viernes, noviembre 06, 2009

Poeta pop con alma punki




(Teniendo en cuenta que la edición de nuestro querido KAPUT en papel se retrasa y no sabiendo si determinadas cosas podrán entrar en la versión final, vamos soltando lastre. Aquí un tardío obituario en honor Antonio Vega a cargo del Arraiano mayor y Partisano del Pop, Mr. Aser Álvarez. yo tendría alguna cosa que decir al respecto, pero serían casi todo balbuceos nostálgicos y cruces de cables, así que mejor me callo).

“Hagámoslo bien, aunque no vaya a ninguna parte”. Esta frase preside el altar mayor de la bodega donde fermentamos la revista subterránea que ahora te sostiene. Semejante mandamiento vale para casi todo en la vida aunque sea poco práctico y más bien suicida, sobre todo en este país, donde hay que morir para que digan que has hecho algo en la vida. Entonces te conviertes en un mito y todos hablan bien de ti; las falsas alabanzas ruedan por los medios, rebozadas en mierda, y se amontonan entre palabras paja y patatas huecas. No podemos permitirnos el lujo de morir porque todavía no hemos hecho nada realmente bien. Acaso somos inmortales, hasta que se demuestre lo contrario, como con Antonio Vega. Se han dicho tantas tonterías y babosadas sobre él estos días que no sabemos muy bien por donde empezar. Quizás sea mejor hacerlo por el principio, como en la biblia de Dylan Thomas.

Mi oficio consiste en escribir obituarios sobre tipos vivos que sólo serán noticia cuando mueran, porque vivos no pasan de muertables más o menos conocidillos. El trabajar fuera de foco me otorga una libertad que ahora añoro. La actualidad se me viene encima y me adelantan las ruedas de mi propio coche en plena curva. El miedo al vacío me atenaza. La tensión congela mis neuronas y nuevamente recurro al sagrado opio del redactor urgente. Apenas una bolita como una nuez me une cósmicamente a Antonio Vega y a Thomas de Quincey. Ambos lo hacían bien, aunque no fuese a ninguna parte. Cuando podían, claro.

Estamos tumbados en una calle de Malasaña. El tórrido verano del 79 huele a pólvora y bodicrín barato. Buscamos el calor de las piedras y descubrimos juntos el “acojonante estado de bienestar” que nos proporciona esa nueva sustancia, muy de moda entre los rockeros, que nos traslada a algún lugar lejano, adyacente al jardín de antes de haber nacido. El descubrimento de la serenidad total hace que las bulliciosas tabernas del barrio, el orujo de hierbas y la chusma hueca del Penta carezcan ya de sentido para nosotros. Manadas de muñecas peregrinan a Malasaña desde los arrabales y William Burroughs desaparece tras una pesada cortina que huele a sábana picante de Tánger. Antonio Vega asegura que la materia prima del poeta es la palabra, aunque un tipo humilde como él nunca diría algo así. Palabras e imágenes ambiguas con fogonazos perdurables y destellos permanentes, añado yo, siempre pedante, incluso en estado de pedo. De Quincey asiente en silencio, aguanta el humo plateado, tose hasta la muerte y dice que el opiófago sólo se dedica a la ingesta de opio, aunque él haya escrito textos soberbios entre trago y trago de paraíso atormentado. Sólo del caos puede emerger el orden y el rigor, aseguran las comadrejas que corretean por el barrio. Perderse totalmente para recuperarse totalmente, o nunca jamás.

Encendemos la radio. Loquillo está emocionado y algo acojonado; con la muerte en los tacones. Juan de Pablos solloza y no es capaz de articular palabra. Diego Manrique pone algo de realidad. Teddy Bautista hace vomitar hasta a las ardillas enfarlopadas. Antonio Vega ha muerto. Suena un tema suyo de fondo y la emoción viaja a través de las paredes. Antonio parece sonreir tras su flequillo y susurra un poema en la oreja de Marga, que se acurruca en posición fetal, respirando el aliento de su canción. Burroughs lanza un latigazo de cuero sobre su cuaderno de polvillo verdoso. Harto de tanto barullo, De Quincey apaga la radio sin abrir los ojos y se vuelve a tumbar en el catre destartalado de la esquina. El pelma de Calamaro sigue encanutado y dando la chapa con su retórica inconexa de cerebro centrifugadora. Entonces me levanto y coloco la radio bajo las ruedas traseras del camión de la basura, que ahora dobla la esquina del Pico. Hacemos una yam en su capilla ardiente, de cuerpo ausente, sin pagar derechos.

Babosos y hornadas juegan al futbolín en Casa Camacho mientras Gallardón llora la muerte del poeta del pop. Una “plaza” del barrio lleva ahora el nombre de Antonio Vega. Es un pequeño espacio, un meadero, en la confluencia de las calles de Corredera Alta de San Pablo, Velarde y Fuencarral, a unos metros del Penta, donde ahora suena Yes, alguna melodía new wave y rock sureño. Un susurro llega al congreso. Antonio Vega ha sido el único artista pop español capaz de movilizar al jefe de la oposición. Enfrascado en pleno debate sobre el estado de la nación, Rajoy lató pleno y sacó unos minutos para mandar un mensaje de condolencia a la familia de Antonio.

El mismo día de su entierro, los investigadores del aire descubren en la atmósfera luminosa de Madrid veinte sustancias pertenecientes a cinco clases de drogas: cocaína, anfetaminas, opiáceos, cáñamo y ácido lisérgico. Ahora entendemos el egoísmo supino de esos seres misteriosos que corren por las calles disfrazados de deportistas. Doce años después de su propio entierro, Antonio Vega vuelve a cantar La chica de ayer, con su voz más íntima y verdadera, en la plaza del Dos de Mayo. Enrique Iglesias juega en el parque infantil y el Rata se mete un tiro entre los niños. Ya no hay tabernas, ni poetas, ni futbolines en varios quilómetros a la redonda. Y es que Malasaña ya no es lo que era. Pero la música de este tipo, que un día decidió perderse para siempre en los desiertos helados en busca de inspiración, nos sigue haciendo crujir las vértebras con su poética ambigüedad melancólica. Como una colilla que se consume en el suelo, dibujando círculos de humo perfectos.// ASER ÁLVAREZ

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