Es siempre al releer mis cuadernos –esos en los que apenas
cuento detalles o cosas tangibles, esos que son más reflexión abstracta que
contabilidad, más acumulación que plan- cuando me doy cuenta, sin embargo, y
sin poder negarlo, de lo turbulenta que ha sido a menudo mi vida. Sin sangres,
pero turbulenta y oscura, empecinada,
trabada como un mal combate de pesos medios, por mucho que a mi me hubiese
gustado llevarla de manera más grácil. Paseo por uno de esos cuadernos (2009)
sorprendido como siempre por las andanzas del fantasma que supuestamente fui yo:
un ser algo translúcido que opina de los demás y sobre el que los demás opinan
también (cartas, mensajes de móvil apuntados, reflexiones captadas al vuelo y
rescatadas, heroicamente, el día después de alguna borrachera). Un fantasma
vanidoso, sin duda, aunque también consoladoramente trabajador, que reflexiona,
en un margen, sobre su propia incorporeidad (“Quizá haya que considerar también
los diarios como obra. Sería un consuelo. Estaría haciendo algo”) y, unas
páginas después, sobre lo inevitable del oficio y como sortear sus frustraciones
(“Considerando que escribir, además de una necesidad y una pura emanación -el espíritu supura por donde puede-,
como un trabajo de largo recorrido e inevitablemente inacabado”). Es agradable
transitar de nuevo por páginas olvidadas, de noche, en el aislamiento casi
total del campo bajo la lluvia, encontrando entre la morralla diaria del pasado
destellos de poesía macarra (… y una corte de lirones de
competición/trastornados por el amor y las drogas de farmacia…) y momentos
confesionales a los que el tiempo ha hecho justicia: “He tardado cinco meses en
finalizar este cuaderno, que es en cierto modo un acta de supervivencia y en
otro una de resurrección. Así de dura fue la vida entonces, y aunque poco he
hablado de ello debería notarse, atravesar limpiamente las páginas, como la
luz. Lo acabo justo antes de salir para Tánger, con la ilusión infantil y casi
siempre falsa de que así se abre un nuevo capítulo mejor. Si no lo es, habrá
que lidiar con lo que venga. Es, en todo caso, hora de cerrar algunos proyectos
y de centrarse en otros que llevan tiempo abiertos y pudriéndose en la playa,
al sol. La novela y la recopilación de poemas deberían ser prioritarias. La vida
misma no puede esperar”.
¿Qué más hay? ¿Qué
más da? Hay cinismos variados a los que no les falta razón (“Estoy mucho más
cansado de las neurosis de los demás que de las mías. Encuentro hasta cierta
gracia en las mías, y de ellas salen las palabras”), poemas semienterrados,
anotaciones conscientemente pedantes y domésticas (“Poner lavadoras, leer a
Jung”), paisajes de autobús (“Llovía cuando desperté, atravesando Carballino en
el negro casi total de las seis de la mañana; el país disfrazado de lo que fue
una vez”), títulos de canciones que después escribiría e incluso llegaría a
grabar, dibujos, flyers, cuartillas de hotel con garabatos, teléfonos y hasta una línea
donde apunté el tipo de película que alguien tendrá que hacer, tarde o
temprano: “drama ecologista crepuscular”.
Siendo la vida la construcción de un yo que al tiempo se nos
escapa entre los dedos; siendo nosotros niños que intentan desecar el mar con
un hoyo y un cubo, no está de más, pese a todo, hacer ese viaje hacia atrás,
hasta uno mismo, y me alegro de haber persistido tantos años (¿Trece?
¿Catorce?) en llevar estos cuadernos que empezaron siendo un simple dique
contra mi desorden natural. A veces es
duro leerlos –la estupidez de uno, casi permanente, la de los otros-, pero para
el que se dedica a esto, escribir, son un espejo nítido y sincero, por mucho
que –ya lo sabemos- en ellos se mienta también, de vez en cuando.
“¿Tus discos?, ¿Tus libros?”, se preguntaba el otro día un
viejo rock-critic en la presentación de su biografía. “Ya puedes ir dándote
prisa en regalarlos, porque si no acabarán en un contenedor”. Probablemente
allí acaben también estos volúmenes –entre tres y seis al año- donde va en
desorden parte de lo que soy. Cabe la esperanza de que alguien se moleste en
ojear alguno, alguien como yo, de los que husmean en los contenedores y
consideran un manjar leer cartas ajenas. Y cabe la esperanza de que se eche
unas risas, recorte algo o incluso los guarde una temporada, como esas cosas
que nos llegan por casualidad, cuyo valor nos es difícil explicar y con las que
no sabemos que hacer exactamente. Luego vendrán más mudanzas -la vida son
mudanzas-. Pero para entonces, como sabemos, a ninguno de nosotros nos
importará. Ni eso, ni nuestra vida turbulenta ni todo el esfuerzo malgastado en
pos de cosas que no están. //LIRÓN DE COMPETICIÓN
1 comentario:
Me debes más material de lectura, Luisiño,lo apunto en pendientes ;)Bs
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