martes, junio 21, 2011

MAX (KANSAS CITY) Y LOS FAGOCITOS BEAT

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(Escrito en mi casa de San Andrés 32 entre las dos y media y las tres de la mañana. Estado: sereno y cansado. Siento las incoherencias, borracho escribo mejor)

Me pasa con los libros y me pasa con los discos. Y probablemente me pasaría con la pintura o la escultura (¿con la gente?) si les prestase más atención que ese ocasional momento de asombro, el día que por casualidad, paseando, me animo a entrar en un museo por protegerme del calor; o el día en que, en la casa paterna, donde hay cuadros, me quedo embebido en una imagen que creo, erróneamente, haber visto antes diez mil veces: la esencia de las cosas tarda a veces en permear su caparazón y salir a la superficie, que es lo mismo que decir que la esencia de las cosas tarda en permear MI caparazón y acceder a MI interior. Mi caso ejemplar, si hablamos de música, es el de “Chase The Dragon”, ese monumental disco de los Beasts of Bourbon, todo veneno exudado, todo rabia heroinómana, si tal cosa existe, que durante años no supe comprender. Lo compré poco después de que saliera, quizá incluso antes de llegar a la universidad, y supongo que ni mis estilismos de entonces ni la mente infantil que los producía, estaban preparados para encajar nada de aquello. Curioso –así es el circuitaje- porque sí lo estaban para los Dead Kennedys, o los Hüsker Dü, o para el “Hunted By The Snake” de los Cancer Moon, que por ambiente malsano, claustral e incendidado, se acercaba bastante más al trabajo de los australianos. Durante los siguientes diez años, religiosamente, le dí su anual oportunidad al engendro, sabiendo –lo podía palpar sin entenderlo- que había algo dentro de él que era necesario. Cada vez regresaba de la escucha con las manos vacías. Y en una de esas sucedió la revelación, el volcado súbito de todo lo intuido, la palabra hecha carne. Todos los que aman la música deben conocer como es, supongo. El disco seguía siendo el mismo, claro, luego era yo el que había cambiado, maleado por la vida misma hasta convertirme en el receptáculo adecuado de aquel mensaje. No siempre la obra es la que tiene que buscarnos. A veces su calidad no estriba en que nos conquiste, sino en ser lo suficientemente magnética para permanecer en esa zona de sombra, esa sala de espera al borde del campo visual, hasta que estamos preparados para asumirla.

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Me viene todo esto a la cabeza porque, mientras defeco en el catastrófico baño de mi piso compartido (el lavabo atascado repleto de pelos de mi apuesto compañero, la entropía adueñándose del lugar, alguna revista heavy por ahí, con páginas arrancadas de un día que no había papel, un libro de Schopenhauer…), hojeo una vez más “The Air Conditioned Nightmare”, de Miller, uno de los libros bisagra entre esas hermanas incestuosas que son la generación perdida y la beat, y me doy cuenta de que con él me ha pasado lo mismo: Una primera lectura átona –pese a que soy de Miller como otros son del Athletic- en la que se ve más lo insípido que otra cosa; varias relecturas vagas que no conducen a ningún lugar; la condena al ostracismo, después, en unas estanterías demasiado llenas de basura y, por último (o como principio), el descubrimiento súbito aquí, allá, floreciendo bajo la página, de rastros de luz y de verdades que no habíamos sabido ver, el interés poco a poco renovado, la nueva fascinación. Igual me ha pasado, ya que hablamos de ello, con parte de los consagrados de la generación Beat. No con Kerouak, al que sigo necesitando leer a la misma velocidad que escribía si quiero soportarlo, pero sí con Ginsberg, esa figura paradójicamente patriarcal, ese Walt Withman generoso y antipolicial. Y sí, desde luego, con Burroughs. Me he encontrado a mi mismo fascinado ante “El almuerzo desnudo”, que he releido dos veces en los últimos meses, sintiendo correr de fondo la vergüenza por no haber percibido su quirúrgica percepción de la realidad en todas las ocasiones anteriores en que lo leí y lo desheché como un estilismo drogota y afilado pero, al cabo, vacuo. Hablo, supongo, sí, de la necesidad de releer, que no es sino la necesidad de repensar y de replantear y de reconstruirse una y otra vez. Una carga jodida, por cuanto todos sabemos que un día se nos acabará la cuerda y nos encasquillaremos, calcificados para el resto de nuestros años. La mayoría hacen eso a temprana edad, bajo diversas banderas sociales. Ellos sufren menos. Ellos son tan idiotas que su estupidez se parece a la inteligencia con un siniestro sesgo muy Burroughsiano, precisamente. Y nosotros, que dice Rafa Berrio, “no somos ellos”, nos guste o no. Esa es quizá nuestra tragedia, atrapados a mitad de comprensión, conscientes de la imposibilidad real de esa misma comprensión, incapacitados para volver atrás, atenazados por nuestra duda y nuestra debilidad, sólo redimibles –y eso quizá- por una gran obra que la mayoría no tenemos a nuestro alcance. Mientras divago sobre todo esto (son las dos y media de la mañana, una hora clásicamente productiva para mí, cuando el poso del día comienza a dibujar figuras caprichosas pero aproximadas a lo cierto) releo a ráfagas el excelente artículo de mi querido Jaime Gonzalo sobre el rock francés de vanguardia encontrable AQUÍ y me topo con la imagen del viejo Bull Lee que encabeza este post. No es que los Beat sean mi plato favorito –pese a todo prefiero a Valle, a Baroja, a Hawthorne, Melville, a Fitzgerald y a otros cuantos cientos más-, pero lo cierto es que su poesía (la estética más que la real, puede) ha arraigado en mí a lo largo de los años, igual que en otros muchos, no se si como un síntoma de los tiempos, como un vaticinio o como ambas cosas a la vez. Fueron capaces de crear un background que sostuviese su propio mito, ahí acertaron, muy americanamente. Si la estructura mitómana es sólida, siempre hay tiempo de volver, y si no lo haces tú lo hará otro. Si la estructura, en cambio, no existe, te disuelves en la nada con un quejido de retrete que ni siquiera los mendigos de las estaciones, con su proverbial oído de tísicos, acertarán a distinguir.



Todo esto me lleva a un pensamiento de media tarde que había dado por perdido. Me encontré (Internet, Internet…) con que el “Live at Max’s Kansas City” de la Velvet había sido reeditado en 2004 con bastantes temas extra. Pensé en los buenos ratos que me había hecho pasar, disco montaraz, menor, extenuado, pero de extraño fulgor, y que si me entró a la primera, no como “The Low Road”, hace tantos años. Observé de nuevo su portada, la puerta del bar, y me dije lo mismo que ahora me digo: la leyenda y su soporte. Y pensé que descuidamos el soporte de nuestra propia leyenda, la personal, por mucho que ahora todo el mundo pasee con cámaras de fotos, i-phones y bichos así. Nos falta capacidad de discriminación y velocidad, ese talento (¿tan beat?) para registrar todo lo posible convencido de que la vida es el único arte, y conseguir, al final, que ambas cosas, registro y vida, no permanezcan en compartimentos estancos, como suele pasar. Dudo que los japoneses que patrullan la ciudad se vean a su vuelta a Hiroshima, las decenas de horas de metraje banal que han recogido de la vieja Europa. No imagino a Yukio, sesentón, sentado en la oscuridad de su mínimo salón repasando fachadas de heladerías, monumentos al quijote, jamones colgados en fila, argentinos disfrazados de torero, putas que aún no saben que lo son. Y sin embargo yo sí estoy aquí, deseando levantarme mañana y buscar ese disco de crepúsculo que registró Brigid Polk con una grabadora de cassete, ayudada por un Jim Carrol más preocupado del sus pernod dobles y sus anfetaminas que de sujetar el micro. Todo ello, a su vez, me hizo pensar en el Bessie Blues Bar, quizá en mejor bar de música en el que he estado nunca, en Murcia, durante aquel 2004/2005 abrasado y miserable lleno de prodigios que la memoria se ha ido encargando de rescatar de entre la mierda. Pero de él, de esa entrada que para mí es mucho más importante que la del Max, y de la corte de los milagros que habitaba en su interior, hablaré mañana, si me apetece.

No más por hoy.

Fdo. LUIS BOULLOSA

2 comentarios:

Laura dijo...

Vaya, ha sido un viaje en el tiempo.

Cowboy Iscariot dijo...

Bonito y peligroso lugar, el pasado.