sábado, diciembre 15, 2018

THE MEN – “Drift” (Sacred Bones, 2018)



Hay algo muy, muy extraño –quizá también muy saludable- en una banda como The Men. Por un lado viven en una reinvención constante, e incluso cuando pareció que su errática artesanía ruidista terminaba por coagular en un clasicismo americano casi perfecto con Tomorrow’s Hits (2014), no tardaron en volver con un disco visceral, inmediato, sucio y ciego, Devil Music (2016), que parecía establecer exactamente lo contrario. Por otro lado esa reinvención que les es consustancial parece consistir a menudo, y más que nunca en este “Drift” de adecuado nombre, en la ocupación de cuerpos ajenos, modelos musicales ajenos, de un modo saltarín que oscila entre el homenaje, la influencia y el chiste.

Curiosamente, es cuando rozan el chiste que rozan también lo inefable. Son como una corriente eléctrica que se empeñase en atravesar la historia siempre reciente de esta música que llamamos Rock&Roll, y lo mismo se te aparecen en la puerta como una encarnación deshidratada de The Stooges, que se ponen mistéricos y neofolk, auscultando impostadas profundidades, o te levantan el difícil cadáver de The Creedence Clearwater Revival y lo hacen bailar para ti con sutil y emocionante solemnidad, con preclaros estribillos, con magia. Esto último era lo que hacían en el citado y glorioso Tomorrow’s Hits, que tanto escuchamos en el coche hace ya un tiempo; y lo hacían adelantando por la derecha a toda su generación de regurgitadores, con dos ventajas sobre ellos. La primera, que las canciones eran soberbias, casi imbatibles en su perfecta redondez de rock americano radiable a medio tiempo. La segunda, que ellos saben que todo es  temporal, que no van a permanecer ese lugar más que un rato, y eso los salva de la petrificada adoración sobre la que muchos otros grupos construyen sus eficaces pero previsibles -y por tanto aburridas- carreras.

“Hay una desafortunada justicia poética en Drift”, dice una reseña en Spin firmada por Ian Cohen, “una banda llamada Los Hombres trabajando completamente dentro del codificado canon del rock de tíos y sonando desorientados en 2018”. Reviso esa afirmación mientras escucho el disco, y aparte de su tufo a pose (“quiero parecer amigo de las chicas, que es lo que toca, a ver a quien puedo criticar para que se note sutilmente”), lo cierto es que pienso que está equivocada. Cierto es que la secuencia del disco es errática, que nada parece casar con la supuesta fluidez que se le suele pedir a un disco como concepto unitario. Pero cierto es también que a una banda como esta, bregada, rodada y con talento, se le ha de suponer sobrada capacidad para obtener algo compacto y fluido si les da la gana. A estas alturas de partido, si uno hace un cajón de sastre donde cada canción es distinta y casi opuesta a la anterior no es porque no entienda el valor de la secuencia, sino porque se lo está pasando voluntariamente por el forro.  Así pues, a mí el disco más que una desorientación me parece todo lo contrario: un proceso público de reorientación, fase uno. El momento en que los amigos que quedan se sientan en la mesa de la cocina y se preguntan, “A ver, ¿qué tenemos? ¿Qué hemos aprendido a hacer?”.

Visto desde esa perspectiva, el disco es un hatillo de hallazgos modestos y diversos que funcionan casi como muestras, una disfuncional lista de la compra, una recapitulación televisada en la que sin aparente esfuerzo se van evocando pasados y posibilidades de futuro. Y por ahí pasan los citados Stooges cruzados con una versión desnutrida de Trans Am y un eco de Gallon Drunk (“Maybe I’m Crazy”, “Secret Light”); disfrutables medios tiempos de alt country oscuro a lo Bonnie Prince Billy con Nick Cave al fondo (”When I Held You in my Arms”); la deliciosa “Rose on Top of the World”, de horizontes amplios y dulce como navajas ocultas en melaza, y cuya conexión con Meat puppets apuntaba acertadamente otro reseñista, en Pitchfork; “So High”, que circula en vía paralela a los mejores Kill Devil Hills apareados con Vetiver, matraca mudhoney más disfrutable que los putos Mudhoney (“Killed Someone”); miniaturas de confesionario weird folk (“Sleep”, “Come to Me”) o malignos flotes oceánicos (“Final Prayer”).

Cierro y vuelvo a pensar en los Meat Puppets, qué gran banda. Salvas las distancias, hay algo en The Men, es cierto, que recuerda a la absoluta libertad, la esquizofrenia y la vena alienadamente tradicionalista de aquellos. Es muy de esperar, por tanto, conociendo el percal, que en el futuro cercano los tipos nos salgan con algo distinto a todo esto que hoy exponen. En todo caso, bastante me parece haber superado todas las mutaciones y existir todavía. Eso es, supongo, una banda de verdad, un ente capaz de sobrevivir a su propia esencia inestable y volatil, a los altos y a los bajos, a su propia masculinidad en este caso –si así lo desea Mr. Cohen-, dejando siempre un reguero de arte vivo. Mientras ese reguero, ese manantial, siga brotando, todo lo demás es no sólo permisible, sino probablemente necesario.