Hay discos que son trampas para elefantes plantadas en medio del callejón de la droga. Crees que sales a fumarte un canuto y echarte unas risas con un toyboy que acabas de conocer y cuando te das cuenta estás amordazado en un sótano con dos travelos negros enmascarados que están a punto de darte lo tuyo, sea lo que sea lo tuyo. El primer largo de Claw Toe –engañoso, enfermo, inesperadamente oscuro, potencialmente disfrutable- es exactamente eso. Arranca como una efectiva demostración de Rock&Roll arcano y humorístico (“Breakout”, “Geriatric Stalker”) y te deja bailar internándote en una pista donde en realidad no hay nadie más (“Happy”, “Fascist Elect”). A mitad de viaje notas que la iluminación ha decrecido y los teclados se han vuelto extrañamente amenazantes, pero, qué cojones, es tu noche libre, a ver a dónde lleva. Para cuando te arrepientes es muy, muy tarde, y te has embarcado en una secuencia paisajística y terrible, en un hilo de horrísonas polaroids emitidas desde el lugar donde se educan los asesinos en serie. En ese rush final, la oscuridad permea el hueso y se hace intensa, permanente, total. La gracieta lateral se ha convertido en un chiste enfermo inoperable. Lo que había empezado como un disco carnavalesco, oscurito pero festivo, es ahora un desolado paseo por la ciudad zombificada, un mal sueño post Cramps que uno puede disfrutar, mucho, pero sólo si le va ese tipo de marcha.
Escuchado superficialmente, el oyente notará sin duda esa
tensión creciente y esa deriva a negro, y el disco será interesante un rato. Pero
poniendo algo más de atención y leyendo las descojonantes y a menudo
desoladoras letras, dejándose llevar por el minimalista, amenazante uso de las
teclas (un diez para Laurence Ocampo), podrá además entenderlo como un comentario
ilustrado, panorámico, sobre un mundo en que todos vivimos de un modo u otro.
Ahí es donde el disco se vuelve extraordinario, siniestro y pertinente, hasta
resultar gozosamente molesto para nuestra querida corrección política. ¿Qué ha
pasado? Nos preguntaremos. Hace un momento estaba riéndome con un tema sobre un
pajero compulsivo que me recordaba lejanamente a Ian Dury (“Five Knuckle
Shuffle”), con una cosa infantiloide y familiar, y ahora de pronto estoy aquí,
en la puta Desolation Row. De repente esto es un mal viaje de LSD de Daniel
Johnston. El que lo dejó definitivamente pallá…
There's a black man outside the barracks
Blowing a gasket.
Cars collide!
Smash and break the toys in the grass of the park where the children play.
But regardless of who's getting killed, or raped, or ripped off, or beaten, or mugged we'll have sandwiches for lunch! Munch, munch, munch, munch!
Hay algo de genio en hacer esa transición de modo que el oyente se deslice por ella como por un gozoso tobogán engrasado, sin darse cuenta de que cae a un pozo de mierda seca y sueños anales en floración. Hay algo de genio en hacerte pasear por la necrópolis sin que el pánico supere a la fascinación y sin ponerse nunca épico. Hay algo de genio en hacer que el tren de la bruja se convierta en el puto túnel oscuro donde las cosas malas pasan de verdad. Hay algo de genio en que todas esas instantáneas en formato single de tres minutos tengan de pronto sentido juntas, como celdillas de una urbe en silencioso colapso, claustrofóbica y jodidamente parecida a la vida de uno. O, digamos, a las partes menos iluminadas de la vida de uno.
Claw Toe lo consigue en parte con la vieja e infalible fórmula de las canciones punk de sustrato garagero, clásico, infectadas por los tumores estrambóticos y aterradores que produce la cultura trash en su colisión con la vida diaria (si es que ambas cosas no son sólo una). Están, más por su vibración mental que por su sonido -voluntariamente bruto, grumoso, en roca- cerca de la larga y variable dinastía grupos afectados por lo malsano. Digamos, salvas las distancias, The Cramps, los primeros Dwarves, The thirteen Floor Elevators, The Seeds. Por ejemplo. Siga usted con la lista. Lo consiguen también, coagulando la amenaza con un rush final into the fuckin’ dark (“Vampire”, “Psychological Destruction”, “Red Carpet Dystopia”, “Night Run”, “Vibration”) que es estudiable como uno de los descensos al mal rollo mejor graduados y más inesperados –y divertidos, para que negarlo- que recuerdo.
Cierran jocosamente con “Back Door”, ejerciendo como unos
Turbonegro de baja resolución, y sería fácil quedarse con eso. Más difícil pero
mucho más necesario es dejar pasar garganta abajo el retrato de nosotros mismos
que nos devuelve su chalado pero lúcido espejo. Ese en el que están los
desesperados turnos de noche, el merodeo sin sentido por los patios traseros de
occidente, el vampirismo metafórico y no metafórico, el anémico brillo azul de
las pantallas emitiendo porno amateur mientras la parienta duerme, la soledad
terminal del hombre blanco en bancarrota espiritual que inventa chistes sobre
sí mismo. Y todos los parques vacíos, todos los patios de atrás, todos los
crímenes posibles.
Hay algo de genio, sí, en hacer todo ese diario y vacío horror tan divertido.
Debe ser eso que llaman Rock&Roll.
NOTA: Pronto tendremos entrevista con Mr. Darius Hurley, comandante de todo este sinsentido, para que nos cuente historias bonitas. Mientras, también vale la pena echarle un ojo al single y el EP anteriores de la banda, más ruidosos y algo más experimentales, pero igualmente disfrutables.
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