sábado, junio 11, 2011
DELIRIOS Y AMPUTACIÓN
Un cuento mío acaba de salir publicado en la antología de relatos sobre Malasaña titulada “La vida es un bar” (Amargord) y antologada por el amigo Carlos Salem. Por alguna razón que ignoro, tanto la cita que encabezaba el relato como su primer párrafo completo han sido amputados sin previo aviso. La historia se deja leer igual, pero para quienes la queráis ver como era en inicio, aquí la cuelgo. Hacedme un favor, contribuid a la supervivencia de la bohemia anarcoide y agenciaos el librito. O, mucho mejor, invitadme a unas copas la próxima vez que me veais (soy el tipo con barba y gafas al fondo de la barra que siempre se está mirando en los espejos)//LUIS BOULLOSA.
El rey, la reina, tres peones y un caballo apestan a cerveza
(Por LUIS BOULLOSA)
“Hoy no he parado de deambular
por la casa ya sin amueblar
Y en cada rincón he podido ver
dedos señalándome”
“En Otoño” – Surfin’ Bichos
Me levanté y seguí haciendo cajas. Eso fue ayer. Ahora es la mañana. Movía cosas y empujé una silla con el tacón de mi bota, y la silla se balanceó un segundo muy largo y después cayó sobre la mesilla, y las botellas de cerveza a medio terminar que llevaban allí una semana estallaron y saltaron por los aires. Esquirlas de cristal, restos de colillas empapadas y negras, hebras de tabaco, agua sucia. El tablero de ajedrez rebotó contra la madera y las piezas se desperdigaron por el suelo -el cloc, el swrrrrrlllll- rodando como derviches pequeños. Me quedé plantado allí, bajo el polvoriento foco de luz de la mañana que entraba a duras penas por los cristales sucios. Nunca he limpiado los putos cristales, pensé. En diez años. Menuda manera de empezar el último día, pensé.
Me dolía el pecho.
Me encendí un winston y pensé: menuda manera de empezar.
Ahora lo he limpiado todo, pero las fichas siguen apestando a cerveza rancia. Las he lavado, y si abres el armarito que hay sobre el fregadero las encontrarás, en perfecta fila militar, entre los platos y los vasos puestos a escurrir.
Tampoco importa mucho, porque mañana no estaré aquí, pienso ahora, mientras garabateo cosas en una cuartilla, sentado en la mesa de la cocina, al fondo de la casa. Fumando. Tengo que bajar a comprar. Tampoco importa mucho porque ya no jugaba al ajedrez desde que Mercedes se largó de vuelta a Málaga. No importa porque pronto estarán otros aquí, y yo no estaré. Y tardarán en encontrar mi cadáver porque no habrá cadáver, aunque diez años de barrio sin dinero me hayan amojamado hasta dejar poco más que el hueso y la mirada. Me observo en el espejo pequeño que he olvidado guardar y sigue en la pared. Ojos verdes legañosos, una mancha negruzca en la mejilla. La dejo estar. La cara abotargada, ya no aquel cráneo seco y adusto. Las ojeras azulonas de venas poco profundas y el rictus manchado de vino de otros días. Apenas un hombre. La sombra del hombre. Todo se ha gastado, pienso, con un resto de placer en el paladar, y por eso, quizá, no siento irme, como tampoco sentiría quedarme. Quizá no sienta nada de nada, en realidad, y eso estaría bien, sería un progreso indudable para vivir en la ciudad. Cualquier ciudad. Cualquier barrio. Este mismo.
Pero mañana ya no estaré.
Vendrán otros.
Vendran Viki y El Castor. Ellos dicen que lo pueden pagar.
Aunque el Castor es un hombre. Y como la mayoría de ellos, lo quiere todo y no tiene nada.
Y Viki es una mujer. Debe serlo aún. Me gustaría tener una frase para las mujeres, también, pero desistí de encontrarla hace tiempo. Vivir en el misterio es como vivir en la luz.
No puedes pasarte la vida rascando la superficie de las cosas y fingiendo que sabes de qué va todo. Te cansas.
Y los dos juntos cuidarían del piso igual de mal que lo hice yo. Pasarán cocaína, harán fiestas, follarán en todas las habitaciones, tampoco hay tantas, hablarán del futuro -pero quizá más aún del pasado-, se pelarán violentamente, quién es esa zorrita que te llama, nadie joder, pues vete a la mierda hijodeputa, y el la amenazará con gritos que no servirán de nada, y ella tirará toda la ropa y los discos por la ventana, y los indigentes del centro de acogida que hay frente a la casa se arracimarán rápidos y sucios como palomas. Cuando él consiga bajar ya no quedará nada más que unos vaqueros gastados, las gafas de sol rotas y un LP de los Beach Boys.
Es un decir.
Y quizá en los días de verano que vendrán sueñen juntos que rescatan a todos los cánidos del mundo y se despierten arrullados por sus patas de felpa. Fantasmas en el salón. Y después se acabarán los buenos tiempos y todo empezará a decaer. Se tendrán que ir ellos también, y quizá nos volvamos a ver en otra parte del país mental. Tanto me tiene, en realidad.
Porque El Castor es un hombre, sí, pero siempre habla de más. Y me aburre. Por eso acabó donde acabó y nos conocimos, hace tiempo; por hablar de más. Ahora va rapado al uno y tiene un tatuaje tribal en el cuello, y ya no fuma. Ha estado siempre en los lugares en que tú has podido estar, y ha hecho siempre tres veces las cosas que a ti te gustaría haber hecho. O eso dice él. Si tú saltas un metro él tiene un helicóptero. Lo han echado de demasiados curros, pero para sacarlo a uno a flote está el dinero de la familia, si hay familia, y me parece bien. Y él tiene familia, aún. O eso dice.
Ella, en cambio, no tiene familia ni habló nunca de más. Es algo tartaja y siempre prefirió callarse, aunque a mi me gustaba esa voz cantarina, entrecortada, los dientes grandes y blancos abriéndose en la cara agitanada. En sueños, sin embargo, construía las frases con perfecta claridad, y a veces era difícil convencerse de que estuviese dormida. Lo sé porque yo estuve allí antes que El Castor. O eso digo yo. También porque él me lo contó después.
-“A veces tengo sueños en que me polinizan”, me dice la tía.
-No deberían dejarlas estudiar.
Ciudades desiertas -pienso ahora, recordándolo, las sábanas empapadas, las palabras como campanitas de plata, mientras miro las cajas apiladas allá, en el salón-. Ciudades desiertas, enormes plantas necrófagas a ras de suelo, David Lynch jugando con Lecorbusier, meditación zen, un padre idiota que la violaba religiosamente, cada domingo, de los tres a los doce, viajes a Benidorm. Esas cosas son así.
-No deberían habernos dejado estudiar a ninguno, en realidad.
Aunque su sueño recurrente es el de los perros: Ella siempre sueña con perros en peligro, y ahora parece ser que eso es suficiente para él, porque uno nunca sabe que pasado le espera ni de qué va a acabar alimentándose, al final.
No hay elefantes en peligro que oponer a eso. Ni helicópteros en peligro.
En sueños él es sólo un cordero y ella un león medio ciego que husmea el aire.
Y luego está el Arcángel.
Es el amigo que me queda. Camarada puede que sea la palabra, en realidad. Todos los demás se han casado y tienen hijos o cosas peores. Desde la dimensión paralela del sueño me hacen vagos gestos y me invitan a cenas a las que nunca voy.
Con él he quedado hoy para despedirme, con el Arcángel. Lo recuerdo. Miro la hora. Me enciendo otro pitillo.
El Arcángel es un hombre también, pero no quiere nada más de lo que hay: Dinero para vivir mejor y silencio. Para morir mejor, diría él. Lo conocí en el Malpaso hace seis años, a las cinco de la mañana, y hablamos de Celine, de Malaparte y de Valle Inclán, arrullados por la ola densa de humo que rompía en la barra. Pero sobre todo de Malaparte. Sonaban los Doctor feelgood, supongo; Wilko Johnson ejecutaba su baile espástico, como un chulo de billares herido por un rayo.
Nos intercambiamos libros. Me prestó “La Mano Cortada”, “Días de llamas”, “No se fusila los Domingos” y “El Blocao”.
Yo le presenté a Emily Dickinson.
El Arcángel no tiene teléfono. En realidad si lo tiene, pero no coge llamadas. Lo usa sólo para telefonear a secretarias y centros de salud desde su casa. “Señorita…”. “Perdone, señorita…”. Ya nadie dice eso, ¿verdad? Uno simplemente se lo encuentra por la noche y queda con él. O te llama él desde una cabina en algún lugar. Da igual la hora a la que quedes, siempre recuerda las citas.
Así que bajo, atravieso la plaza del Dos y subo la cuesta de San Andrés hasta el bar donde hemos quedado. Sigue oliendo igual desde hace veinte años, como si fuese una corteza podrida a medio desaparecer. Es casi un esqueleto de bar, con la barra de cinc y el tufo de grasa rancia, raspas de mierda y vino agriado. Si cuentas los dientes de los siete parroquianos te dará un saldo total de cincuenta y dos más varios gramos de oro.
El Arcángel aparece a la hora en punto, saliendo de la luz rosada de las dos de la tarde, envuelto en su gabardina color crema y polvo, hecha a medida hace treinta años. Qué hay. Bebemos cerveza y fumamos pitillos en la raya de sombra que linda con la calle.
-Me voy-, le digo.
-¿qué te vas? ¿A dónde te vas?
-Me vuelvo a Murcia.
-¿y qué hay en Murcia? Venga, tronco, va, no me jodas…
-En Murcia hay muchas cosas… estoy harto del barrio. Y tampoco tengo un duro. Ni curro. De escribir ya sabes que no vivimos.
-Bueno, yo sí.
-Ya.
Me mira con los ojos inquisitivos, turbios. Una brisa de aire acondicionado le agita los crespones de pelo negro a los lados del cráneo.
En Murcia. Muchas cosas en Murcia, pienso. El fantasma de Antonio Anglés entre los cañaverales, con media cara comida por las nutrias. Tiendas de tatuajes, confiterías, limonares abandonados, niñas deficientes mentales disfrazadas de Papá Noel, y un calor que lo abrasa todo, como si tuvieses que caminar apartando cortinas de carne. Coches tuneados lamiendo el suelo, entre las piernas de matronas que han salido a cicatrizarse el cerebro y las varices al sol, enfermedades de la piel, negros que esperan, plástico, pistolas. Un sexo exhausto. Pero sobre todo el fantasma de Antonio Anglés.
-Hombre, que te vayas de aquí lo entendería, pero irte a Murcia…
-Ya veré, conozco a gente…
-No, si ya se que conoces a gente. Te recomendaría a alguien, pero es que mis colegas de Murcia ya están todos muertos, si no… Bueno, en realidad es que mis colegas están todos muertos, los de todas partes -y se ríe, con ese graznido descascarillado suyo-. Menos Félix. Tu conoces a Felix.
-Sí. ¿Qué es de él?
-Cuidando del niño, allí, en Zarautz… la vida marital. Bueno, lo que hay, en Murcia, son unas chicas guapísimas… ¡unas tías! Eso sí, no te esperes una conversación…
-No la esperaba.
-... Yo estuve en Murcia hace muchos años con una francesa que era mi amante, cuando estábamos enganchados los dos. Yo porque luego me quedé impotente, ya lo sabes…
-Ya será menos.
-Que sí, joder… Yo me quedé… los adictos como yo…
-Tu no eres un adicto.
-Yo soy un adicto, lo que pasa es que lo tengo más o menos controlado. Más o menos- levanta las manos. -A mí ya sólo me la pone dura la zoofilia…
-Ahá.
-La zoofilia, ¡sólo me la pone dura la zoofilia!, con perros, con caballos…
-Los alemanes.
-Los alemanes, ¡Qué tíos! En la zoofilia son los mejores. Bueno, y en las tropas de asalto. Pues yo estuve allí con una francesa que era mi amante y la tía me decía, venía y me decía, ¿tu que me prefieres, a mí o a una española con bigote? Y yo no me había dado cuenta nunca de que las españolas tenían bigote.
-¿Y tienen?
-Sí, luego me fijé y sí, ¡Tienen bigote!
Y vuelve a reír con ganas. Escupe saliva y trozos de carne que atraviesan la luz opaca de la media tarde en el bar.
Más cerveza.
Más pitillos.
-Llevo 48 horas sin dormir- dice.
-Lo llevas bien.
-Que va, estoy viejo de cojones. Me duele todo.
Pero no le hago mucho caso porque estoy mirando a las divisiones aerotransportadas de niñas de veintitantos que descargan su furia ciega y totalitaria al sol. Tirantes y sombreros. Tacones y cigarrillos. Nada.
Luego vamos al ruso que hay bajando Madera. O quizá no es Madera. Marqués de nosequé. La comida es buena. Vodka Imperia. Déjanos la botella. La dueña lleva una camisa de flores rojas negras y amarillas. En el rinconcito de la ventana el consul de irán liga con su secretaria.
-Mira. Él cónsul de irán.
-Qué va, ese por lo menos será narcotraficante.
-De incógnito.
-Claaaaaaro. Anda, ya que te vas, voy a pagar yo.
-Mhhhh.
-Nasdrovia.
-Nasdrovia.
¿Y el piso lo dejas, entonces?
-Se vienen El castor y Viki. Sabes quien es El Castor.
-¿El de los pelos?
-No. Uno rapado.
-Ese que va de guaperillas y de que lo sabe todo.
-Ese. Lo conociste ahí abajo, en el gallego...
Y entonces recuerdo que fui yo el que los presenté a los dos.
-¿Cuál?
-Ese que tienen un loro en una jaula y que ponen el peor pincho de tortilla del mundo…
-Ah, ya, ese…
-Ese, sí, ¿cómo se llama, joder?
-Compañeiro. Ahí en San Vicente ferrer.
-Eso, joder. Compañeiro. Aún tienes memoria.
-Que va, tengo el cerebro gratinao. Pero es que el que se tomó el pincho de tortilla de los cojones fui yo.
Y recuerdo que fui yo el que los presenté a los dos. Joder.
Estábamos allí, y estaban también El Pirri y El Lobo y la tipa aquella pelirroja que se estaba quedando ciega, y no sé quien más. Pirri y El Arcángel hablaban de los iranís.
Y mientras, alguien preguntó si el loro era mayor.
Y la señora contestó: No, sólo tiene 46 años
Y la ciega dijo: Es que viven más de cien.
Y Viki dijo: Joder, pues estar 46 años encerrado… qué mal…
Y yo miré al Castor y le vi en la mirada algo raro. Mal rollo, pensé.
Y Viki siguió: Además, la jaula es muy pequeña.
Y El castor la miró a los ojos y le preguntó: ¿Qué cárcel es grande…?
Y en ese mismo momento sucedió.
El asunto.
Eso, ya sabes.
Todo lo demás son adornos y miedos, y entre ambas cosas no suele haber una diferencia sustancial.
Me olvidé, y cuando los volví a ver un mes y medio después, un polvo encima de un retrete se había convertido en el arca de la alianza nueva y eterna, en ese conventículo hermético y sagrado, en esa ficción cerrada a cal y canto en la que, durante un tiempo, ya nadie puede entrar.
Parejas no tan jóvenes, pienso.
Viejos enamoradizos aferrándose por los pelos a una mentira en la que sus abuelos ya habían dejado de creer, pienso.
Podría decírselo, pero para qué, si lo que quieren es precisamente dejar de saber.
-¿Y seguro que fue ahí?
-Sí. Ahí fue.
-¿Y seguro que te quieres ir a Murcia?
-También.
Y seguimos bebiendo vodka. Y el Arcángel se enzarza en una discusión consigo mismo… El asesino turco aquel, al que había que llevar siempre de burdel en burdel porque la tenía dura todo el rato... Un tipo encantador… Y los juicios… Y la tipa aquella que era funcionaria… Y su voz se va haciendo cada vez más tenue mientras yo estoy pensando en otra cosa… Y su cabeza se va inclinando imperceptiblemente hasta que de pronto cae a plomo, golpeando contra el plato que salta, metiendo toda la jeta en el steak tartar. Los trozos de carne cruda y de salsa me salpican la camisa y la cara. Otra pareja que nos observaba desvía la mirada. Silencio. Él gorgotea, la cara aplastada contra la masa rosácea del tartar. Cuidadosamente le levanto la cabeza con las dos manos. No responde. Sólo un murmullo apenas perceptible a través de los labios morados. La dejo caer de nuevo y me limpio las manos con el mantel.
La botella está mediada aún.
Consigo recuperarlo aceptablemente casi media hora después y paseamos por el parque del bracito, como dos maricones viejos. Burroughs y Bacon. Yo con la botella en el bolsillo de la chupa, él mirándo hacia el suelo, parándose cada tres pasos y respirando.
-¿Estás mejor, cariño?
-Ya estoy mejor, sí. Ha sido la codeína. Es que llevo dos días sin dormir.
-Vale.
-No me pasaba esto desde el 86 en Tailandia.
-Vale, está bien.
Por fin logro meterlo en un taxi en San bernardo y vuelvo a casa andando con la media botella en el bolsillo de la chupa.
Me siento en la cocina otra vez. Siempre fue mi sitio favorito. Y miro al pasillo otra vez y veo las cajas cerradas en el salón otra vez, bajo una tenue retícula de luz en polvo. Más polvo que luz. Diez años en una casa dan para todo ese polvo.
Cojo el móvil y llamo a Daniel. Daniel es un tipo cabal.Le digo que venga mañana y se lleve las cajas que están marcadas. Libros y discos. Los discos para mi amigo Fernando. Hace tiempo que no le veo. Los libros para mi hermana. Viven juntos, así que será el mismo lugar.
Un silencio.
-¿Qué?
-Oye…
-¿Qué, joder?
-Oye... ¿No querrás suicidarte?
Me río.
-¿Tengo pinta yo de querer suicidarme?
-No. No se. ¿Cómo estás?
-Joder. Deja de beber whisky caro, no te sienta bien.
-Perdona.
-Nada, hombre, es broma. Tu hazme el favor, ¿OK?
Sin los libros ni los discos apenas quedará nada. Lo demás son cacharros y basura.
-¿Pero a dónde te vas?
-Unas vacaciones. Estaré de vuelta antes de que me eche de menos nadie. Ya lo verás.
Cacharros y basura. He quemado todos los papeles, o los he tirado a un contenedor de obra. Carpetas, montones de folios, dibujos que aún recordaba vagamente, cajas con facturas, libros descuadrados, fotos de modelos de cuando trabajé con la cámara, cartas recibidas y cartas encontradas, cientos de páginas escritas con una letra que apenas reconozco ya, y a máquina también. No sé que fue de la máquina.
Saco mi libretita del bolsillo, la abro sobre la mesa y anoto: “Desaparecí un diez de marzo de 2010 para aquellos que me habían conocido hasta entonces. Las cosas que llevaba eran estas: Una muda de ropa (ya nadie usa esa expresión, ¿verdad?); un ejemplar de “A este lado del paraíso” que había sido de mi madre, descanse en paz; una cartera con el dinero que me quedaba, no mucho; una navaja vieja a la que tenía cariño y que había vuelto a encontrar tres días antes por casualidad. No dejé nada atrás, en realidad. Tenía 36 años. Desde el punto de vista de las fugas, era viejo ya”.
Luego arranco la hoja, voy al baño y la tiro al retrete. Tiro el pitillo que estoy fumando también. Fuishhh. Ese silbido apagado de alma que se escurre hacia el limbo.
Pero el limbo no existe ya, lo ha dicho el Papa de Roma. Benito.
Me sirvo un vodka. Me da arcadas solo olerlo, pero me lo trago igual.
Luego paseo por el piso ya vacío. Tropiezo con unas perchas que se amontonan en el suelo.
Después bajo otra vez, mientras la última luz comienza a retirarse, como un aura recalcitrante que emanara del Parque del Oeste y aún concediese a todo el barrio un último resto de calor. En el “2D” me pido mi último café solo. Hoy no me importa pagar el euro setenta que cobran los muy hijosdeputa por esa taza birriosa de líquido negruzco. El camarero tiene resaca y unas ojeras que parecen túneles. A mi ha empezado a dolerme la cabeza. Un clavo de lado a lado que se empieza a perfilar contra el final del día.
Él cambia de disco en la cadena y de repente comienza a sonar “Heart of Gold”. Reconozco esa armónica inconfundible que se abre paso a través del crepúsculo, mientras afuera las parejas pasan con sus carritos, atravesando como espectros el acolchado sonido de los niños, los coches ocasionales y los pájaros.
Pienso: se acabaron estos atardeceres de sol entreverado, cuando uno no sabe si es primavera o el otoño acaba de comenzar.
Las nubes desarrapadas sobre los tejados de antenas y palomas.
Los gatos dormidos en los tejados que te miran como si el sueño fueses tú..
Los chinos con latas de cerveza, cocinando su carne de pollo macerada en cubículos de latón.
Se acabaron los hombres niños, con sus absurdos sombreros, pidiendo cócteles.
Cócteles viene del inglés “cock”.
Se acabaron las ratas, pero eso fue hace mucho tiempo.
Ahora en la plaza de los yonquis hay un parque infantil y en el dos de mayo hay otros tres, más las terrazas, más el campo de ejercicios para viejos donde alguna vez alguien se sienta a hacerse un porro o a tomar el sol, porque allí aún queda milagrosamente un banco de madera que no está fijado al suelo con clavos de acero. Más el cartel de no jugar a la pelota donde los diez mil críos de la escuela juegan a la pelota siempre.
Y entonces noto que alguien está silbando la armónica detrás de mí.
Yo llevo el ritmo con los nudillos contra la barra de madera y mármol.
“I´ve been to Hollywood, I´been to Redwood…” canta el camarero desde la penumbra. “across the ocean for a heart of gold...”
Y el bar, a coro, entona la canción y da la bienvenida a la noche.
Regreso tarde y dormito un poco en la cocina.
Justo antes de amanecer despierto, cojo la mochila y me escurro por la puerta, sin ruido. El frío intenso y seco. La sombra de los coches. Un paseo hasta Tribunal y ya está.
Me largo solo, con la imagen del Arcángel haciendo gárgaras en su plato de carne cruda. Me sigue doliendo la cabeza mientras desciendo por las escaleras del metro, a través de su calor antinatural..
En el armarito he olvidado las piezas, pero de eso sólo me doy cuenta después, mientras el vagón zumba ya hacia otro sitio. El rey, la reina, tres peones y un caballo que apestan a cerveza aún. Cuando dentro de dos días El Castor y su princesa entren en el piso, eso será lo único de mí que quedará.
Es una buena línea para empezar un libro, pienso.
Una mentira con peso, como me gustaban a mí cuando quería ser escritor.
Mañana quizá la use, pienso después.
Cuando por fin esté muy lejos de aquí.
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3 comentarios:
Más delirio que amputación. Mola.
Muy Henry Miller a lo malasañero. ¿Qué por qué te han borrado el primer párrafo? Yo te lo cuento cuando te pases por el bar. Creo saber por qué pero no por eso estoy de acuerdo.
Mola!
descabezado o mutilado... feliz cumpleaños...
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