En el Rock&Roll la elegancia siempre es una
interpretación popular, barriobajera, si se quiere, de lo que la elegancia
debería ser o de lo que la elegancia fue. Un intento infantil de adivinar, y un
juego serio cuyos resultados, a menudo desastrosos, crean, sin embargo, un
nuevo tipo de elegancia, uno hecho con deseos y nostalgias de lo que no se
conoció, chispazos de lecturas juveniles, ímpetu más que cerebro y retales del
guardarropa de otros; una elegancia más afilada que la habitual, a la contra, y
que no pocas veces tiene de elegante apenas nada. Es otro estilo, y es normal
que muchos no lo puedan comprender: casi nada de lo que el Rock&Roll
considera elegante lo es en el mundo de lo común y burgués, en el reino de la
normalidad.
El Rock&Roll replantea el concepto mismo desde un punto de vista proletario y espiritual (y aunar ambos extremos es complicado, quizá antinatural). El Rock&Roll hace con la elegancia lo que hizo Oscar Wilde, aquel gordito irlandés encerrado a medias en su armario, y, al tiempo, lo que hizo Byron, aquel romántico que encontró una muerte apropiadamente absurda para su sueño opiáceo. Es un abigarrado, conflictivo retrato que mezcla ambas tendencias: Byron fue el aristócrata extravagante, el solitario, egomaníaco final de una línea decantada que, sorprendentemente, inclinaba su torso y giraba su mano pálida hasta tocar el punk. Wilde ejecutaba un gesto similar viniendo del lado opuesto del espectro. Y terminaba por alcanzar el mismo punto, el drama, al sabotear la idea misma de la elegancia establecida. Wilde rocía la estética de ingenio y el ingenio de estética, y se folla al hijo de un Lord en simbólico acto de justicia poética sexual. Por desgracia, no puede evitar caer rendido ante una elegancia doblemente letal: el perro de dos cabezas de la pura belleza y de la tradición. Ambos, Wilde y Byron, se inmolan, tan llenos de contradicciones como de genio.
Habría que concluir, en todo caso, que la elegancia de los poetas -de los bardos, de los artistas- y la de la burguesía acomodada son esencialmente distintas. La primera está en contacto con el pueblo, con el humus, con la tierra, y por tanto goza de un elemento barrial, popular, cotidiano, hortera, si se quiere; es vodevilesca, irónica, extravagante. La otra se crea por oposición a todo eso, por miedo a todo eso, y no tarda en caer en una curiosa y aburrida atonalidad. La primera siempre goza de un carácter de celebración y de un elemento teatral, de personaje, la segunda es esencialmente una barrera contra los piojosos y una muestra de respeto a las cadenas (esa es una paradoja de la que merecería la pena hablar largamente – hacia la excelencia por el aburrimiento mortal). La primera es un intento de distinción personal, la segunda, simplemente, uno de separación social. Por otro lado, la aristocracia, que fue quien creo los conceptos de elegancia y de estilo, hace tiempo que desapareció, por lo tanto es difícil, aunque no imposible, interrogar a sus integrantes sobre la idea original. Por lo que a mí respecta, la extravagancia señorial que muestran los rockeros está a menudo más cerca de ese concepto aristocrático que la gris pulcritud de los señores del dinero. En su riqueza, los burgueses son esclavos. En su pobreza, los rockeros (los artistas) son esencialmente príncipes, aristócratas autoproclamados por la pura potencia de su espíritu y su inconsciencia social. Kamikazes del estilo. Gloriosas estrellas fugaces –aunque a veces, es cierto, les acabe costando distinguir entre el dandi y el bufón-.
En próximas entregas monologaré sobre ello, a través de este insufrible verano que más parece una resaca demasiado larga: sobre casos diversos y aproximaciones variadas –y, créanme, hay muchas-; sobre el indie que quiso igualar el estilo a la vida común (y fracasó), sobre la diferencia entre moda y clase, sobre la pura elegancia interior al margen de trapitos, que también existe -o eso he creído creer yo, que nunca he gastado más de un minuto frente a un espejo y que no soy como mi padre, en esto-, del irremediable horterismo que nos aqueja y de aquellos que jugando con él, son capaces de salvarse de la debacle por el canto de un duro: de la elegancia como elemento no de cohesión, sino de distinción. De la elegancia como trabajo y de la elegancia como secreción natural de una idea, en fin. // LUIS BOULLOSA
NOTA - La idea para esta serie se me ocurrió leyendo un excelente artículo de DIEGO MANRIQUE en El País que podéis ver AQUÍ. Gracias.
El Rock&Roll replantea el concepto mismo desde un punto de vista proletario y espiritual (y aunar ambos extremos es complicado, quizá antinatural). El Rock&Roll hace con la elegancia lo que hizo Oscar Wilde, aquel gordito irlandés encerrado a medias en su armario, y, al tiempo, lo que hizo Byron, aquel romántico que encontró una muerte apropiadamente absurda para su sueño opiáceo. Es un abigarrado, conflictivo retrato que mezcla ambas tendencias: Byron fue el aristócrata extravagante, el solitario, egomaníaco final de una línea decantada que, sorprendentemente, inclinaba su torso y giraba su mano pálida hasta tocar el punk. Wilde ejecutaba un gesto similar viniendo del lado opuesto del espectro. Y terminaba por alcanzar el mismo punto, el drama, al sabotear la idea misma de la elegancia establecida. Wilde rocía la estética de ingenio y el ingenio de estética, y se folla al hijo de un Lord en simbólico acto de justicia poética sexual. Por desgracia, no puede evitar caer rendido ante una elegancia doblemente letal: el perro de dos cabezas de la pura belleza y de la tradición. Ambos, Wilde y Byron, se inmolan, tan llenos de contradicciones como de genio.
Habría que concluir, en todo caso, que la elegancia de los poetas -de los bardos, de los artistas- y la de la burguesía acomodada son esencialmente distintas. La primera está en contacto con el pueblo, con el humus, con la tierra, y por tanto goza de un elemento barrial, popular, cotidiano, hortera, si se quiere; es vodevilesca, irónica, extravagante. La otra se crea por oposición a todo eso, por miedo a todo eso, y no tarda en caer en una curiosa y aburrida atonalidad. La primera siempre goza de un carácter de celebración y de un elemento teatral, de personaje, la segunda es esencialmente una barrera contra los piojosos y una muestra de respeto a las cadenas (esa es una paradoja de la que merecería la pena hablar largamente – hacia la excelencia por el aburrimiento mortal). La primera es un intento de distinción personal, la segunda, simplemente, uno de separación social. Por otro lado, la aristocracia, que fue quien creo los conceptos de elegancia y de estilo, hace tiempo que desapareció, por lo tanto es difícil, aunque no imposible, interrogar a sus integrantes sobre la idea original. Por lo que a mí respecta, la extravagancia señorial que muestran los rockeros está a menudo más cerca de ese concepto aristocrático que la gris pulcritud de los señores del dinero. En su riqueza, los burgueses son esclavos. En su pobreza, los rockeros (los artistas) son esencialmente príncipes, aristócratas autoproclamados por la pura potencia de su espíritu y su inconsciencia social. Kamikazes del estilo. Gloriosas estrellas fugaces –aunque a veces, es cierto, les acabe costando distinguir entre el dandi y el bufón-.
Mi padre, que era uno -un dandi- tenía un sastre en Madrid (probablemente
en los primeros sesenta) que le hacía los trajes que él se inventaba, empeñado
en distinguirse y en epatar, en que el atuendo fuese también un símbolo de
diferencia, no con respecto al proletario, al que apenas contemplaba, sino a su
propio entorno social de clase alta. Un día llegó con una idea estrafalaria
para un cuello de camisa. “No se preocupe”, le respondió el sastre tras
escuchar su explicación, “estas cosas ya las hacía yo en cuba en el año veinte”.
Quizá todo sea reinterpretación, incluso aquello que consideramos más propio. Y
en el rock&Roll la reinterpretación es parte del corazón del asunto. Reinterpretación
y originalidad como elementos no contrapuestos.
Revisando fotos que había almacenado para ilustrar esta serie de artículos, me doy cuenta de que había olvidado a uno de los más sintomáticos rockeros “elegantes”, uno que encarna todo el conflicto, la dualidad y la paradoja que he intentado esbozar en las líneas anteriores: Willy De Ville. Es uno de esos esenciales, entrañables secundarios de la intrahistoria del rock, y tuve la suerte de poder verle en directo, una sola vez, poco antes de que muriera, en Gijón; si finalmente esta inicial reflexión se convierte en una serie de retratos, quizá el de Willy, por su mismo fulgor de secundario, debería encabezarlos (Al cabo, ¿Qué es el Rock&Roll hoy, sino un género secundario?). Sí, debería estar ahí en su gloria pasada, la de los setenta y los ochenta, con ese guapo subido de chulazo de barrio latino, con ese aura gelatinosa de tahúr cínico, remedo de serie Z de un Doc Holliday urbano y yonqui, con ese ese narcótico, gatuno aferrarse suyo a mitos inventados. Incluso en sus mejores y apreciables discos –“Cabretta”, “Return to Magenta”, los primeros, como Mink De Ville- su música es, como esa elegancia, de tercera mano, afrancesada via Nueva Orleans, criolla, aproximativa, disfrutable pero nunca excelsa… un guiso colorido improvisado, una receta digerida con trabajo y no del todo natural. Y sin embargo sintomática, tanto en sus tiempos de gloria como en la prematura vejez, cuando la luz era demasiado intensa sobre él, las pocas veces que le daba. Era difícil, entonces, tragarse sus chorreras, sus excesos, su demacrada figura final, su agitanado cool de carromatos y su vudú de cartoné. Lo cierto es que a todos nos va bien el blanco y negro y la juventud; a algunos incluso los sepias y la mediana edad. A casi nadie el technicolor y la decrepitud de viejo yoncarra. Johnny Thunders mola porque jamás envejeció. Keith Richards, quizá, porque nació viejo ya.
Ojeando la Wikipedia –no tengo ninguna biografía de De Ville, y sólo cuatro o cinco discos suyos; me ha interesado más como símbolo que como personalidad- nos encontramos, inevitablemente, otro ejemplo de niño proletario que salió por la tangente. Dice él mismo de su ciudad de nacimiento, Stamford: “era post-industrial. Todo el mundo trabajaba en fábricas, ya sabes. Yo no. Yo no hubiera cogido eso. La gente de Stamford no llega muy lejos. Es un sitio donde mueres”. ¿Por qué nos pueden fascinar esos apaños? Quizá porque se muestran como una respuesta natural al emparedado en el que la realidad social tiende a convertirnos. Una respuesta ante los dos muros grises que nos cierran el paso: por un lado, ese Stamford donde tan sólo se muere, por el otro soberano aburrimiento uniformador de la “elegancia” organizada y social, impuesta. Hay estéticas que, en su disparate, en su sentimentalismo, son un acompañamiento lógico a la impulsiva respuesta filosófica que es el Rock&Roll. O a la que fue, al menos. En la alzada de furtivo spaguetti de De Ville confluyen muchas de las preguntas que he tratado de esbozar aquí, y me alegra ver que las respuestas –acaso equivocadas- fueron al menos fieramente vitales: sigo apreciando, sí, esa “elegancia” siempre quinquillera de maléfico pimp de extrarradio, ese sobreactuado heroin chick, ese hortera fulgor sobrellevado –igual que el de otros tantos- como un estigma y mostrado con orgullo como una cicatriz.
Revisando fotos que había almacenado para ilustrar esta serie de artículos, me doy cuenta de que había olvidado a uno de los más sintomáticos rockeros “elegantes”, uno que encarna todo el conflicto, la dualidad y la paradoja que he intentado esbozar en las líneas anteriores: Willy De Ville. Es uno de esos esenciales, entrañables secundarios de la intrahistoria del rock, y tuve la suerte de poder verle en directo, una sola vez, poco antes de que muriera, en Gijón; si finalmente esta inicial reflexión se convierte en una serie de retratos, quizá el de Willy, por su mismo fulgor de secundario, debería encabezarlos (Al cabo, ¿Qué es el Rock&Roll hoy, sino un género secundario?). Sí, debería estar ahí en su gloria pasada, la de los setenta y los ochenta, con ese guapo subido de chulazo de barrio latino, con ese aura gelatinosa de tahúr cínico, remedo de serie Z de un Doc Holliday urbano y yonqui, con ese ese narcótico, gatuno aferrarse suyo a mitos inventados. Incluso en sus mejores y apreciables discos –“Cabretta”, “Return to Magenta”, los primeros, como Mink De Ville- su música es, como esa elegancia, de tercera mano, afrancesada via Nueva Orleans, criolla, aproximativa, disfrutable pero nunca excelsa… un guiso colorido improvisado, una receta digerida con trabajo y no del todo natural. Y sin embargo sintomática, tanto en sus tiempos de gloria como en la prematura vejez, cuando la luz era demasiado intensa sobre él, las pocas veces que le daba. Era difícil, entonces, tragarse sus chorreras, sus excesos, su demacrada figura final, su agitanado cool de carromatos y su vudú de cartoné. Lo cierto es que a todos nos va bien el blanco y negro y la juventud; a algunos incluso los sepias y la mediana edad. A casi nadie el technicolor y la decrepitud de viejo yoncarra. Johnny Thunders mola porque jamás envejeció. Keith Richards, quizá, porque nació viejo ya.
Ojeando la Wikipedia –no tengo ninguna biografía de De Ville, y sólo cuatro o cinco discos suyos; me ha interesado más como símbolo que como personalidad- nos encontramos, inevitablemente, otro ejemplo de niño proletario que salió por la tangente. Dice él mismo de su ciudad de nacimiento, Stamford: “era post-industrial. Todo el mundo trabajaba en fábricas, ya sabes. Yo no. Yo no hubiera cogido eso. La gente de Stamford no llega muy lejos. Es un sitio donde mueres”. ¿Por qué nos pueden fascinar esos apaños? Quizá porque se muestran como una respuesta natural al emparedado en el que la realidad social tiende a convertirnos. Una respuesta ante los dos muros grises que nos cierran el paso: por un lado, ese Stamford donde tan sólo se muere, por el otro soberano aburrimiento uniformador de la “elegancia” organizada y social, impuesta. Hay estéticas que, en su disparate, en su sentimentalismo, son un acompañamiento lógico a la impulsiva respuesta filosófica que es el Rock&Roll. O a la que fue, al menos. En la alzada de furtivo spaguetti de De Ville confluyen muchas de las preguntas que he tratado de esbozar aquí, y me alegra ver que las respuestas –acaso equivocadas- fueron al menos fieramente vitales: sigo apreciando, sí, esa “elegancia” siempre quinquillera de maléfico pimp de extrarradio, ese sobreactuado heroin chick, ese hortera fulgor sobrellevado –igual que el de otros tantos- como un estigma y mostrado con orgullo como una cicatriz.
NOTA - La idea para esta serie se me ocurrió leyendo un excelente artículo de DIEGO MANRIQUE en El País que podéis ver AQUÍ. Gracias.
10 comentarios:
La historia gira alrededor de un desastre, una explosión en la cual fallecen más de 600 personas en Stamford, Connecticut, provocada por Nitro, cuando mantenía una pelea con Namorita afueras de una escuela, mientras un camarógrafo filma la batalla; el villano utiliza su superpoder para generar una explosión que destruye casi toda la ciudad. Como respuesta, el Gobierno de los Estados Unidos promulga la "Ley de Registro de Superhumanos" obligando a que todos aquellos que posean superpoderes desvelen su identidad secreta y trabajen para las autoridades. Los superhéroes se dividen en dos facciones principales, a favor y en contra del Registro. Iron Man encabeza la postura favorable al registro, con el respaldo del Gobierno y la organización S.H.I.E.L.D., mientras que el Capitán América encabeza un movimiento de resistencia clandestino. El crossover logró notoriedad fuera de los medios especializados en la historieta por dos sucesos que tuvieron lugar en el marco del mismo: la anulación de la identidad secreta de Spider-Man, y la muerte del Capitán América.
Los super son los menos elegantes de los héroes...
dejemos la historia rosa en que Wilde era el follado de profundis.
Demasiado corazón.
Me ha gustado mucho el enfoque que le das, opino básicamente como tu en varias partes, de hecho la referencia a De Ville me parece casi anecdótica, una excusa dentro de una temática mas amplia y -al menos para mi- mas interesante, la de la elegancia barriobajera y rockera versus su homónima burguesa. Creo que es la parte que mas me ha gustado.
Lo movere por el caralibro, a algun freak de los que tengo por ahi apuntados seguramente le guste tanto como a mi.
Gracias, niño!
Es un placer ver que alguien se lee los posts...
Si tal escríbeme un mail a la dirección de la revista para que tenga tu mail y te pueda informar de bolos y demás majaradas. En septiembre saco un libro sobre música también...
revistakaput@gmail.com
UN ABRAZO FUERTE!
Y en efecto, Willy es anecdótico dentro de la gran discusión, aunque sirve para ilustrarla, como otros tantos...
¿ En septiembre ?
Si ya lo presentaste a finales de Mayo..............................
Pues otra vez...
"La primera siempre goza de un carácter de celebración y de un elemento teatral, de personaje, la segunda es esencialmente una barrera contra los piojosos y una muestra de respeto a las cadenas (esa es una paradoja de la que merecería la pena hablar largamente – hacia la excelencia por el aburrimiento mortal)."
Por favor, hable ya largamente de ese "respeto a las cadenas"!!!
El post, magnífico.
Quizá lo haga pronto... GRACIAS por leerlo!
Saludos
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