sábado, noviembre 04, 2017

THE NEVER ENDING ROLLING MINDFUCK SERIES (5)



Cult of Youth – Cult of Youth (Sacred Bones, 2011)

Uno se descuida y le ha pasado una década por encima. Agreste entente de punk/folk/dark con cierto predicamento entre entendidos, los americanos Cult of Youth siguen siendo nuevos para mí, porque los conocí con su disco End of Days (Sacred Bones, 2015), apenas hace dos años; sin embargo este artefacto homónimo del que hablamos hoy cuenta ya siete ciclos a sus espaldas, aunque suene bastante atemporal (¿se puede ser BASTANTE atemporal? Eso deseamos todos). En todo caso, es lo que tiene la oscuridad: el apocalipsis, incluso en sus formulaciones moderadas, raramente pasa de moda completamente; siempre alude a nuestra sed de final, y nuestra sed de final es omnívora.

Durante mucho tiempo no supe a qué atenerme con ellos, en realidad, juzgando por End of Days, al que, no sin humor, definieron como “un Pet Sounds post industrial”. Algunas cosas allí me gustaban mucho, otras, acaso algunas voces, me chirriaban y me sacaban de contexto. Algo chocaba dentro del núcleo, y yo no sabía si la fricción me repelía o me atraía. Pensé en comprarme el artefacto. No lo hice, al final.

El verano pasado asistí al festival Entremuralhas, de Leiría (Portugal), uno de esos eventos excepcionales y perfectamente organizados que los portugueses saben montar con cien veces más tino que nosotros. Allí vi a algunas bandas interesantes con diferente gama de grises, algunos despropósitos oscurantistas  y también a los maravillosos Bärlin, de los que hablaré pronto extensamente. En un rato libre, ojeando puestos, me encontré este disco de debut a buen precio, y me lo llevé, junto con esa joya que es “Innocence is Kinky” de Jenny Hval (del que también tendré que hablar, inevitablemente). Ninguno de los dos eran el disco del momento, sino discos de inicio, ya con polvo sobre sí, y eso me agradó. Empecemos por el principio, me dije. Ambos sonaron todo el viaje en coche de vuelta a casa, hacia ese supuesto norte que Galicia cree ser.

Fue en ese trayecto donde empecé a quererles de verdad, por las mismas razones por las que otros podrían detestarlos. Hay cierta obviedad en sus parámetros, cierta –clara, ¿buscada?- tosquedad en las voces, una evidente aspereza en su aproximación a un género (difuso, pero existente) que normalmente exige más delicadeza o más pretensiones. Todo en ello suena como si unos punkis artesanales y autodidactas (ignoro si lo son, pero lo parecen) hubiesen decidido dar su visión de las cosas usando métodos y canales ajenos, por los que circulan dando tumbos pero sin miedo alguno. Creo que en esa falta de miedo está el triunfo, precisamente, en esa naturalidad con la que se dejan fluir a través del cableado abrazando influencias diversas y a menudo contradictorias (y probablemente en algunos casos inconscientes), irrumpiendo en salones tenues que no deberían ser los suyos con la desfachatez de los bárbaros, pero al tiempo con un mar de fondo propio.

Si ejecutamos el típico análisis por comparación –a veces detestable por reiterativo, pero útil aquí- podríamos afirmar, por ejemplo que “Monsters” tiene un relente a Leonard Cohen, si se va más allá del trazo grueso de la voz y de la pulsión folk, o que podría ser una maqueta de unos 16 Horsepower menos engolados y menos americanazos; o que en “Casting Thorns” abrazan sin miedo a Death in June y su capacidad para hacer del desafine una virtud; o que en “Through the Fear” esos Death in June se mezclan, osadamente, con un halo a lo Magnetic Fields, virando el disco a (más) pop; o que en “Weary” los tales Magnetic Fields mutan hacia Belle & Sebastian, por debajo de la oscuridad, para regresar después a Death in June de nuevo en “Lorelei” en incluso rozar a unos hipotéticos Swans de caballería ligera.

Ahora volvamos al primer tema, la percusiva emboscada de folk punk oscuro bañada en Spaguetti Western que es “New West”: ¿En serio estos tipos tienen algo que ver con Belle and Sebastian? Bien, regresemos de nuevo a “Weary”, sexto corte… Pues sí, si lo tienen, al menos si conseguimos imaginar a Belle and Sebastian planeando funerales vikingos, picando speed y bebiendo mesk (1) bajo los puentes de una urbe abandonada. Y ahí está, ahí está el punto. Ahí la complejidad que no queríamos ver. Ahí uno de los puentes mágicos dentro de un disco modesto. Por supuesto encontrar esos puentes exige profundizar: ninguno está a la vista. Es posible incluso que para usted, lector, no existan.

Cult of youth es una banda bastarda, pues, y aparentemente errática; cruda y (aparentemente, de nuevo) no sofísticada, pero es capaz de hacer de todo ello una virtud y de tomar al asalto territorio aparentemente prohibido. Una banda de bar en el Valhalla, haciendo botellón de calimotxo y discutiendo a gritos sobre el fin de la historia. Su simpleza aparente nos conecta con ellos a un nivel visceral, y así su oscuridad no nos resulta ajena, sino propia, y al cabo de un rato estás dentro, y después, aunque no tengas la sensación de estar ante ninguna obra maestra, terminas volviendo al disco una y otra vez para descubrir planicies y delicadezas inesperadas. O así me ha pasado a mí. Sí, es posible que este “Cult of Youth” sea uno de esos discos menores que uno acaba transitando mucho más que los supuestamente mayores. Y, al final, ¿cuáles son los discos mayores, sino aquellos que influyen en tu vida? Dejemos la historia del pleistoceno y el la papilla de los rankings para otros.

El compositor del grupo, era, y sigue siendo, Sean Ragon, que posa en el interior en instantánea vagamente homoerótica y que firma las letras de todas las canciones y música de la mayoría, hasta tal punto que no es descabellado considerar a la banda como “su” banda (si, no nos engañemos, LA banda siempre es de alguien: de uno o, como mucho, de dos. No conozco ninguna banda de tres). Más allá de lo musical, no diré que sus letras son geniales. Son, en realidad, como la banda misma, ásperas, faltas de sutileza a veces, dignas en los mejores casos, de una banda de crust arcano, vegano y pagano algo evanescente. Tienen, sin embargo, una saludable y obsesiva tensión de fondo y ocasionales hallazgos. Por ejemplo: “Son of a Man / And head of a clan / A master of dogs / And killer of gods”. Convengamos en que esas cuatro líneas puede ser una simplona bravata jevarra, pero también una oscura amenaza de crustie con perro que ha leído a Nieztsche. La primera opción me permite una sonrisa. Con la segunda mi sonrisa es más amplia y su tono varía.

Toda gran obra, en fin, tiene siempre varios misterios en su interior. Ésta, modesta pero intensa, contiene al menos uno, para mí. Un misterio que ni siquiera es necesario desentrañar porque basta con disfrutarlo: cómo en su supuesta simpleza es capaz de revivir en mí el viejo sentimiento de extrañeza e incomodidad, las viejas ganas de andar por las calles ignotas, fumando pitillos en los portales, viendo pasar los perros mojados, sabiendo que uno es distinto aunque sin saber ni el porqué ni qué hacer con semejante evidencia. Un solo misterio vale un disco, a veces. //L.B.


NOTAS

1. El Mesk es una bebida casera, mezcla de sabe dios qué, que nos ofrecieron unos chavales punkis en Suecia, hace años. Aseguraban que colocaba aunque también aseguraban sabía como el coño de su abuela (literal). Ni tan mal.



jueves, noviembre 02, 2017

NEVER ENDING ROLLING MINDFUCK SERIES (4)


Tom Waits – Swordfishtrombones (Island, 1982)


Después de mucho tiempo, volví a conectar el estéreo que me regaló mi hermana hace cinco años. Lo hice por pura supervivencia. Sus padres se habían ido y quien fuera que estuviese cuidando de mis cuatro sobrinos había dejado a tres de ellos a cargo de la televisión. El piso superior de esta casa de verano  en cuya última habitación, sin puertas, trabajo, vibraba hasta el último rincón con la bulla de los superhéroes y las supernenas, y con el sinth pop barato e “inteligente” de las series baratas e “inteligentes” de nuevo cuño.

Mi estéreo es un cacharro moderno y que salió malo; un niño caprichoso que se niega a reproducir cds a menos que sean originales y estén intactos -como poco en esa “near mint condition” de la que alardean en internet los vendedores privados de baratijas-. Esta vez, sin embargo, pareció responder con largueza y arrancó, quizá por espeto al disco mismo (hace esas concesiones ocasionales con los clásicos). Había barajado escribir sobre “Anarkophobia” de Ratos de Porao y el “Learn to Sing Like a Star” de mi querida Kristin Hersh, dos largos dignos, buenos incluso, si se administran en el instante adecuado del día adecuado, pero sentía que necesitaba algo fuerte para el espíritu dentro de aquel laberinto infantil; algo más allá del mero combate o de la lamentación en serie, así que “Swordfishtrombones” me pareció la medicina adecuada. Entre tema y tema, o cuando el disco rebajaba la tensión para fluir a través de sagaces miniaturas instrumentales, aún podía escuchar, viniendo del salón, la patética y aguda jerga de los anuncios y el lavado de cerebro.

Tiene algo de pavoroso y otro tanto de familiar (de histórico, si se quiere) observar a los niños convertidos en vainas inertes, más allá de la hipnosis, como profundas esponjas empapadas en mierda de colores. Si uno no tiene hijos, claro; si los tiene supongo que lo único que ve en esa estampa digna de un poster de Winston Smith para los Kennedys es el tiempo ganado, la pausa en el suplicio, que decía el otro. Por otro lado, doy fe también de que con Tom Waits sonando cualquier mascarada se vuelve más paladeable y al final uno acaba recuperando ese absurdo beat vitalista que había extraviado, ese nervio necesario que la familia tiende a matar; al cabo de un rato empiezas a sentirte vagamente capaz de vestirte de flautista y terminar llevando a los críos al bosque, a golpe de gruñido y carraspera, para que encuentren allí su destino, en una gruta, casi en el centro de la tierra. El universo en sus picos de crueldad suele vestirse de carnaval.

Es por esa cualidad vigorizante de Waits, incluso en sus momentos más abisales, que he podido, entonces, terminar este texto pese a los cabreos varios, la sombra de decepciones de largo recorrido y la permanente interferencia. Es decir, pese a una  familia que, como todas, no está para andar sacrificando corderitos para el hijo pródigo.

A la mañana siguiente, cuando desperté y bajé al salón para proseguir el trabajo, la abuela de los críos (mi madre) había retomado el pulso educativo clásico y disputaba una reñida partida de ajedrez con los dos nietos mayores. Puse el disco de nuevo, de fondo, y me enzarcé alegremente en la disputa. Le di un mate fácil a la abuela en la primera. En la segunda la cosa se complicó y se convirtió en el laborioso acoso y derribo de un rey negro que bailaba claqué por medio tablero, esquivando bishop fire a tutiplén con la gracia de un mono borracho. Tom hubiese hecho un buen tema con toda la situación.

-¿Por qué pones esta música?- preguntó la nieta mayor, de ocho años.

-Porque me gusta, ¿A ti no?

-No

Luego se quedó silenciosa. Un rato después estábamos con Baltasar atrincherado en un caseto de la planicie entre dos caballos de su guardia, que muere pero no se rinde, mientras el disco navegaba, muy apropiadamente, por “Down, Down, Down”. La niña intervino de nuevo:

-Esta música está muy bien para jugar al ajedrez… porque es como una batalla, aunque no me guste.

Varios puntos para ella. Primero, por entender que el ajedrez, quizá el juego más violento del mundo, es una batalla sin cuartel. Pero eso no era tan difícil. Segundo, por entender que una música que puede no decirte nada en seco puede ser, sin embargo, perfectamente procedente en un contexto distinto. Masacrada a diario por radiofórmulas y “Mambrú se fue a la guerra”, no es poca cosa llegar hasta ahí tú sola (1). Tercero, por ser capaz de quedarse pensando un rato antes de modificar el speech inicial y conceder cierta razón al otro, capacidad que los adultos parecen haber perdido por completo.

No conseguí sin embargo que jugase contra mí. Después de la pírrica victoria de un servidor una semana atrás, tanto ella como su hermano se negaban a volver a perder. Competitivos puros por la sangre de ambas alas familiares y acostumbrados a victorias fáciles, les auguro un duro aprendizaje vital. Tom podrá ayudarles también con eso, seguro, en algún recodo del futuro.

Tiempo y alteración

Decía el subnormal de Steve Jobs que lo más importante del mundo es el tiempo, y que es gratis. La afirmación es falaz, criminal casi; un escupitajo en la cara del resto del mundo, porque el tiempo es sin duda, esencial, y como tal ha sido cuidadosamente gravado: pagamos una tasa leonina por cada gramo que se nos concede. Es, por tanto, un acto principesco el regalarlo a quienes apreciamos. Saber regalar el tiempo es un aprendizaje espiritual, y quien hace música o escribe –quien tiene hijos también, acaso- lleva esa generosidad implícita en su trabajo. Y así es que regalé mi tiempo mañanero al ajedrez y a los sobrinos, contento esta vez de hacerlo, mientras, a través de Swordfishtrombone,s Waits me regalaba el suyo, esa gomosa y árida extensión que es muchas vidas aunque dure poco más de cuarenta minutos.

Cualquiera capaz de hacer un gran disco o un gran libro es capaz de acuñar tiempo nuevo, y luego nos lo entrega, como amigable ofrenda. Que el tiempo se expande y se contrae mientras uno escucha música es una certeza perceptiva que no vale la pena discutir (2). Media hora con los ramones puede ser el equivalente a un minuto de luminoso subidón de anfetamina picada adolescente, aunque tengamos cuarenta años ya (dejen de hacer bandas de covers, por Dios). Otros artefactos sonoros invierten ese estado. Por ejemplo, mientras trabajo en este texto dejo a ratos de escuchar Swordfishtrombones y me pongo un disco llamado Barrow, de la banda Cemeteries: me regala una especie de pop ensoñador, minimal y percusivo, levemente siniestro y engastado con ocasionales y moderados crescendos; es un disco todo aura de día desapacible a borde de playa pedregosa, que hace honor a su portada, la instantánea gris de una costa desierta contra la que se recortan un par de volátiles desenfocados. Es Barrow, también, uno de esos discos de alteración temporal. Sus recursos para tal magia son de segunda mano (no sé si hay algo de primera mano en este mundo, en realidad), pero funcionan: llegan hasta el punto anterior a la narcosis y te dejan ahí, pendiendo de los graves y de algo que hipotéticamente podría suceder pero no llega. Cemeteries amenazan con ser discursivos, pero el pulso niega la intención de las voces y el avance es una ilusión: seis o diez temas después sigues en la misma playa, los pájaros borrosos permanecen en el campo de visión, y ciertamente no sabes si ha pasado una hora o tres días. También es, en consecuencia, un disco bueno para escribir reseñas (3).

La gama de alteración temporal de Swordfishtrombones es más compleja que la de Barrow, desde luego, aunque los mimbres con que la construye Waits son tan viejos y manidos como los usados por Cemeteries, o más. Pasado un cuarto de siglo desde que comprara el cd y 35 años desde que el disco viese la luz, se añade a tal efecto, del que hablaremos después, la necesidad de viajar al dudoso pasado propio para poner en (mi) contexto el trabajo.

Bits & journeys

Yo adquirí la obra maestra de Tom (una de varias, ésta) cuando tenía 16 o 17 años. La compré en la única tienda de discos de Pontevedra que entonces, sin excesos, mostraba material interesante y variado, Bits. La pegatina de la tienda aún está en la caja. Yo nunca retiro las pegatinas ni los precios: algunos se caerán solos y otros permanecerán como señales medio borradas de algo vago y distante, y así es como me gusta que sea. Llegué hasta Waits, en todo caso, por el Ruta 66. Quizá leyese allí que Swordfishtrombones era uno de sus mejores discos experimentales, o quizá era el único que tenían ese día en la tienda. Recuerdo, eso sí, que como con tantos trabajos visionarios comprados entonces (Arise, de Sepultura, o The Low Road, de los Beasts of Bourbon, por citar dos de géneros dispares) en su momento no entendí gran cosa. Ahora el recuerdo de aquella sensación de “no entiendo nada pero sospecho que aquí hay algo grande” me resulta casi tierno. Tan tierno al menos como mis sobrinos no comprendiendo por qué les gano al ajedrez, siendo yo este pobre diablo exiliado, casi mendicante, al que la tribu tolera apenas y mira de reojo. En aquel tiempo, sin embargo, un disco que no te estallase en las narices después de haberte gastado un par de talegos en él era en gran parte una decepción. Normal. En todos esos discos persistí, y todos los acabé entendiendo de más de una manera, lo cual dice algo de mi propio instinto, del de mis consejeros y del de la prensa musical de la época.

En concreto, el caso de los “Trombonespezespada” -el disco con el que Waits, aún lejos de su gloria absoluta, rompía con su pasado y, sin renegar de la tradición, abrazaba otros mundos- fue intermedio, porque recuerdo que sí fui capaz de aferrarme a su parte más rítmica. Ahora, volviendo a él, comprendo que en efecto hay una inmediatez pegajosa como la sarna en “Underground”, que abre amenazante y profética el largo, “16 Shells from a Thirty-Ought-Six”, “Down, Down, Down”, o “Gin Soaked Boy”, y quizá también a la resultona historia white trash empapada en jazz de “Frank’s Wild Years”, siempre soberbia aunque siempre forzadamente ingeniosa, como un efectivo chiste de bareto que no terminase de añejar. Me perdía sin embargo en las demás subidas y bajadas emocionales y en los harapos instrumentales, cosas como “Dave the Butcher”, “Soldier’s Things”, “Johnsburg, Illinois”, “Town with no Cheer” o la fantasmal “Rainbirds” pasaban por mi sin daño pero sin efecto. Como cualquier niño, mis emociones eran aún mis emociones y aunque algunas fuesen inyectadas por herencia, esa segunda mano de la que hablábamos no había establecido todavía su reino verdadero. El teatro mismo quedaba lejos, y la vida convertida en teatro, esa en la que todos acarreamos un baúl lleno de recuerdos y de disfraces, esta de hoy, quedaba más lejos aún.

Tom Waits es difícil para la juventud primera -aunque tenga una puerta abierta a la niñez gracias a su sentido del humor gamberro- por la misma razón por la que es capaz de alterar el tiempo: sus grandes discos son panorámicas sociales, pero están contadas por alguien que regresa y que hace voces desde una barra de bar olvidado o desde una silla prestada junto al fuego, y la sociedad de la que hablan ya ni siquiera es esta. Los exabruptos del viejo pirata que ha estado fuera largos años, sus cantinelas más salvajes, pueden exaltar, sin duda, a la chiquillería, pero existen recovecos y planicies, sentimentalidades, ñoñerías y crueldades que esa chiquillería aún no puede comprender y que requieren del mundo pasado y deshecho; de la ida, la vuelta, el destierro, el exilio y el reino; de la comprensión de que las emociones, en un punto, pasan a ser esencialmente retrospectivas y fantasmales. Es decir, del viaje. Nadie que no haya pasado por el viaje puede escribir un disco así, y nadie que no haya pasado por el viaje puede empezar a entenderlo en su totalidad (4). Será sólo el niño adicto al misterio, pues, aquel para el cual lo incomprensible es un acicate, el que persista en ese camino y, con el tiempo, abra los ojos y comprenda más allá del puro stomp. Hasta cierto punto, sólo la amputación futura nos permite comprender a Tom Waits en toda su extensión. Y sólo la intuición de ésta nos ayuda a persistir en él.

Así, como en cualquiera de esas historias antiguas donde el niño se fascina y el adulto se reconoce, como en cualquiera de aquellas primigenias reuniones al fuego de la lumbre o el licor, que pertenecen a otra era pero sobreviven en esta, encapsuladas, en Swordfishtrombones el tiempo se suspende y se abre otro tiempo dentro del tiempo. Y si uno se descuida, como decía Moe Tucker, puede que acabe pasando "una semana allí la noche pasada”. Por suerte o por desgracia para mí, este disco de viajes me encuentra, en esta ocasión, de vuelta ya de unos cuantos y perfectamente capaz de entrar en ese tiempo detenido que fluye dentro; capaz también de entender esas tristezas, a veces delicadas y a veces brutales, que en niño del 92 sólo intuía. ¿A quién pertenecen? Son universales, se entiende, y todos los que pensamos llegamos a ellas un día, aunque aquí estén vestidas con los harapos de militares, vagabundos, viajantes y borrachos de un mundo espectral que se parece sospechosamente a la américa de las décadas de los treinta, los cuarenta y los cincuenta en EEUU, es decir, a la américa de adolescencia e infancia del mismo Waits. A la patria del hombre, si se quiere (5).

Dinámica y derrotas

Otra de las virtudes de Waits es la de imbuir de dinámica a ese viaje que narra, y que, en seco, no tendría más épica que la, muy dudosa, de la derrota, ni más brío que la necrológica de un don nadie. No hay grandes gestas, en efecto, en este disco, aparte de las que concede, a trompicones, la supervivencia misma en malos tiempos. La de los derrotados y los perdidos. Y sin embargo, el disco se mueve, vivaz, al saber intercalar las canciones “menores”, esos harapos instrumentales de los que hablaba antes, entre las reflexiones de mayor calado: Sabe Waits, igual que Melville o Céline, que para retratar la vida no basta con contar sus picos; que la vida misma está hecha en un noventa por cien de agua estancada, tedio y espera (6). Así, el equilibrio de un álbum que recrea la vida (aunque sea una vida múltiple contada en una barra) necesita también de ratos muertos y ropa tendida. No todo es brandy poderoso aquí. Waits rebaja inteligentemente el vino con agua y consigue que el resultado pase de borrachera retrospectiva a resaca lúcida.

Finísimo en el balance de la secuencia de canciones, pues, el disco abre con la promesa de otra vida (¿y qué derrotado no la percibió, que viajero no la tuvo entre las manos?), pero de inmediato la contrasta con le vida estancada de un soldado en ultramar, en ese “Shore Leave” donde la instrumentación, todo hueco expresionista, baja el tempo y acoge las nostalgias por carta de un marino lejos de casa; uno como cualquier otro, enzarzado sordideces varias, que “juega billares con un enano hasta que pare la lluvia”, sufre una pálida en “El Dragón” y exprime la vida hasta el tope en un pobre permiso de dos días, en algún lugar estancado y múltiple de Asia. A continuación, la insistente y disonante instrumental “Dave The Butcher” vuelve a cortar el tono, casi diseñada para espantar a buscadores de hits; después llega la balada lacrimógena de antaño, jibarizada en el recuerdo de novia perdida que es “Johnsburg, Illinois”, y, por fin, de vuelta al ritmazo con “16 Shells from a Thirty-Ought-Six”, cuento de hadas rural, pura jerga bailada al ritmo de un rito indio de tres al cuarto y frita al sol del desierto hasta que su cadáver calcinado entra en el maletín de muestras. Y siempre gente de viaje, de ida, de vuelta, o estancados, o recordando, siempre gente fuera; siempre cartas desde otra parte.

Establecida la fórmula, se sigue aplicando con maestría durante el resto del disco y los itinerarios prosiguen. Es viaje crepuscular “Town with no cheer”, lamento de un viajante bebedor al que le chaparon el abrevadero a medio camino de su trayecto en tren. Es viaje, momento de regreso de un viaje, “In the neigbourhood”, que usa recursos retóricos similares al clásico “The Piano has been Drinking (Not Me)” y levanta una estampa de los “good old days” que en lugar de ser beatífica deviene grotesca, casi un aviso de que nuestra permanente reinvención romántica del pasado podría ser un error, una trampa. Es viaje el intento fallido de adaptación a la vida “normal” que retrata la citada “Franks Wild years”, y -como un gemelo más serio, más largo, más beat si cabe- es viaje el intento de supervivencia consignado en “Swordfishtrombones”, brillante superposición de vidas de gente que retorna a un mundo que en el lapso de ausencia ha dejado de ser suyo. Viaje, al cabo, también, el descenso a las cloacas del bebercio de “Down Down Down” o esa “Trouble’s Braid” que pasa, anfetamínica, sobre el fantasma del vagabundeo, heroico o no, y desemboca en la pensativa “rainbirds”, que cierra con delicado recogimiento un álbum descomunal. Un álbum al tiempo puerta y muestrario: cegador umbral de una nueva etapa creativa y recopilación de estilos ya usados, en hermoso desfile travestido.

Literatura y faíscas

Mucho se ha hablado del aspecto literario de la artesanía de Tom Waits. Y quizá lo más práctico para no alargar este artículo hasta el infinito sea reconocer lo obvio: que sin negar las fuentes que nutren a cualquier gran artista, consiguió un lenguaje y un estilo particulares, que alcanzan una identidad absolutamente propia, por primera vez, precisamente en este disco. Se lo puede comparar, inevitablemente, con los beat, y sobre todo con Kerouac, pero habría que admitir que Waits es superior. Y se lo puede comparar, inevitablemente, con Dylan, pero habrá que concluir que es muy distinto. Se lo puede comparar incluso con Pynchon, si se quiere pecar de original, pero al cabo no se podrá eludir la verdad de que el tipo es único, de que cuando se le escucha la idea de sucedáneo no viene nunca a la mente, y de que tiene todas y cada una de las capacidades que se le requieren al gran contador de historias cantadas: la voz propia e inimitable (tanto física como metafísica); la capacidad, ya citada, para alterar el tiempo; la habilidad para que la trama interna de la historia tenga fuste original, por tradicional que sea el tema (todos lo son); el talento para la creación de un territorio real e inventado al tiempo y perfectamente paladeable, tangible, y la capacidad última de fascinarnos hasta el final de la historia si, como dijimos, pertenecemos a la casta de los niños curiosos o la de los adultos aún no vencidos, que son de algún modo la misma. (7). En lo estrictamente musical, la reinvención no es menos brillante que en lo narrativo, aunque quizá no tan rompedora como algunos pretenden. Waits renueva con dinamita un género, sin duda, y renueva para siempre un modo de contar historias, pero se trata de una operación sobre carne clásica, un efectivo lifting sobre cuerpo antiguo, en una época, los ochenta, donde la vanguardia estaba haciendo saltar por los aires cosas mucho más cercanas. Vanguardia de la retaguardia, quizá, aunque la formulación sea riquísima y audaz.

Por último, no está de más apuntar que siempre ha tenido Waits –o uno, o varios de sus heterónimos-  mucho de “traveling salesman”, y que esa condición de vendemotos, de tratante de crecepelos y vocero de circo ambulante, de trickster y esgrimidor de catálogos hechos a mano con piel humana, concede a todo lo que hace, interponiendo un velo de sorna, cierta “distancia”: aunque pueda caer simpático y hablar afablemente con uno al tiempo que apura un brandy, mientras lo escucha uno se encuentra discutiendo perpetuamente consigo mismo: ¿de quiénes son las voces que imita? ¿Para qué enfermedades sus deliciosas recetas de sospechosa apariencia? ¿Hasta qué punto en esas fantasmagóricas revisiones de las vidas de otro, en esos febriles y fascinantes barridos por las existencias ajenas, en ese neorrealismo de un tiempo pasado, está también él mismo? ¿Y hasta qué punto nosotros? Su habilidad última, probablemente, es que tal distancia no se interponga, sino que sirva de puente hacia un territorio nuevo, aunque propio, que esperaba allí agazapado. Que esa pregunta no obstaculice sino que abra camino.

Me contaba alguien mayor que en esta vieja casa desde donde escribo, hace cosa de cincuenta años, vivía la familia del casero, cuidando la heredad, y tal familia no contaban menos de siete miembros adultos. Por las noches jugaban a las cartas junto a un fuego mortecino, se repartían las cartas en una oscuridad casi absoluta, y entonces, con un gesto preciso y fijado por los siglos, la matriarca lanzaba un puñado de faíscas (8) sobre la lumbre. La febril y momentánea llamarada iluminaba entonces por unos segundos la habitación, y antes de volver a la penumbra, cada uno podía ver por un instante su juego.

Esa imagen congelada de otro tiempo y este disco -aparentemente discursivo pero fijo, al cabo- se unen en mi mente hoy, mientras cierro este texto a la luz de un primer día de lluvia de octubre, después de la sequía. Ambos son, en cierto modo, lo mismo para mí: esa batalla que percibía mi sobrina, esa parodia residual del fulgor de la vida que en casos magistrales, como este, se confunde con el fulgor mismo. //L.B.


NOTAS

1-      Alguien debería ir pensando en actualizar el cancionero infantil para hijos de la burguesía, aunque, bien pensando, mejor no, me da miedo.

2-      Josele Santiago reflexionaba ajustadamente sobre este tipo de alteración del tiempo en mi libro “El Puño y la letra”: “(Cantar) detiene el tiempo en el sentido literal…”. Compren el libro y lean la cita completa. Página 74. En todo caso el tema daría para un libro en sí, con ayuda de neurólogos y sacerdotes, claro.

3-      Creo que la música circular o repetitiva es especialmente buena para escribir reseñas largas. La música discursiva, por el contrario, impide el retorno rápido a ideas previas y serviría mejor para reseñas muy cortitas, si es que sirve para algo.

4-      Es tan innecesario (por la calidad de mi lector medio) como imposible (por la longitud que exigiría) explicar aquí la importancia del viaje como símbolo en la literatura, la historia y la mitología universales, así que lo dejo correr. Para otro día.

5-      “La verdadera patria del hombre es la infancia”. La frase es de Rilke y como casi todo lo de Rilke me resulta cursi e infumablemente pretenciosa. Tiene algo de verdad, claro, pero no hacía falta ponerse así.

6-      Cèline igual se pasaba con el tedio, vale. En cuanto a Melville, siempre he sostenido que el tedio es precisamente parte de su genio, pero como da para otro artículo, lo explico próximamente.

7-      Aunque comparado a menudo con el Dylan de la época ácida, Waits es en mi opinión más seco y menos mesiánico. Es cierto que su gusto por el ju(e)go de palabras, la broma encriptada y el slang telepático los emparenta (como puede verse aquí, por ejemplo, en “16 Shells From a Thirty-Ought-Six”), y que esa puerta la abrió el genio de Duluth, no ya para Waits, sino para todo dios; sin embargo, en el fondo Waits es más terreno, más neorrealista. 

Tampoco tiene nada de descabellado la comparación con la Beat Generation, con la que comparte Waits numerosos elementos. Aunque sé que es “arriesgado” decir que Waits es mejor que Kerouac, lo hago por dos motivos simples. El primero es que Kerouac nunca me ha convencido como gran escritor. Creo que, como Herman Hesse, por ejemplo, sirve como empujón hacia territorios más complejos, pero releído en la madurez es pobre (y sólo funciona, si lo hace, leído a toda velocidad y con las mismas anfetaminas en el cuerpo que él llevase cuando ejecutaba). Por otro lado, creo que el espíritu Beat funciona mejor en poema o en canción que en recorrido largo. Waits elige en medio adecuado –aunque con muchos años de retraso-, Kerouac no. ¿Se puede hacer mal algo que uno mismo inventa?  Todo es posible. 

En cuanto a la referencia a Pynchon, bien, creo que si alguien lee el arranque de “V” y luego escucha este disco podrá ver paralelismos (hay más, al menos para mí, a lo largo de ese libro prodigioso y gloriosamente incomprensible). En concreto la trilogía de temas del disco que parecen aludir directamente a soldados (“16 Shells...”, “Swordfishtrombones” y “Soldier’s Things”) son las que más poderosamente me recuerdan a P. 

Todas estas comparaciones, procedentes o no, darían para largas discusiones. También podríamos avanzar hacia el presente y ver como Waits ha influido poderosamente, a veces de modo sutil, en autores a los que no por ello hay que colgar sambenito alguno. Por ejemplo, el uso que hace Gareth Liddiard de la voz del narrador en “Highplains Mailman” está, sospecho, aprendido del Waits que inventa voces de modo casi compulsivo. Liddiard, simplemente, se aleja de la compulsión y estiliza el recurso. Y así podríamos seguir eternamente...

8-      Una “faísca” es, en el gallego de mi pueblo, la aguja de pino, que echada al fuego provoca una llama viva y de corta duración. Significa también “chispa”.