miércoles, marzo 09, 2011

GARETH LIDDIARD - "Strange Tourist"

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(Inicialmente una reseña que terminó por ser el embrión de algo más largo. Mis publicadores habituales del ruta 66 decidieron que no tenían interés alguno en un artículo de cierto recorrido sobre el mejor ESCRITOR de canciones de los últimos veinte años -ojito, se le llama a eso-, así que se quedó a mitad de camino, a la espera de que lo recorte, ampute y modifique a hostia limpia, y lo canalice en otro formato y a través de una cloaca distinta.//LUIS BOULLOSA)

El fuego amigo y otras historias sobre como no crecer

Releo un primerizo artículo mío sobre Julian Cope, ¿del 98?. Ahora me da bastante vergüenza ajena y algo de calma también: escribía de puta pena, pero he mejorado un poco. Encuentro allí un párrafo tan preclaro como en el fondo complejo, saqueado, supongo, de alguna entrevista en Internet: Le preguntan a The Drude por qué él no ha llegado a ser tan importante como –por ejemplo- U2. “Es lo que dijo Joseph Campbell”, responde, “es la diferencia entre la celebridad y el héroe. La celebridad hará de todo -caminar a través de altos edificios y bailar en la cuerda floja- por su audiencia. El héroe hará exactamente lo mismo, y estará igualmente encantado de complacer a la audiencia, si la tiene, pero si todo el mundo se ha ido a casa, él seguirá haciéndolo por complacerse a sí mismo”. Bonita definición del héroe como suicida vanidoso y asalmonado, a la contra siempre pero de una manera sutil que le permite, caso de que todo vaya bien, permanecer imbricado en una sociedad del espectáculo como la que vivimos –aunque el espectáculo sea pobre y tenga más de lavado cerebral que de entretenimiento- y, caso de que todo vaya mal, hallar consuelo filosófico en la oscuridad.

En todo caso, dejando las lecturas varias para otro momento, me quedo con esa imagen del trapecista psicópata que sigue ahí arriba cuando las luces han caído; una vez que las madres han vuelto a casa con sus niños maravillados y el vendedor de algodón de azúcar ha chapado el chiringo para irse a fumar un porro a la trastienda, en la hora en que los domadores sueñan borrachos en sus catres con un tigre infinito que es todos los tigres. Y tal. Gareth Liddiard es uno de esos equilibristas, sólo que, harto de no despeñarse del todo, parece haber empezado a construir sobre esa nada un castillo de insolente complejidad y peligroso filo.

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Se lo veía venir –o yo creí verlo venir, parece que con acierto- desde aquella descuartizada primera actuación que le presencié en el Gruta 77 de Madrid al frente de The Drones (que, creo, es la recogida en el directo de Munster Records). La furia desatada a través de aquella espasmódica figura que parecía un apaño entre Egon Schielle y los Beasts of Bourbon (hay que tener facha para esto, también) y su manera de comunicar, más un cortocircuito que un mensaje, hacían prever algún tipo de explosión en cadena cuyas consecuencias eran difíciles de adivinar entonces. La hubo, en efecto, en forma de discos que, sin abandonar el Rock&Roll de calambre y víscera, caminaron hacia una mayor complejidad, preñadas las canciones de un violento tono literario, al tiempo crepuscular y moderno, que alcanzó quizá su mayor alzada en el difícil pero enorme “Galla Mill”. Había allí temas que, sencillamente, trascendían el concepto de canción rock al uso, como las apabullantes “Jezabel” y “Sixteen Straws”, que analizaremos aquí en profundidad algún día y con las que le daba de sopapos no sólo a toda su generación de escritores del rock y a unas cuantas anteriores, sino, de paso, a más de un escritor “de verdad” (no incluimos españoles en esta categoría aunque se dice que se han dado casos en Barcelona).

No era tema fácil, Gareth, entonces, para el oyente medio de rock, en un mundillo tan mentalmente castrado por la sobresaturación y otras plagas. Obligaba a quien quisiera percibir sus creaciones en toda su lóbrega y desgarrada profundidad a algo a lo que no está ya acostumbrado ya ese individuo, si es que lo estuvo alguna vez: escuchar, traducir, leer, entender… Pensar, en suma. En sus temas no bastaba una primera o una segunda escucha, por satisfactorias que pudiesen ser a veces, amparadas por el ruido y la disonante furia del grupo. Hacían falta una tercera, una cuarta y las que fueran pertinentes. Hacía falta prestar atención al fraseo, a veces difícil de valorar en su masticada grandeza expresiva, QUERER ir más allá de la cáscara. Poco esfuerzo, en realidad, cuando el premio es el acceso a la nitidez de un trabajo que puede acompañarlo a uno el resto de sus días y a los entresijos mentales de un narrador post celiniano de primera magnitud. Duro, en cambio, lo sabemos, cuando uno vive en el autocomplaciente reino menguante del rock; ese que entiende al bueno de Lemmy Motorhead como el icono definitivo del pensamiento moderno; ese que considera que los postulados de AC DC no han sido superados aún por banda alguna, ni lo serán, y acepta el plagio con júbilo, como el más glorioso de los males menores.

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En su primer disco en solitario, Liddiard continúa presentando esas dificultades insalvables para muchos, quizá algo más acentuadas aún, ya que, pese a que cualquiera de sus temas podría pertenecer a la banda nodriza –él lo reconoce porque sabe que la banda es él-, la falta de esta los hace menos digeribles. No hay aquí guitarrazos e intensidades emocionales acentuadas con distorsión (ese recurso que demasiado a menudo se usa como los aplausos enlatados en las teleseries, para explicarnos CUANDO DEBEMOS sentir). No hay, de hecho, nada más que una acústica contrapelada, una voz atípica pero superdotada para la transmisión de estados de ánimo y emociones, y un puñado de narraciones de primer nivel. Predomina de manera forzosa el carácter literario en un disco que bien se podría considerar un volumen de cuentos. “Gareth Liddiard es un novelista que simplemente todavía no lo sabe”, dicen en una reseña en Internet, aproximándose a esta idea. Bueno, sospecho que cualquiera con semejante nivel literario SABE lo que es, aunque pueda –sanamente- dudar de su situación exacta en el esquema general de las cosas.

Dados estos parámetros, la lucha del autor en este “Strange Tourist”, la lucha interna del disco, es precisamente el intento de conseguir un equilibrio en las canciones que les permita seguir siendo eso (además de lo otro): canciones. El titánico esfuerzo para que la historia no las devore y las escupa a un lado, con la funesta consecuencia de que la música termine por ser apenas un monótono arpegiado de sostén, un simple andamio de cañas sobre el que Liddiard salmodie sus alucinadas pero pavorosamente certeras visiones sobre la humanidad (no, no suena pretencioso: la humanidad… tu, yo y aquel de allá, ¿recuerdas?). En lo musical, pelea denodadamente, con un estilo a la guitarra poco ortodoxo, bronco, pelado, expresionista, deudor de un folk particular y medio anestesiado de lejana, desdibujada raigambre irlandesa (decir que a Liddiard no se ocupa de la guitarra porque de vez en cuando alguna nota no esté en su sitio o algún arpegiado parezca torpe, salvado por los pelos, sería como afirmar que a Kokoschka no le interesaba la pintura porque los retratos de Antonio López son más exactos).

En lo lírico, soluciona la lucha con éxito, por ejemplo, inyectando emocionante sentido melódico con apenas una frase en la canción más ortodoxa y más bella del álbum, ese “Strange Tourist” que es una especie de “Tangled Up in Blue” en espejo; pero ya antes de llegar a ella habrá transitado el que escuche por dos áridos altiplanos que se desvelan al cabo de unas escuchas como canciones mayúsculas. Primero, “Blondin Makes an Omelette” (sobre el equilibrista frances Charles Blondin), en la que juega magistralmente –y nunca mejor dicho- con el punto de vista narrativo. Después, a través de “The Highplains Mailman”, donde, en un efecto puramente literario, los textos de las cartas integradas en la narración a modo de estribillos son entonados en un falsete que diríase propio de un (poco probable) Sting del wild side que SÍ tuviese algo que decir. Más adelante, continúa el camino pedregoso en el que se alternan historias sobre colaboracionistas nazis en Francia (“The Collaborator”), enrarecidas vidas marcadas por el entorno social (“Did She Scared…?”) y mujeres arrebatadoramente fatales (“She´s my Favourite”), hasta desembocar en el ya tradicional “tour de force” con el que Liddiard gusta de cerrar sus trabajos: en este caso una reducción hasta el hueso mismo de las cosas, los 16 estremecedores, mantenidos, tensísimos minutos de realismo sucio pero realismo de “The Radicalisation of D” (basada lejanamente en la historia de David Hicks, extensible al mundo entero que arde).

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En una entrevista que me hizo Juan Terranova sabe dios por qué, me preguntaron qué era lo que debía tener una canción para que me gustase. Creo que respondí lo que pensaba que debía tener para ser magistral. “Ser una narración perfecta de algo que uno ya conoce pero que no ha sido capaz de formular así de bien. Esa capacidad de iluminación (…) Cuando sucede, una canción tiene un poder inmenso”. Las de Gareth Liddiard tiene ese poder. Fluye por sus venas a raudales. Sólo es cuestión de cortar(se) a suficiente profundidad. Bendigo la distanciada aspereza con la que narra las historias, original aunque ya nadie pueda serlo, seria pese a que el humor negro recorre su columna vertebral. Aprecio esa evolución que lo ha llevado desde lo personal (la época en que firmaba cosas como “She Had an Abortion She Made Me Pay For”) hasta una especie de tijera creativa en la cual lo local (hacia la Australia interior) convive con lo universal (siempre la obsesión por el contexto social y la edificación de la personalidad). Envidio su lucidísima percepción de los pecados propios y ajenos y su inflamada frialdad de exposición. Todo lo que lo ha convertido, en fin, en el contador de historias por excelencia de su generación.

Si han leído ustedes “People in Hell Just Want a Drink of Water” (mi cuento favorito de mi escritora americana favorita después de Emily Dickinson, Annie Proulx) y les ha gustado (aunque gustar difícilmente será la palabra), probablemente aprovecharán hasta el mismo tuétano este viaje de Liddiard a través la angustia del nuevo siglo, la culpa colectiva, la extrañeza de vivir, la envidia, el dolor y la ocasional perplejidad de la redención. Ambos comparten una mirada al tiempo ligeramente distanciada y turbadoramente interna, como si filosofasen desde las tripas mismas del monstruo que nos ha devorado a todos y ahora nos digiere, con profusión de aleatorios jugos gástricos, fuego amigo y mentiras guiadas por ordenador. Si ellos se han dado cuenta. ¿Por qué nosotros no? //LUIS BOULLOSA

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