martes, julio 30, 2013

Elegancia y R&R (VI) – NO SLEEP 'TIL BALITRO BEACH


Hace unos años me fui con mi novia de vacaciones a Canarias. Fueron unas vacaciones improvisadas, un viaje pagado a última hora al primer sitio que apareció. Por aquel entonces, la mitad del tiempo ella y yo ni nos hablábamos. La otra mitad nos peleábamos a gritos. Ella tiraba mis cosas por la ventana. Yo perdía los papeles. Pero la tercera mitad nos llevábamos muy bien y nos queríamos con locura, así que debió parecernos buena idea. No recuerdo si las vacaciones en Balito Beach (Gran Canaria), “resort” tercermundista y postnuclear al que pronto rebautizamos "Balitro", fueron felices o no. Mejor dicho, las recuerdo felices, pero dudo seriamente de que lo fueran en realidad. Quién sabe.

La recepcionista tenía un acento cerrado de Lugo; casi no la entendía, y soy gallego. Cuando entramos en nuestra habitación nos encontramos con un enorme gato –que resultó ser gata-. Una de las dos piscinas –la grande-  estaba inutilizada y en obras, así que podías hacer largos de diez metros en la otra mientras oías a las taladradoras trabajando, a otros diez, y observabas a un puñado de guiris enrojecidos y abúlicos tomando el sol. Y además había siempre un niño silencioso leyendo bajo una sombrilla, un fallo en Matrix, sardónico recordatorio de lo que yo había sido durante toda mi niñez. La playa que se anunciaba en los prospectos al pie mismo del complejo resultó ser una mezcla de acantilados y escombro que había que atravesar –sus buenos dos o tres kilómetros- si se quería llegar hasta una playa de verdad, encajonada entre dos hoteles y que tampoco era gran cosa, donde musculosos jóvenes ultrabronceados y más guiris hacían nada. Decidimos acampar en el bar y pactamos el lema del sitio: “BALITRO BEACH: si algo puede salir mal, SALDRÁ MAL”.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, salió bastante bien, en realidad: el barman era un tipo simple y encantador que entendía que su desértico pueblecito –en el interior- era el paraíso, nunca había estado en la península y nos daba conversación pero sabía también cuando callarse. A su espalda, en la pared, colgaban dos renos bordados que unos viejos clientes finlandeses le habían traído de recuerdo, el año de su jubilación. Yo escribí alguna cosa, aquellos días, e hice algún dibujo de mi chica mientras tomaba el sol en la terraza del bungalow. También alguna foto, que perdí cuando mi móvil se fue al carajo poco después, y un retrato de perfil que ella siempre odió. Probablemente era agosto, ese mes detestable, y por las noches la colina de enfrente se prendía de luces, corría brisa con olor a mar, y uno podía pensar durante un buen rato que estaba en otro tiempo y en otro lugar. To be born again. Another time, another place.
Me preguntarán qué carajo tiene que ver todo esto con Lemmy Kilmister, alma mater de Motörhead, ese adorable hortera de bolera que ven en la foto, cero en elegancia, todo en actitud, hermano lobo mayor del Rock&Roll, uno de los pocos tipos que puede poner de acuerdo a punks y Heavys con tres acordes y un gruñido de escupitajo a medio tragar, héroe por derecho de sangre y droga y porque es de los contados humanos capaces de facturar una carrera completa y  brillante sobre apenas dos canciones y no aburrir al personal; capaz, incluso, de hecho, de convertir con su mera presencia un documental tan mediocre como “Lemmy” en una delicia esclarecedora sobre la vida y sobre cómo vivirla. Bien o mal, pero vivirla.
Me lo preguntarán, pero no lo contestaré.
Y creo que no volvería a Balitro, pero aún escucho a los Motörhead, que viene siendo igual.

 

sábado, julio 27, 2013

Elegancia y R&R (V) – Lluvia de agosto: el carnicero que soñaba con el Nilo


Se levanta lluviosa la mañana de agosto. Ha caído toda la noche, en la oscuridad, y ahora hasta los niños que despiertan parecen hablar de algún modo en susurros. Un gris plomo. Uno entiende a los ingleses: sus deslavadas tradiciones, sus entusiasmos un poco infantiles, sus cegueras iracundas, sus homosexualidades latentes, su elegancia de pescado hervido. Su nostalgia, quizá, de lo que ni siquiera conocen, y su amor por la música y la literatura, quizá como la forma más eficaz de fuga a nuevos territorios. Su acuosa mirada de imperio fenecido y glorias de segunda mano. Su energía proletaria por cojones. Y todo lo que queda en medio de esos dos extremos. Y en medio queda -con su estilo y su encanto particular, medio inventado en cottages grises como un sueño, mercadillos y pubs con pésima comida, charity shops y últimas filas de ‘derbis’ futbolísticos violentos- toda una segunda línea de pop inglés gestada en los ochenta, bastante olvidada y no por ello menos luminosa, la de los Prefab Sprout de “Steve McQueen”, la los afectados Aztec Camera de “Stray” o los sorprendentes, a veces, The Pale Fountains, la de los extraños The The y toda esa recua interminable de orfebres paliduchos e incendiados que parecían recorrer las tardes grises buscando algo más.
 
Demostraban, por lo general, aquellas bandas, un peculiar sentido de la observación social/sentimental, distanciado, comprensivo, diletante, vagaroso, irónico, en arduo contraste con las bandas que, al contrario, habían decidido retratar la acción. Apenas conozco Inglaterra. Un viaje al vacío Cambridge del verano, hace casi dos décadas, uno reciente al descuajeringado Sheffield de este siglo, e intento cotejar lo que he visto con lo que, durante tres décadas, he estado recibiendo a la vena vía pop. Prodigiosa la capacidad, la inglesa, para hacer país (países) a través de su música popular. De la resistencia política encabritada en melodías de BillyBragg al bronco, juerguista  testimonio de clase trabajadora de Dr. Feelgood, de la irónica festividad de los Housemartins de “London 0 - Hull 4” a la impostada, quirúrgica mirada de los Pulp -por seguir hablando de bandas esenciales que nunca fueron caballo del todo ganador-, Las postales divergen, y me pregunto cuál es el punto en común. Difícil decirlo cuando uno sabe que su propio país, como todos, sería prácticamente imposible de definir en una toma, que las naciones son seres poliédricos y su aparente inmovilidad es en realidad, mutante. ¿Cuántas de las mejores descripciones de un país no vienen, precisamente, por el deseo de estar en otra parte? ¿Se puede conocer un país a través de su arte o estamos accediendo a un conocimiento por contradicción, a un paseo, más bien, por lo que pudo ser o debió ser o nos gustaría que fuera, a un hilo continuado de sardónicas, desencantadas reflexiones sobre lo que odiamos y no entendemos de él?

Sería una larga discusión, partiendo de mi idea de que los países en sí mismos son “cosas” inventadas. Lo cierto es que, dejando a un lado las bandas vigorosas, de combate y contacto, que son entendidas generalmente como la espina dorsal del rock, me agradan también esas polaroids de entretiempo, sí, descarnadamente ciertas ahora que el vaho de los años las ha dejado borrosas, y me detengo finalmente en dos de mis favoritas: en El Carnicero del Jazz, la banda de Pat Fish, y en El Nilo Azul, la de Paul Buchanan y Robert Bell, quizá porque son dos de las que más merecen ser reivindicadas, de las que nunca fueron del todo valoradas en su justa grandeza. El Nilo Azul, qué descriptivo nombre para lo que pretendo ilustrar, preñado de nostalgia de un calor que nunca está; hijos socarrones de una afectación de clase media que hubiera preferido otra época y otra patria por mucho que esté atada a esta (aquella) por las cadenas de la sangre. Y El carnicero del Jazz, mayúsculamente pop y superiores a casi toda su generación, olvidados entonces y ahora, acaso para siempre.
El día abre, y siento estar aquí retirado en la campiña sin poder echar mano a “A walk across the rooftops” (84) o a “Fishcotheque” (88), dos de esos clásicos inmediatos –más inmediato el segundo que el primero, que requiere quizá, un estado de ánimo acorde para poder entrar en su minimalismo lluvioso de tarde con la mejilla pegada a los cristales- que son ejemplo de lo sutil y penetrante que puede ser el pop en el interior, una vez penetrada la cáscara de los ‘hypes’, en su clase media militante, valga la paradoja. Son dos discos, sí, tan mayúsculamente hermosos en sus visiones encontradas sobre el mismo entorno, tan redomadamente elegantes en su displicente, amable manera de destripar el pop que, inevitablemente, sus creadores me lo parecen también, lo sean o no.
Hermosos.
Y elegantes.
Mañanas de caliente lluvia de agosto, ¿hay algo más decadente y mejor?


viernes, julio 26, 2013

Elegancia y R&R (y IV) - Dos senderos hacia JENNIFER H.

Iba a hablar sobre JENNIFER HERREMA, diva intravenosa, niña salvaje, chanteuse trash, luminosa y oscura banshee del noise acrisolado, y sobre su vieja banda, los Royal Trux (aún le debo a Kaput una reseña de su último largo con la nueva, BLACK BANANAS), pero luego recordé que ya lo había hecho en un par de legendarios posts -el uno informativo, el otro poético- que apenas nadie leyó en su momento. Así que envié a mis chambelanes a la bodega, a por un par de botellas de Pernaud y los oportunos links, y me quedé en la balconada, viendo como la tarde se derramaba sobre la campiña. Aquí los tienen, UNO y DOS, para su matutino y solitario solaz.


jueves, julio 25, 2013

Elegancia y R&R (y III) – HUMO DE BURRO


No sé quién fue el responsable de que la heroína se convirtiera en un elemento más de la moda, cargado además con cierta aura maldita en la que se mezclaban literatura y poderes mágicos. Quizá aquel pájaro ígneo y rengo del que Cortazar habló en “El Perseguidor” y al que muchos con menos talento intentaron asemejarse por vía intravenosa. Mi generación, aquí en Galicia (los nacidos en torno al 75) vio demasiados yonquis de cerca, vivos y muertos, como para tropezar en la misma piedra contra la que las anteriores se habían dejado los piños, así que apenas conozco coetáneos míos fascinados por el jaco: prefirieron meterse todas las demás.

Pero “la heroína es LA droga”, decía un amigo mío, “el resto son insignificantes a su lado”. Y es indudable que ha estado ahí durante todo el desarrollo de la música moderna y que algún que otro ejemplo milagroso ha permitido que en torno a ella creciera el mito, un mito de transgresión que en el Rock&Roll ha sido encarnado por muchos y, de manera mayúscula, por esa botica humana llamada Keith Richards. Ni fue el primero ni el último, pero está vivo, y fue él quien acuñó para siempre, en los primeros setenta, sobre discos enormes y turbios,  esa imagen indeleble y oscura, ese ‘charme’ sonámbulo del rockero yonqui irresistiblemente romántico y canalla; del pirata desharrapado, sardónico, resacoso y, pese a todo, vivaz. Un icono que luego han desgastado tristemente muchos tarados mentales (mención especial para todo el rollo “sleaze” angelino) y que ha pasado cara factura a más de un hombre de talento con demasiada querencia por el mito. “Otros por menos se han muerto”, cantaba Rosendo en “Maneras de vivir”. Por mucho, mucho menos. Que se lo digan a Gram Parsons, que por el sendero de la amistad tóxica con Keef llegó rapidito a una extraña  tumba. Que se lo digan a Johnny Thunders que la palmó solo, con Willy De Ville como vecino de pensión y pasión, en Nueva Orleans, convertido en una sombra depauperada de sí mismo.
En todo caso, Keith creó escuela estética: su imagen y su actitud fueron espejos en los que se miraron con delectación varias generaciones de niños terribles deseosos, quien sabe si inconscientemente, de no llegar a viejos, de quemarse rápido en lugar de desvanecerse lentamente. La misma estupidez de siempre, si se quiere, pero lo cierto es que cada rockero que mira de lado e invoca un riff con mano desganada mientras un pitillo le abrasa los labios se lo debe todo a él. Desde el citado y ocasionalmente glorioso Thunders hasta el patético tipo de los Pereza, cuyo nombre no recuerdo. A quien se lo debe él, Keef, lo ignoro: pueden preguntarle. Lo cierto es que sin ser él mismo un icono trágico, sus hijos espirituales han sido por lo general varones de desgracias. Experimentados en quebrantos. La flor y nata del mal fario.
Por supuesto, la lista de (más o menos) heroinómanos independientes y con talento pese a la adicción ha sido larga y dispar en sus estilos: desde Lou Reed -cuya epopeya vital y artística quizá sea la más interesante de entre los yonquis rockeros- hasta el prodigioso guitarrista Robert Quine; del pesado de Clapton al aberrante Morfi Grey, el tigre de Cornellá; desde Richard Hell a Corcobado, por hablar de malditos autoproclamados; de Dylan Carlson a Josetxo Bicho, por acercarnos a lo extraño y atípico. La columna se haría interminable y sorprendería por su variedad y su calidad a quien predique demasiado rápido sobre las cualidades anuladoras de la droga. Por encima de lo personal, incluso, escenas musicales enteras parecen haber estado sumergidas en humo de burro: La de Seattle pre-grunge, por ejemplo (como se podía ver, desoladoramente, a toro pasado, en aquel viejo documental llamado “¿Quién mató a Kurt Cobain?”). Varias de las subescenas australianas, también, con sus consiguientes racimos de fiambres que ya nadie recuerda. La escena punk española de los ochenta, hasta las trancas. La escena neoyorquina pseudointelectual, en sus diversas fases. Y así ad nauseam.
En cuanto a estilo, sin embargo -si hablamos de la elegancia necesaria para autodestruirse con cierto ‘savoir faire’- la línea más peculiar y nutrida es, para mí, la que tiene como espina dorsal la conexión que une a Richards con Thunders y a Thunders con otro de los grandes secundarios del rock, Nikki Sudden, una frontera en la que el romanticismo de recortable infantil, la cruda realidad de la hipodérmica y la vanidad de dandi oscuro con algunas lecturas encima se daban la mano con indudable encanto.
De Richards no hablaré porque ya se ha hecho demasiado. Conste que lo admiro, pero conste que lo considero también el más taimado de los tres, el menos romántico de lejos, dentro de que los artistas suelen ser almas cándidas por definición. Es listo y no quiere morir, y ha tenido suerte. Romántico incurable, sorbido el seso por los discos, quijote apaleado, es el que sueña con princesas y viajes imposibles, acordes secretos, chaquetas doradas y champán y jamaro al atardecer. El que se folla a las princesas, viste las chaquetas, hace los viajes, inventa los riffs y ve caer el sol puesto a gusto y con dinero en el banco no es romántico, es vividor, probablemente inteligente e, indudablemente, afortunado. Son sus émulos, los que siguen su camino sabiendo que a la mesa no habrá probablemente nunca nada más que despojos, los que merecen atención cercana en su adorable patología.
Thunders daría –él o su triste historia, o ambos- para varios capítulos en sí mismo, y quizá describió, en su canción “You Can’t Put Your Arms Around a Memory”,  la esencia misma de esa concepción del rock que con él alcanzaba un culmen “loser” del que Keef carecía:
 
“No vale la pena intentarlo
Todos los chicos listos saben por qué
Eso no significa que no lo haya intentado
Sólo que nunca sé porqué
(…)
No puedes abrazar un recuerdo
No puedes abrazar un recuerdo”

Desde luego que lo intentó abrazar, una y otra vez. He disfrutado mucho de su música y su doliente voz, pero no tanto como para ser un experto en su vida, más allá de lo elemental. Baste aquí con una anécdota que me vino dada casi por casualidad: Contaba Alberto Garcia Alix, una vez que lo entrevisté, que Rayito tenía la mala costumbre de, después de chutarse, vaciar la sangre de la jeringa contra las paredes. Tras la primera bronca y consiguientes disculpas, volvió a hacerlo, para desquicie del fotógrafo, dueño a la sazón de la casa y por tanto de las paredes. “Mucho tiempo después”, comentaba Alix, “lo pensé y me di cuenta de que el verdadero retrato de Johnny Thunders, el retrato bueno, hubiese sido esa mancha de sangre en la pared”. Nunca lo hizo, pero al menos podemos disfrutar de un retrato frontal más explícito y triste que muchos libros, y que ahora, creo, se conserva en la colección del museo Reina Sofía. Ironías. ¿Qué piensa ese joven agitanado de ojos lorquianos? ¿Con qué nos interroga? En su inocencia imposible de chavea de poblado, esa mirada es para mí una sonrisa de Gioconda.
Pero a quien le tengo especial cariño, en realidad, es a Nikki Sudden, porque sí lo conocí en persona, aunque fuera fugazmente, y porque mi primera incursión en prensa musical fue precisamente un artículo sobre una de sus bandas, los suntuosos, callejeros, desgarbados, sentimentales, inigualables The Jacobites, una banda que no encontrarán ustedes en las listas de esenciales porque esas listas nunca sirvieron para nada. El artículo lo publicó Ruta 66 en febrero de 2003. Yo tenía 27 añitos entonces y me llenó de orgullo, para qué negarlo, poder colaborar con una revista que había significado tanto en mi asilvestrada  educación sentimental; me consta que a alguna gente le gustó, y un día de estos lo recuperaré para los lectores de KAPUT. Para su confección me moví hasta mi tierra y cacé a Sudden en una minigira gallega. De ese periplo, de sus conciertos memorables en el Hanoi de Vigo y el Vinilo de O Grove, dos garitos fabulosos que ya son historia, y de una desquiciada sesión de fotos que hicimos con el hombre explayándose caballeroso sobre varios barcos de pesca embarrancados, hablaré en otra ocasión con más tiempo, porque vale la pena. Buscaré las instantáneas, también. Me conformo ahora con  recordar su estampa y sus fijaciones, que eran, al cabo, las que sostenían esa estampa. Y se me viene a la cabeza aquella frase definitiva, que procede en este caso y que me soltó él, entonces: “Ya sólo me meto cocaína. Bueno, si hay caballo lo pillo también, por si acaso”.
Decía el insufrible Johnny Deep –que nunca será un rockero y mucho menos un tipo elegante- cuando le preguntaban por su papel en la primera entrega de “Piratas del Caribe” que para su composición del capitán Jack Sparrow se había inspirado en la figura y maneras de su “amigo” Keith Richards. Yo, que a Richards no lo conozco, lo primero que pensé al ver la película fue en Nikki Sudden: Nikki Sudden caminando sobre esos barcos de los que hablo con su amaneradísimo paso trastabillado. Esa indolencia siempre a punto del traspiés, ese reclinarse sobre muros que no están, ese relamerse mentalmente, esa somnolencia de fondo… eran de Sudden, y si eran de Richards también, habrá que concluir que el discípulo había copiado al maestro a la perfección, no sólo en unos cuantos temas de Rock&Roll añejo y en los vicios, sino también en el porte, la caída de ojos, el revoloteo de manos y la abulia socarrona en general. Como añadidos personales de maese Súbito habría que apuntar un eterno resfriado cocainómano que le permitía usar pañuelos bordados.
Y aunque probablemente fuese lo contrario a un Dandi en ciertas cosas –porque es difícil serlo cuando se vive al borde- el cabronazo tenía una indudable elegancia natural que concordaba con lo que a uno se le ocurre cuando le da por pensar, dejándose llevar por el niño interior, en la revolución francesa, los rebeldes escoceses, los piratas, la isla del tesoro… Algo de película de Errol Flynn que hubiese terminado extrañamente mal, derivando a mitad de metraje hacia un tono de desabrido neorrealismo alemán, si es que tal cosa existe. Como habitante de esa ola de nostalgia que rompe en espuma tóxica, allá en la sima, su figura era casi perfecta. Como ejemplo de ese rock para el que ser un perdedor es medalla y corona, era un rey. Cuando la ola lo engulló por fin, escribí para él un sentido obituario en este mismo fanzine.
Por supuesto, la elegancia, la que se tenga, se manifiesta en las demás cosas que uno intente hacer, no sólo en la facha, y Nikki fue un artista original y certero en bastantes momentos. Primero con los seminales (tenía que meter la palabrita) Swell Maps, después con los Jacobites, que, por muy derivativos que fueran, tuvieron también algo visceralmente propio, algo brillante y personal en el fondo de la charca, con su desafinada dejadez de baladas al trote, cosidas de retales y venidas de un mundo ya muerto. Por último, en solitario, con algunos trabajos apreciables y radicales que cerró a medias con Rowland S. Howard, un geniecillo algo olvidado. Incluso en sus últimos esfuerzos, más obvios, permanecía esa voz personalísima que me cautivó para siempre la primera vez que escuché “Robespierre’s Velvet Basement” -un disco mágico fuera de época- y por la que uno podía reconocerle a millas de distancia: nasal, impostada, afectada hasta lo preciosista, entonando casi siempre la misma línea melódica fuese cual fuese la canción. Igual que él.
Como Thunders, Sudden murió en una habitación y una ciudad que no eran las suyas. Unos años antes había muerto también su hermano, el luminoso Epic Soundtracks, de una sobredosis de barbitúricos.
Pienso en ellos, y en otros, y pienso, sé, que sin los drogadictos y los majaras el rock apenas sería nada, el jazz sería la música más aburrida de la historia, el punk español carecería de filo y de tragedia, el pop madrileño no tendría a sus pobres mártires ñoños desdentados o muertos en portales, y que nos habríamos perdido algunas tonadillas esenciales del macarreo australiano (“Chase the dragon”, por ejemplo) y algunas universales hits iniciáticos (“Brown Sugar”, sin ir más lejos). En ese panegírico del abuso y la alienación podría enredarme hasta extenuar mis propios recuerdos. Así que pienso en ellos, y en otros y me pregunto algo sencillo: ¿Qué pudo aportarles el jamaro, además de lo que les robó? Contestar “nada” me parece demasiado simple, lo siento.
Necesito que alguien me responda a esto.
Por otro lado, en el fondo, sospecho, todos estos músicos dotados de segunda línea sucumbieron no sólo al estigma de su tiempo y a la abundancia de tóxicos en el entorno, sino al síndrome Charlie Parker (o de Richards, si se quiere, o de Lou Reed): creyeron que la heroína era parte del paquete, del embrujo, del encanto, del estilo, de la idea, de la irresistible elegancia que transpiraban algunas músicas facturadas bajo su influjo.
Y pienso en ellos, y en otros, y ¿saben lo que pienso?
Pienso que quizá tenían razón.

 

martes, julio 23, 2013

Elegancia y Rock&Roll (y II) - POISON IVY, hielo ardiendo



Yo iba al bar La Plaza, que era un bar tan encantador como condenado. La gente que lo llevaba y que ya lo chapó no me recordará porque aparecía por allí de pascuas a ramos, ya que Lavapiés nunca fue un lugar de paso habitual para mí. Iba porque me gustaba el ambiente: se caía un poco a trozos, el billar estaba ya inutilizado y todo el garito tenía ese aura finalmente abandonada de los lugares donde durante muchos años han pasado demasiadas cosas. Bares oscuros… cada uno que se va me deja un regusto desabrido y vacío. En fin, iba por todo eso, pero también, sobre todo, por aquel cartel enorme de The Cramps que me fascinaba y que reinaba sobre la pared del fondo, ya desvaído, y en el que POISON IVY RORSCHACH, lo más parecido a una diosa que parió nunca el Rock&Roll, empuñaba con gloriosa furia una ametralladora, vestida apenas con un bikini de lentejuelas rojo y un peinado de otra época.
Tengo una debilidad tremenda por Poison Ivy, guitarra y mitad de esa naranja putrefacta y chatarrera que fueron los Cramps, el matrimonio del Rock&Roll por excelencia, una banda que marcó para siempre a unas cuantas generaciones de habitantes de los sótanos. Es, mi querida Ivy, con su gélido encanto impasible de divinidad 'white trash', el perfecto ejemplo de lo que apuntábamos en nuestro anterior post: que la elegancia en el rock&roll y la elegancia en casa de tu madre son cosas distintas. Bellezón delicado, pelirrojo y turbio, agreste dominatrix llegada de otro planeta, era además el contrapeso perfecto, hierático, para la travestida, alienígena furia automutiladora de su marido, LUX INTERIOR, con el que construyó un delicioso sueño freak que duró 37 años, se dice pronto, y que por desgracia ya ha regresado a ese mundo pálido y abisal del que salió expresamente para impartir unas cuantas lecciones de amor y Rock&Roll (en el Rock&Roll el amor también es diferente, sí).
La importancia de los Cramps en la invención de esa entelequia llamada “psichobilly”, reformulación primaria del rockabilly barrenada con actitud punk (explosiva la de él, distante la de ella) es de sobra conocida. Ellos supieron y barnizarlo hasta el corazón con esa cultura trash americana tan rica en magia como en patochadas, y llevarla a un extremo de imposible ‘cool’ en el que probablemente tuvieron su influencia, junto a cientos de músicos ignotos, cineastas como John Waters, Russ Meyer o Ed Wood, psicotrónicos (hermosa palabra) paladines a los que habría que considerar más compañeros de viaje que padres.


Los Cramps, eran, sí, queribles hasta decir basta, pero no sólo eso. Me decía el otro día un amigo que sí los vio una vez en directo, tocando antes de la patética reunión de los Stooges que tuvo lugar hace unos años, que para él “aquello si era peligro de verdad”. Como sabréis, “peligro” es una de las palabras favoritas de los rockeros (junto con “actitud”) cuando se trata de piropear a una banda salvaje. Pero, lo cierto es que está bien escogida: la sensación de “peligro”, de que pueden pasar cosas que no se esperan y que están fuera del guion, la intuición súbita de que la cosa está dejando de ser teatro para pasar a organismo vivo en mutación -de pulcra representación a “happening”- se da pocas veces, y cuando se da, el efecto es enorme; cuando se da, el Rock&Roll parece tener sentido de nuevo. Así, mi amigo me relataba, mientras volvíamos de un bolo, como Interior se había subido a los altavoces, cada vez más alto, y se había jugado el tipo saltando de uno en otro, a buena altura, encaramado en aquellos zapatos de tacón que tan buen juego hacían con sus pantalones de cuero pegados a la piel y con el sudoroso, escuálido torso desnudo de rey de un inframundo tóxico; cómo se había cortado con cristales y revolcado por el sucio suelo y llevado a sí mismo al borde de un precipicio a una edad en la que la mayoría ven la tele en casa en bata y zapatillas. Mientras me lo contaba, yo me imaginaba a Poison Ivy, implacable, hierática, escupiendo con su guitarra Gretsch infrarrifs vudú que, como un hechizo hipnótico, impidieran que su consorte se estrellara desde diez metros de altura como un guiñapo; invocando ese poder del rock and roll de sótano, mercadillo, tacones y antifaz que ellos mismos habían ayudado a inventar durante más de dos décadas.
Por no extenderme cito a un tipo que lo define bien en UNA ENTREVISTA: “what they play is mondo-gonzo dirty blues punk rock’n’roll shot through with the vivid colour, satire and sex of fifties teen culture, stoopid-dumb B-movies, vintage pornography, Vegas Elvis, backwoods rockabilly, sicko sixties garage, iconic burlesque clothing, pink Cadillacs, dirty doings at the eternal American drive-in, Ms Spanks-a-lot Amazonianism, Ed Wood sci-fi and the kind of gratuitous filth that only the most romantic people on the planet can indulge in and understand that the filth is the love, L.U.V. They are The Cramps. And they transcend rock’n’roll because they are a genre of their own”.
Todo cierto.

Y cierto también, en cuanto a estilo, que POISON IVY RORSCHACH es el ejemplo de un tipo de mujer que si no se ha perdido es porque es eterno, pero que se ve ya raramente en nuestro mundo asolado ‘por la moda’, ese elemento que en mi diccionario significa lo mismo que putrefacción: Ivy pertenece a una concepción poderosa de lo femenino, una idea fascinadora, misteriosa y dominante, en la que la mujer es el centro oscuro de las cosas y su pareja funciona más bien como emisario. Ivy era la DIOSA absoluta, e Interior su alado mensajero. Ivy era una fuerza de carácter interior, que podía ir vestida de zorrupia ‘camp’ sin perder un ápice de su poder ni del respeto que cualquiera en su magnética presencia le debía. Lejos, todo esto, de lo común hoy en día, cuando el papel que se otorga a la mujer sexualizada, quiera ella o no, es, básicamente el de puta (dicho sin cariño), y cuando  el papel que ella misma se atribuye, a menudo incapaz de reaccionar ante la avalancha mediática, es exactamente el mismo. Incluso revisando a los grandes orfebres clásicos del mal tono y la ‘exploitation’ sexual, como el citado Russ Meter -que facturó sus más conocidas películas en los setenta, cuando los Cramps estaban por arrancar- lo que encontramos es una visión de la mujer como elemento ultrapotente, imperioso y en cierto modo digno de adoración que casi ha desaparecido. Quizá se podría decir que una de las pocas aportaciones reales de Quentin Tarantino a la cultura occidental ha sido la recuperación parcial de ese enfoque en “Jackie Brown” y, sobre todo, en “Kill Bill”.
Volviendo a la Diosa, quizá la imagen más vívida de todo esto que explico, para mí, que nunca tuve a tiro a la banda, es la que ofrece el vídeo de SU CONCIERTO en el psiquiátrico de Napa (California). Cómo acabaron los Cramps allí, difícilmente distinguibles por momentos del resto de almas perdidas de tan siniestro lugar, es un misterio, pero el documento es absolutamente esencial. Y ahí está Rorschah en todo su pálido fuego, en toda su atómica, displicente, oscura elegancia de tigresa ultraterrena.
Lux Interior está muerto ahora. El bar la Plaza también, y los chavales que llevan con otro nombre el remozado local me contaron que todo lo que había allí, incluido mi adorado cartel, se había tirado a la basura. Me causó más dolor oírlo que una pérdida humana. Hubiese pagado por él más de lo que valía, sólo por tener a la Diosa frente a mí cada mañana. Poison Ivy, con su leyenda a cuestas, sigue viva, aunque retirada del negocio y del inframundo en los que reinó con malsana aura de dominatrix durante tanto tiempo. Me gustaría imaginármela como una abuela aguda, estrafalaria y aún elegante, pero sé que no tuvo hijos, siquiera. Aparte del mismo Rock&Roll.

 

lunes, julio 22, 2013

Elegancia y Rock&Roll (I) – DISTINCIÓN




En el Rock&Roll la elegancia siempre es una interpretación popular, barriobajera, si se quiere, de lo que la elegancia debería ser o de lo que la elegancia fue. Un intento infantil de adivinar, y un juego serio cuyos resultados, a menudo desastrosos, crean, sin embargo, un nuevo tipo de elegancia, uno hecho con deseos y nostalgias de lo que no se conoció, chispazos de lecturas juveniles, ímpetu más que cerebro y retales del guardarropa de otros; una elegancia más afilada que la habitual, a la contra, y que no pocas veces tiene de elegante apenas nada. Es otro estilo, y es normal que muchos no lo puedan comprender: casi nada de lo que el Rock&Roll considera elegante lo es en el mundo de lo común y burgués, en el reino de la normalidad.

El Rock&Roll replantea el concepto mismo desde un punto de vista proletario y espiritual (y aunar ambos extremos es complicado, quizá antinatural). El Rock&Roll hace con la elegancia lo que hizo Oscar Wilde, aquel gordito irlandés encerrado a medias en su armario, y, al tiempo, lo que hizo Byron, aquel romántico que encontró una muerte apropiadamente absurda para su sueño opiáceo. Es un abigarrado, conflictivo retrato que mezcla ambas tendencias: Byron fue el aristócrata extravagante, el solitario, egomaníaco final de una línea decantada que, sorprendentemente, inclinaba su torso y giraba su mano pálida hasta tocar el punk. Wilde ejecutaba un gesto similar viniendo del lado opuesto del espectro. Y terminaba por alcanzar el mismo punto, el drama, al sabotear la idea misma de la elegancia establecida. Wilde rocía la estética de ingenio y el ingenio de estética, y se folla al hijo de un Lord en simbólico acto de justicia poética sexual. Por desgracia, no puede evitar caer rendido ante una elegancia doblemente letal: el perro de dos cabezas de la pura belleza y de la tradición. Ambos, Wilde y Byron, se inmolan, tan llenos de contradicciones como de genio.

Habría que concluir, en todo caso, que la elegancia de los poetas -de los bardos, de los artistas- y la de la burguesía acomodada son esencialmente distintas. La primera está en contacto con el pueblo, con el humus, con la tierra, y por tanto goza de un elemento barrial, popular, cotidiano, hortera, si se quiere; es vodevilesca, irónica, extravagante. La otra se crea por oposición a todo eso, por miedo a todo eso, y no tarda en caer en una curiosa y aburrida atonalidad. La primera siempre goza de un carácter de celebración y de un elemento teatral, de personaje, la segunda es esencialmente una barrera contra los piojosos y una muestra de respeto a las cadenas (esa es una paradoja de la que merecería la pena hablar largamente – hacia la excelencia por el aburrimiento mortal). La primera es un intento de distinción personal, la segunda, simplemente, uno de separación social. Por otro lado, la aristocracia, que fue quien creo los conceptos de elegancia y de estilo, hace tiempo que desapareció, por lo tanto es difícil, aunque no imposible, interrogar a sus integrantes sobre la idea original. Por lo que a mí respecta, la extravagancia señorial que muestran los rockeros está a menudo más cerca de ese concepto aristocrático que la gris pulcritud de los señores del dinero. En su riqueza, los burgueses son esclavos. En su pobreza, los rockeros (los artistas) son esencialmente príncipes, aristócratas autoproclamados por la pura potencia de su espíritu y su inconsciencia social. Kamikazes del estilo. Gloriosas estrellas fugaces –aunque a veces, es cierto, les acabe costando distinguir entre el dandi y el bufón-.

Mi padre, que era uno -un dandi- tenía un sastre en Madrid (probablemente en los primeros sesenta) que le hacía los trajes que él se inventaba, empeñado en distinguirse y en epatar, en que el atuendo fuese también un símbolo de diferencia, no con respecto al proletario, al que apenas contemplaba, sino a su propio entorno social de clase alta. Un día llegó con una idea estrafalaria para un cuello de camisa. “No se preocupe”, le respondió el sastre tras escuchar su explicación, “estas cosas ya las hacía yo en cuba en el año veinte”. Quizá todo sea reinterpretación, incluso aquello que consideramos más propio. Y en el rock&Roll la reinterpretación es parte del corazón del asunto. Reinterpretación y originalidad como elementos no contrapuestos.

Revisando fotos que había almacenado para ilustrar esta serie de artículos, me doy cuenta de que había olvidado a uno de los más sintomáticos rockeros “elegantes”, uno que encarna todo el conflicto, la dualidad y la paradoja que he intentado esbozar en las líneas anteriores: Willy De Ville. Es uno de esos esenciales, entrañables secundarios de la intrahistoria del rock, y tuve la suerte de poder verle en directo, una sola vez, poco antes de que muriera, en Gijón; si finalmente esta inicial reflexión se convierte en una serie de retratos, quizá el de Willy, por su mismo fulgor de secundario, debería encabezarlos (Al cabo, ¿Qué es el Rock&Roll hoy, sino un género secundario?). Sí, debería estar ahí en su gloria pasada, la de los setenta y los ochenta, con ese guapo subido de chulazo de barrio latino, con ese aura gelatinosa de tahúr cínico, remedo de serie Z de un Doc Holliday urbano y yonqui, con ese ese narcótico, gatuno aferrarse suyo a mitos inventados. Incluso en sus mejores y apreciables discos –“Cabretta”, “Return to Magenta”, los primeros, como Mink De Ville- su música es, como esa elegancia, de tercera mano, afrancesada via Nueva Orleans, criolla, aproximativa, disfrutable pero nunca excelsa… un guiso colorido improvisado, una receta digerida con trabajo y no del todo natural. Y sin embargo sintomática, tanto en sus tiempos de gloria como en la prematura vejez, cuando la luz era demasiado intensa sobre él, las pocas veces que le daba. Era difícil, entonces, tragarse sus chorreras, sus excesos, su demacrada figura final, su agitanado cool de carromatos y su vudú de cartoné. Lo cierto es que a todos nos va bien el blanco y negro y la juventud; a algunos incluso los sepias y la mediana edad. A casi nadie el  technicolor y la decrepitud de viejo yoncarra. Johnny Thunders mola porque jamás envejeció. Keith Richards, quizá, porque nació viejo ya.

Ojeando la Wikipedia –no tengo ninguna biografía de De Ville, y sólo cuatro o cinco discos suyos; me ha interesado más como símbolo que como personalidad- nos encontramos, inevitablemente, otro ejemplo de niño proletario que salió por la tangente. Dice él mismo de su ciudad de nacimiento, Stamford: “era post-industrial. Todo el mundo trabajaba en fábricas, ya sabes. Yo no. Yo no hubiera cogido eso. La gente de Stamford no llega muy lejos. Es un sitio donde mueres”. ¿Por qué nos pueden fascinar esos apaños? Quizá porque se muestran como una respuesta natural al emparedado en el que la realidad social tiende a convertirnos. Una respuesta ante los dos muros grises que nos cierran el paso: por un lado, ese Stamford donde tan sólo se muere, por el otro soberano aburrimiento uniformador de la “elegancia” organizada y social, impuesta. Hay estéticas que, en su disparate, en su sentimentalismo, son un acompañamiento lógico a la impulsiva respuesta filosófica que es el Rock&Roll. O a la que fue, al menos. En la alzada de furtivo spaguetti de De Ville confluyen muchas de las preguntas que he tratado de esbozar aquí, y me alegra ver que las respuestas –acaso equivocadas- fueron al menos fieramente vitales: sigo apreciando, sí, esa “elegancia” siempre quinquillera de maléfico pimp de extrarradio, ese sobreactuado heroin chick, ese hortera fulgor sobrellevado –igual que el de otros tantos- como un estigma y mostrado con orgullo como una cicatriz.

En próximas entregas monologaré sobre ello, a través de este insufrible verano que más parece una resaca demasiado larga: sobre casos diversos y aproximaciones variadas –y, créanme, hay muchas-; sobre el indie que quiso igualar el estilo a la vida común (y fracasó), sobre la diferencia entre moda y clase, sobre la pura elegancia interior al margen de trapitos, que también existe -o eso he creído creer yo, que nunca he gastado más de un minuto frente a un espejo y que no soy como mi padre, en esto-, del irremediable horterismo que nos aqueja y de aquellos que jugando con él, son capaces de salvarse de la debacle por el canto de un duro: de la elegancia como elemento no de cohesión, sino de distinción. De la elegancia como trabajo y de la elegancia como secreción natural de una idea, en fin. // LUIS BOULLOSA   

NOTA - La idea para esta serie se me ocurrió leyendo un excelente artículo de DIEGO MANRIQUE en El País que podéis ver AQUÍ. Gracias.

domingo, julio 21, 2013

CODE ORANGE KIDS - "Love is Love/Return to Dust"


Nuestro colaborador y guía espiritual, Luis Boullosa, vuelve a colaborar en prensa libre con una reseña de los fantásticos CODE ORANGE KIDS para esa magnífica publicación abisal que es COSMIC TENTACLES. podéis chequearla AQUÍ...

martes, julio 16, 2013

KAPUT EN PAPEL (cuando las almas puras dominaban la tierra)



El priorato de Sisán informa: KAPUT existió una vez en papel, ese formato del que quizá hayáis oído hablar a vuestros padres. Fue elaborado en zulos y madrigueras y expelido trabajosamente, traficado e intercambiado en garitos nocturnos, patios traseros y sótanos de farmacia. Aguantó el tipo durante cinco números hablando de parte de la crema del underground musical de entonces y se quedó en la orilla de una sexta entrega que aún, de vez en cuando, fantaseamos con terminar. Para quienes no tuvieran la ocasión se hacerlo crujir entre sus manos entonces, en un arranque de siglo que empieza a parecer lejano, procedemos a recuperar los pdf’s de los tres primeros números. En lo que a música se refiere, y dejando de lado algunos errores y baratijas, contienen bastante material de primera, y si bien el primer número es aún vacilante y aproximativo, el segundo es, probablemente, el mejor que llegamos a hacer jamás. Los fanzines son la única prensa libre, ¡disfrutadlos, pequeños mapaches del zen!

(en la imagen, Harry E., jefe del equipo de diseño, asombrado ante la tardanza de su puntual sándwich de salami de las once)

KAPUT 1

KAPUT 2

KAPUT 3

lunes, julio 15, 2013

THE BALLAD OF RINGO AND YOKO (I)



Nunca me he levantado con ganas de escuchar a los Beatles, así que nunca lo he hecho. Si nunca te levantas, una buena mañana de resaca, deseando, casi necesitando escuchar a una banda, es que es banda no es tan importante.

Cuando la gente me intimidaba con la pregunta más idiota del siglo, “¿Beatles o Stones?” yo respondía siempre “Kinks”, en parte por joder y en parte porque, en efecto, los Kinks me gustan más. Al menos más que los Beatles. Fuera del mundillo, nadie recordaba quien coño eran los Kinks; la cultura general popular es endeble como una capa de hielo sobre un lago en primavera. Y debajo sólo hay agua podrida.

Ayer, sin embargo, en contra de las indicaciones de mi barman de cabecera, de mi propio gusto y del sentido común, estuve escuchándolos,  a los Beatles. Era ya tarde noche, las otras dos opciones en la casa de verano de mi tía eran Mozart y Antonio Machín y no me sentía con fuerzas para regresiones tan profundas. Tampoco es que buceara mucho: dejé correr el segundo disco del grandes éxitos azul (1967-1970) y ya está. Es el que empieza con “Back in the USSR”, quizá mi canción favorita de los ingleses junto a “Happiness is a Warm Gun”. Saqué las siguientes conclusiones:

-Lo que ha hecho grandes a los Beatles no es su inapelable capacidad compositiva, sus hallazgos (hay bastantes), sus arreglos casi perfectos, que rozan lo barroco sin deturpar la canción (un barroco de segundo plano, digamos) ni sus pintas, moderadamente modernas, vendibles, irritantes en su justa medida para la época. Lo que los ha hecho grandes, masivos, conocidos hasta en el té de la tarde de la señora Chateaubriand, es su LIVIANDAD. Son leves e intrascendentes hasta la náusea y eso es algo a lo que el ciudadano medio no se puede resistir. Cuéntenme lo que quieran sobre la revolución. También son muy buenos, pero como todos ustedes saben, de eso no se come.

-Los BIG STAR, los mejores BIG STAR, esos que pasean desganados y abúlicos por una obra maestra de la decadencia occidental como “Sister Lovers”, no existirían sin cosas como “Across the Universe" y eso es algo que hay que agradecerles eternamente a los Fab Four. Que me guste más la copia que el original no es raro, yo también tengo mis detalles posmodernos: adoro ese deshilachado, heroinómano fulgor de réplica de los de Alex Chilton. Y me he levantado varios días de mi vida necesitando escuchar a los BIG STAR, sí.

-Los Beatles son la banda burguesa por antonomasia. Cuando alguno de esos amigos míos con los que he estrellado coches me empieza a contar lo grandes que son, ya sé que está definitivamente del otro lado, que ha cruzado la línea invisible. Los matrimonios, las hipotecas y la progresiva corrupción moral están al caer.

-Ringo Starr es un genio. Pasar por semejante banda sin apenas dejarse ver, hacer, pese al peso inevitable de la fama mundial, la vida que te plazca y sobrevivirles a todos (espero que nadie defienda que Paul está vivo a estas alturas) es digno de un talento mayor. Mis Beatles favoritos son sin duda Ringo y Yoko.

Más impresiones a vuelapluma dentro de diez años, cuando los vuelva a escuchar.