy sesuda y tendrán que ser tratados después, porque son temas centrales de nuestra época, aunque rara vez se reconozca. Yo uso la música poppara acercarme a ellos porque cada uno accede a la calle desde su casa, claro. Sin embargo es probable que no vuelva sobre tales temas en un tiempo. ¿Por qué? Porque no me da la gana. Esa prerrogativa, principio y fin, es, al cabo, lo mejor y quizá lo único que me ha dado el Rock&Roll.

Fdo. F.G.L.

 

lunes, mayo 14, 2018

SALAD BOYS - "This is Glue" (Trouble Mind, 2018)




Dice la vieja mitología familiar que mi abuela paterna, de joven, asistió una vez a un baile de sociedad en un arcano casino de provincias y un admirador se acercó tras su entrada y le espetó, devoto: “Carmen, ¡Así se cruza un salón!”. Con los Salad Boys y Blown Up, el tema que arranca su segundo largo, se podría exclamar algo similar: “Joe, ¡Así se empieza un disco de Power Pop!”. Y digo Joe porque aunque hay más gente en el disco, no mucha, las doce canciones que forman esta joya inadvertida están todas firmadas por Joe Sampson (y arregladas por él, aparte de alguna colaboración), y porque el hecho está lo bastante destacado en los créditos como para suponer que no sólo él ES la banda sino que le gusta que quede bien clarito (en algunas se especifica que se ocupa de las voces, la guitarra, el bajo y el superego, gran instrumento).

En todo caso, sí, Blown Up es una de las maneras perfectas de empezar un disco así, al tiempo afirmando y despistando; aclarando capacidades, aspiraciones y talentos pero revelando sólo de modo muy subyacente de que va el asunto final; haciéndole a uno desperezar las piernas y el cerebro pero intuir, al tiempo, lejanamente, que el disco que se viene va a apelar también, irremediablemente, al corazón.

El power pop tiene problemas de definición. Algunos de ellos provienen de hechos simples: muchas las bandas que integran tan difusa escena o, digamos, pulsión, suelen olvidar la parte “power” y a menudo, además, carecer de verdadera capacidad para la verdadera orfebrería pop (que no es cosa sencilla). Por otro lado, todos los elementos que supuestamente lo constituyen (el empuje, el nervio enroscados en gozosa síntesis con la capacidad melódica y emocional) están ya consignados en el Rock&Roll mismo.

Podríamos argumentar, para solventar el nudo, que el power pop se define, en todo caso, por aquello del rock&Roll que decide conscientemente no asimilar: resume y funde, como este, elementos encontrados, pero elimina de la ecuación el macarreo que los amalgamaba, el cinismo, la coña marinera, la sublimación heroica y barrial, la violencia pura. Es un género limpio de coartadas, por tanto, en el que hay que hilar fino o es mejor abandonar. Por poner ejemplos personales, para mi power pop son -porque consiguen esa reducción tan difícil- The Posies en sus momentos álgidos (“Frosting on the Beater”, esencialmente) o los Sugar pluscuamperfectos de “Copper Blue”, o los Big Star que aún no se habían desbarrancado en los picos de tristeza profunda de “Sister Lovers”, o los Dü del “Candy Apple Grey”, o Elvis Costello cuando va encendido, o el Joe Jackson de “I’m the Man”, y todos esos son enfoques muy distintos, pero al menos alejados de la reiterada materia obtusa que ofrecen los pesos medios del género.

Los chicos de la ensalada consiguen ese encaje del que hablamos con suficiencia, y lo que es más, lo hacen logrando al tiempo otras dos cosas que van encadenadas: un disco de madurez (de tránsito hacia ella, de encuentro con ella) y un disco de desengaño (esa cosa tan frágil, tan dificilísima, tan aterradora). Mientras lo escuchaba a buen volumen por primera vez he percibido esto con claridad meridiana. Explicar el porqué ya no es tan sencillo.

Sin embargo, incluso visto desde parámetros meramente musicales, si se usa una lupa y algo de reflexión personal, se pueden encontrar guías: superficialmente estamos ante un disco variado y conciso que picotea en varias tradiciones sin perder personalidad (desde The Saints a la herencia Flying Nun, desde el ruidismo melódico post Dü hasta REM, pasando por un Alex Chilton sepultado bastante abajo). Esa personalidad, sin embargo, se obtiene de modo peculiar, gracias a una singular capacidad de las canciones para mantenerse “fijas”. Y es que pese a su estructura aparentemente clásica, una escucha detallada ofrece sorpresas: el fraseo de Sampson es muy suyo y poco habitual en un género que tiende a arrojarse a por el premio demasiado rápido, y los estribillos –clave del género por lo habitual, porque el power pop como “marca” es casi siempre previsible y burgués- existen, pero más como frases clave que como estribillos musicales en sí. A menudo no hay crescendos hacia ellos, sino que están ahí, suspendidos, y eso es todo; colocados en lo que tradicionalmente podría considerarse un “puente” (ese concepto abtruso que merecería un artículo en sí mismo). Son, digamos, momentos en los que el discurso encalla en el arrecife de una idea central a veces apenas esbozada, a veces críptica. Ideas centrales que acaso sólo algunos, según su día, según su época, según su emocionalidad, puedan ver claramente. 

Para ellos, será claro que ya desde el primer receso, en Blown Up, algo no marcha bien para el que canta:

“So how did you turn this down when
You’ve turned up so much to find this?”

Cuando escuché su excelente álbum anterior, “Metalmania”, y me leí las letras, he de reconocer que no encontré demasiado que rascar. Sin ser malas, estaban aún en un estado de deshilachado embrión. Ahora, sin embargo, y aunque por la vaguedad de muchos pasajes casi se podría pensar que el autor no está en exceso interesado en ellas, existen en casi todas las canciones esos momentos clave en los que una o dos líneas consiguen congelar el tiempo sentimental, como si hubiesen logrado encerrar para nosotros, en una crisálida, el dolor de la pérdida.

…Pasa de modo mayúsculo en el segundo tema, la demoledora Hatred:

“If I would be under you
Would you enjoy me?”

…Fluye, de modo menos sintético, en Psych Slasher:

“Someone new, but not a dreamer (…)
Someone new, but not a thinker (…)
He will surely answer for all the blame that’s
Formed as a cancer in the family brain (…)”

…Atraviesa dolorosamente Right Time:

“See the night’s sun? Blink and it’s gone…
It’s blinking non-stop”

…Reina definitivamente en esa Exaltation reminiscente de The Jazz Butcher que marca la mitad del disco.

“I can’t have silence on other hillsides
You won’t have meaning coming (…)”

…Desemboca finalmente en ese casi oculto “So, going so so” que cierra, repetido, opaco, el penúltimo tema, Going Down Slow:

“So, going so so...
So, going so so...
So, going so so…”


He citado en total seis temas de los doce; son los que juntos y no revueltos hubieran dado un disco tan energético como desolador. De los otros seis, dos bajan ligeramente el nivel (Choking Sick y Scenic Route to Nowhere) y otros cuatro lo mantienen pero menos infectados por esa parálisis terminal que trae la incomprensión sobre el propio dolor: sobre sus causas, sus fines, su utilidad, su desaparición… Quizá haya sido el mismo Sampson, compasivo -si es realmente tan inteligente como con seguridad cree- el que haya facilitado tal rebaja en el contenido: un EP con esas seis canciones hubiese sido de una tensión emocional difícil de superar.

Pero, ¿no pueden ser todo esto imaginaciones mías?, pensará quien, sin profundizar más, escuche los temas, briosos, límpidos, ruidosos en su justa medida (esa capacidad para casi sepultar la voz sin que pierda punch emotivo que se inventó en Minneapolis y que usan aquí y allá). Oh, no, lo sentimos. Uno conoce estas cosas. Uno sabe distinguir incluso en un arranque tan cromado como el de este “This is Glue” la cápsula amarga que yace dentro. Irremisiblemente amarga pero por desgracia sólo casi letal. Sabe también que en otro estado mental o sin el aprendizaje del tiempo, ni siquiera hubiese percibido el hecho con claridad, y que quizá esta reseña estaría ahora discutiendo sobre si lo que se oye en In Heaven y en Under the Bed es el fantasma de Michael Stipe dictando frases repetidas. O sobre la influencia de The Saints en toda la música posterior a ellos facturada en las antípodas. O sobre si los Lemonheads eran para tanto o no. O sobre si es “With a Girl Like You” lo que hace eco dentro del caparazón del tema cuatro (¿la escuchan?). Cosas así, que también importan, o tampoco importan. De ese modo, el “disfrute” no hubiese sido igual, porque el proceso no hubiese dolido igual. No hubiese dolido tanto, y el disco, el mismo disco, hubiese sido inferior. Hay discos para la guerra, incluso para la guerra de los sábados por la noche. Los hay para el crepúsculo de las pasiones. Los hay para cantar con los niños. Los hay para el desamor.

En cuanto a la maestría de Sampson para cazar ese pico helado y repartirlo en cositas de tres minutos, llámalo power pop, o rock and roll, o solo pop, o la sabiduría coagulada de unos miles de años de contadores no tanto de historias como de emociones; la artesanía de la polaroid del estado de ánimo llevada a su suma imperfección. Las polaroids son siempre imperfectas, esa es su magia, y en eso gran parte de la música popular ha sido sabia y acorde no sólo con su época sino con las necesidades profundas del ser humano: ha sabido dar imperfección a aquello que la requería.

He entrecomillado antes “disfrute”. Al parecer mientras presentaba “Blood on the Tracks” en un programa de televisión, una periodista le comentó a Dylan que había disfrutado mucho del disco. El viejo zorro le contestó que nunca lograba entender como la gente podía “disfrutar” de “that kind of pain” (ese tipo de dolor). Se puede, de aquella manera, queremos suponer, Bob, cuando uno es parte del sentimiento mismo. Y ello alude, acaso, al mismo método con el que uno a veces se enfrenta a la mortalidad: rara vez el pánico metafísico nos ataca mientras lidiamos con la cuestión a pecho descubierto, mientras escribimos o cantamos sobre ella, porque la escritura y el canto son en sí mismos hechizos de protección aunque encaren el problema de modo directo. Es en el olvido de la cotidianeidad, en la visión periférica, en cambio, cuando sucede, cuando caemos, cuando vemos, cuando lloramos.

Es entonces, del mismo modo, sólo desde el centro del desamor desde donde se puede percibir en toda su espléndida nada el desamor, sin ser incinerado. Es desde esa batalla y esa pertenencia, desde donde se puede percibir en todo su amargo esplendor la gloria de cosas como Psych Slasher o Right Time sin que esa gloria te destruya. La gloria de poder asistir enteros a nuestro propio y doloroso acontecer, cantado por otro humano. La triste gloria de que también a ese acontecer se sobrevive; de que también se sobrevive a ese paseo en carne viva que sólo el pop sabe encarnar así. A veces.

Consuman bajo su responsabilidad, my brokenhearted f(r)iends.

Fdo. F.G.L.