lunes, febrero 04, 2008
GRAVENHURST - "The Western Lands" (Warp)
Nick Talbot. Apostol de una inglaterra oscura. Hombre que observa con ojo a medias poético a medias crítico la nación sumergida (“My Nation Underground”, que diría Julian Cope) y la transcribe, con melancólico pero firme pulso, en canciones entonadas con una voz suavemente fantasmal que parece la pérdida misma. En sus trabajos, que han ido virando del austero folk al pop balsámicamente eléctrico, florece un submundo de amenazante quietud trazado en negro y gris, con ideas que no son nuevas pero vestido de impecable etiqueta melódica y acicalado con elegantes desgarrones de distorsión y tormenta cercana. Nick Talbot, decimos, un talento no reconocido en toda su dimensión, por más que esta no sea la del genio, sino la del paciente orfebre que es capaz de cincelar, con tiempo y sin prisas, minimales gargolas de pop de guitarras a carbón. Su nuevo largo, “The Western Lands” no llega a la altura magnífica de aquella mirada con vista de águila que era “Fires in Distant Buildings”. Su ojeada sobre inglaterra es esta vez algo menos desgarrada y quirúrgica, y lo sentimental, como una colcha de flotante nieve, gana terreno. Ya no basa su concepto mismo en declaraciones como “Para entender al asesino/debes convertirte en el asesino”, pero aún de cuando en cuando le salen cosas como “Encerrado en una habitación con un libro y una soga/Los hombres vacíos se acercan, la justicia empieza en casa” que convierten sus atemporales gemas de cuatro minutos en un cruce entre Lovecraft, T.S Elliot y la gélida y tensionada visión de los Joy Division. Los temas tampoco son tan ineludiblemente brillantes como en el anterior largo (era francamente difícil), pero el álbum queda, pese a todo, muy por encima (o por debajo, en profundidad) de la media de lo que se factura en su género, si es que tal genero existe. ¿Dark Britannica?. Arrancan con la impecable y macabra “Bloodline”, que sí encajaría perfectamente en “Fires...” y siguen con la contemplativa “She Dances”, menos imaginativa y con más ornamento, envuelta en una instrumentación que tiene la virtud de parecer áspera y oscura pese a que, si se investiga, el bordado es primoroso. La elegancia natural (esa virtud tan rara en las guitarras distorsionadas) puntea las siguientes canciones aquí y allá con ecos lejanos de la Velvet Underground, y no falta algún instrumental excelente, como el que da título al disco, para cerrar un esfuerzo aparentemente discreto pero que va desvelando secretos en cuanto se lo deja caminar. Es complicado llamar a esto pop de guitarras, aunque lo sea, primero porque induciría a error, y después porque hay algo atemporal (por momentos antiquísimo, por momentos tan cercano) en su reverberación, un nosequé malsano en el ambiente que lo aleja de esa palabra, “pop”, al cabo identificada siempre si no con la frescura, sí con la modernidad. Su ceniciento y congelado témpano, por melódico que sea, por rockero que sea por momentos, no parece casar bien con la luminosidad, o la rareza chic, o la tristeza dramáticamente confesional que últimamente parecen exigirse para que la crítica te considere vendible, aunque sea en el pretendido “underground”. Una parada necesaria, Gravenhurst, si uno quiere vivir esa deliciosa sencillez aparente emborronada de misterio que nos eleva hacia épocas mejores, cuando en el olimpo reinaba el trazo de belleza convulsa proporcionado por los Smiths, Echo & The Bunnymen o Joy Division y no la insulsa y perecedera babilla de Brett Anderson, Artic Monkeys o Bloc Party. Siniestrismo ilustrado y refulgente, hermosas palabras, muerte por ahogamiento, nenufares sobre los cuerpos encontrados. Y todo lo que pueda venir después.// Edgar Allan Puke
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