viernes, enero 18, 2019

Provincianos de una osa menor – algunas vaguedades y una reseña sesgada de OBEY, de Exploded View (Sacred Bones, 2018)

En un rapto de optimismo, semanas atrás, gasté dos días enteros, quizá tres, escuchando música fuera de mi radar habitual, flotando de bandcamp en bandcamp en una deriva gozosa e iluminadora de olvido y celebración de mí mismo. Durante esas jornadas de extraña alteración, especie de resaca retardada de mdma postoperatorio, todo me parecía glorioso, excéntrico o al menos peculiar: una suspensión del prejuicio en la que el gusto -esa bestia entrenada con crueldad y por tanto cruel- permanecía sin embargo atento. Tendré que hablar de ese lapso fabuloso que quizá haya sido lo más cercano a la felicidad que he experimentado en 2018, un año que ha sido para mí más una carnicería que un año. Más un matadero que un tiempo.

Al tercer día resucité a la grisedumbre del mundo: el viaje me dejó en una orilla fronteriza, ya que no del todo familiar. Por Navidad (anticipada) decidí regalarme unos cuantos discos de Sacred Bones Records a los que les tuve ganas hace dos o tres años. No sé si ahora aún se la tengo o fue sólo el pulso del pasado insatisfecho brotándome en las sienes; un mero afán compensatorio; el viejo y estúpido intento de llenar el hueco con materia. Ni siquiera, en realidad, sé si quiero tener o escuchar discos ya. Quizá escucharlos sí, a la contra de la mayoría, que prefiere tenerlos. En todo caso resultaron ser, todos ellos (llegaron puntualmente), artefactos y oscuridades muy paladeables para hipsters inadvertidos del nuevo milenio; buenos ejemplos de lo que somos algunos, a veces, a la espera de unos años veinte que nos rediman de todo este victimismo y toda esta autocompasión: sufrientes nadies a la alargada y estéril sombra de Nick Cave, digamos; dandis del indie lateral sin vocación alguna, por suerte; americanos de cloaca sintética. “Provincianos de la osa menor”, decía Battiatto, preciso, cósmicamente preciso como era su costumbre (y vestidos de gris claro, por no perdernos).

Ni me gusta ni me disgusta ser así, he de decir. Así de idiota. Saberlo me establece en una calma algo falsa pero nada incómoda. Me observo junto a mis congéneres, y me da pereza sentir desprecio o compasión por ellos o por mí. Sentir es una ausencia necesaria, de cuando en cuando.

Provincianos de la osa menor.

Quédense con esa línea y tiren el resto de este escrito a la basura.

A medias entre lo roto y lo pulido, entre lo underground y lo comercial para supuestas minorías, es quizá ese punto medio lo que me fascina del catálogo de ese sello, Sacred Bones. Y es lo mismo que me fascina de mí mismo, sospecho. A todos acaba por fascinarnos en cierta medida lo que nos es consustancial y medular, so pena de desaparición. Otro tanto puede decirse de Obey, de Exploded View, el disco que rescato hoy de la marea y su reflujo, de la resaca y su muerte, del inicio del fin de la transformación que me lleva a un lugar distinto. ¿Qué lugar? Apenas lo atisbo aún, pero no es este. Y la banda sonora del viaje es a medias la vieja cosa malforme en la que chapoteé muchos años y a medias un vaho de posibilidad hecho de cristal molido y vendido luego en la calle como polvo de estrellas. Te tangan, pero sólo porque es lo que deseas. ¿No es así? Todo en lo subyacente, cada día, en cada gesto menor, refleja un oculto anhelo de sacrificio. ¿No es así?

Obey hace bien el papel de vaporoso pero definido psicopompo para el caso; tan necesario para un hombre que avanza por los cuarenta y llega solo a fin de año; tan necesario para alejar las pulsiones de justicia retrospectiva que lo acechan, la tentación del ajuste de cuentas, de la evaluación, de la síntesis profética inevitablemente pixelada. No se trata, parece decirme el disco, de consignar lo que fue, los datos y cuentas de la pérdida, sino de avanzar gentilmente a través de la puerta invisible: “deja tus ropas aquí, yo te arrullararé el paso ejerciendo de pequeña Nico casera”. ¿Distingues, en esta cosa doméstica, el réquiem de la bienvenida, el fuego que incinera del que purifica la carne nueva? Asume que te gusta esa flauta solitaria que trina en “Letting Go of Childhood Dreams”. Apropiado, apropiado título, my little prince.

Cosa fantástica del arte, que siendo archivo puede ser también acto de abandono. ¡Dualidad maravillosa y siniestra! (dejen que me ponga valleinclanesco). Asombro de las ondas perpetuas y al tiempo cosa manifiesta oculta en la ola magnética que nos revuelca. Placer de que no todo sea pequeño dentro de la enormidad. Chapuzón, no por modesto menos indicativo de una totalidad con la que deseamos estar en paz. Y en igualdad. ¿Acaso no somos idénticos al todo? Igual de fútiles, inexistentes, igual de audibles (como un eco). Igual de presentes y totalitarios, extrañamente evidentes en la sombra. Sí, lo somos.

¿Pienso esto porque escucho este disco, acaso? Me inclino por pensar que, en cambio, el disco simplemente activa la compuerta de ese pensamiento clásico, preexistente, eterno e inexistente también él. ¿Es mágico, acaso, este disco? Al contrario, me resulta un disco cautivador pero sincrético y asumible. Eso es lo que me gusta de él. Eso es lo que me permite abrazarlo con tranquilidad, casi con un amor momentáneo. La magia de que se abra la compuerta la podrían haber provocado, lo sabemos, muchos otros discos, muchas otras luces. Pocas cosas más susceptibles de abrirse que un cierre aburrido de serlo. Todas las fortalezas desean caer (ya que para la caída fueron, precisamente construidas, a veces con mimo extraordinario).

No son, todos estos, sentimientos que floten en mi interior normalmente, se lo aseguro, querido amigo invisible, elusivo interlocutor, mon semblable, etc. Algo ha debido cambiar, pues, y yo me pliego a ese cambio con cómica reverencia. Literalmente, hago una reverencia y me río. Luego bailo, por dentro, escuchando “Come On Honey”, que se sale por la tangente y orbita burlonamente sobre el vértice polar de los Jesus and Mary Chain y coetáneos, ruidistas pero rockeros. Pongan el disco otra vez. Es Nochebuena y no hay nada mejor que hacer. Pongan el disco otra vez.

“Saber perdonar termina por uno mismo. Es así comprensible, en cierto modo, el perturbador narcisismo de los profetas y los santos”. Eso escribí hace un tiempo. Hay algo en este cambio de fase del que hablo que pide exactamente eso, perdón. Un perdón universal que a todos nos cuesta amputaciones internas y silenciosas, pero sin el cual el nuevo hombre no crecerá jamás. ¿Y si no quieres un nuevo hombre, qué quieres, pasados los cuarenta? Uno silencioso y alegre, que pueda pasarte la pena del mundo con un beso en la mano, transformada en algo luminoso. Estamos lejos. Estamos en la puerta.

Entendido, se puede hacer. Entendido, la entrega a la corriente es más un acto de voraz anestesia, de festiva dejadez, que un destino. La palabra destino carece de sentido.

He visto a Buda bajo su árbol que arde.

He visto a Kate Bush cabalgando un alma cromada a la primera sombra de las autopistas.

He visto a los osos jugando en mi patio, deseando conmigo una nieve perfecta y universal.

“Suelta la mano”, dicen todos. "Suelta la mano, baby".

Y así debe ser.

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