viernes, agosto 02, 2013

Elegancia y R&R (VII) - Van Morrison, EL REY QUE RABIÓ



Prometí hace dieciséis años que jamás volvería a pagar por ver a Van Morrison en directo. Fue un 27 de febrero de 1997, tras su infame espantada de La Riviera, y lo he cumplido con rigor y pena, porque pocas músicas han resultado tan curativas para mí, a través de los años, como la del hosco Leónidas del ‘celtic soul’ (siempre me pareció una mala etiqueta, esa). Porque si algo mágico tiene lo de Van es su inusual e intensa capacidad de sanación, elemento precioso del que muy, muy pocos pueden presumir: su música está llena de luz y transmite paz y alivio, plena de burbujeante y fluida, renovadora savia vital, lo cual fácil de comprobar sin necesidad de ser ningún experto: se pone uno el "Best of" (Vol.I) en una mañana de resacón y ahí está, esa gomosa, translúcida cualidad que lo ayuda a uno a renacer, como sacándolo perezosamente de un sueño a la vida, y sobre la que el amigo conjuga géneros clásicos con pasmosa naturalidad y autoritario, sensible vozarrón.
 
Ahora bien, el tipo es un cretino integral, cuando quiere. Y aquella noche fue así, inesperadamente. Lo he contado tantas veces que temo haber deformado mi visión del asunto,  así que busco en internet y encuentro una reseña de Diego Manrique publicada al día siguiente de aquel concierto y que fue recogida en el libro "Viaje a Caledonia" . Parte de lo que recuerdo está consignado en ella: la banda completísima –yo recordaba trece elementos, parece que eran doce, con el jefe-, las versiones dúctiles y libres de temas que esquivaban la obviedad –ningún hit de los coreables por la masa- y la estricta sumisión al mandamás, con Van como verdadero director de orquesta, llevando el pulso, cortando los solos cuando le parecía oportuno, ejerciendo de ‘capo di tutti capi’ con autoridad un poco exhibicionista, enfundado en ese saco negro que lo hacía parecer un último, diminuto y rechoncho Blues Brother.
 
También cuenta Manrique cosas que yo no recordaba. Que en la banda estaba nada menos que Georgie Fame, por ejemplo. Difícilmente lo podía recordar, claro, porque con 21 años, la verdad, yo no tenía la más reputa idea de quién era Georgie Fame. Bendita ignorancia.
 
Por desgracia sí que recuerdo bien como el concierto empezó con puntualidad extrema, y como Van sonaba ya cuando fuera había al menos 500 personas incapaces de entrar a tiempo, y que, probablemente, habían acudido con española prudencia y previsión para llegar hacia el final del pase de unos teloneros a los que no se veía por ninguna parte.
 
Y por desgracia también recuerdo como Van dio la espantada sin sentido alguno, justo antes de embocar la recta final de un bolo que, cierto, estaba siendo histórico, al menos para unos oídos jóvenes como los míos de entonces (pocas veces, incluso ahora puedo decirlo, he oído a una banda sonar así). “De todas formas”, contaba Manrique sobre la huida, “se sabe que el Van Morrison de ahora es un caballero satisfecho en amores. Eso, significa que hoy nos toca un Morrison relajado, que habla entre canciones y parece estar contento de la situación. Hasta que llega un momento que pide tranquilidad, lo requiere el clima de la siguiente canción. Lo pide una, dos, tres veces. Alguien no hace caso y Van Morrison protesta. ‘Así no puedo hacer esta canción’ y se acaba la noche”.
 
La clave, en efecto, está en la palabra “alguien”: tres mil personas se callan y tú te mosqueas por quince que farfullan –algunos de los cuales, por cierto, eran un grupo de irlandeses que estaban frente a mí- y cortas por lo sano, sin despedida, sin un "gracias", sin dar la cara, escurriéndote como una sombra de mono cabreado, con un simple mutis por el foro que viene a significar “que os den, ahí os quedáis, gilipollas”.
 
A mí, particularmente, no me gusta pagar para que me insulten, aunque ahora casi recuerde con nostalgia lo que me costó ahorrar las 3.800 calas de la entrada, dinero para un chaval de entonces: de lejos, el concierto más caro al que había ido jamás.
 
Pero aún quedaba lo mejor: alguien –ignoro si fue Van, pero supongo que sí- obligó a los pobres teloneros previstos –unos tales Outsider, dice Manrique, a los que yo recuerdo correctos y aseados- a tocar DESPUÉS de su pase. Entre eso y la floja sangre de mis propios colegas, que dieron por bueno todo el despropósito sin darle más vueltas (“Mientras estuvo, estuvo muy bien”) terminaron de sacarme de quicio para siempre. Hubiera preferido una lluvia de mecheros o de salivazos -que yo no empecé, claro-, pero para entonces, finales de siglo, Van ya se había labrado un público tranquilo, capaz de soportar sus ‘boutades’ y sus vientos de imposible ‘prima donna’ a cambio de un poco de magia destilada, o que, simplemente, acudía al concierto como a un evento social, para cubrir con elegancia y buena nota 'su' espectáculo rock del año. De hecho, mientras yo aún flipaba con todo el tinglado, la sala ya estaba medio vacía. Los pobres Outsider: tocaron para 50 personas en una sala de 3.000. Y la mitad nos quedamos por cristiana compasión.
 
No, Leónidas, no. Las cosas no se hacen así.
 
En fin.
 
Quizá ahora, que los conciertos de más de hora y media se me antojan maratones, quizá ahora que conozco gente que me podría colar en la trastienda, quizá ahora que miro los desmanes del ego de artista como quien ve llover, quizá ahora hasta hubiese agradecido el corte y el desplante. Me hubiesen resultado graciosas niñerías. Me hubiesen sonado a ‘dejá vu’ y a cuento chino. A cosa de la vida. Me hubiesen ahorrado otra hora de gloria pop incandescente, que acaso me sobra ya. Pero sucedió entonces, y yo soy cabezón y empecinado, así que -con alto riesgo de estar equivocándome- siempre que después me han dicho “Vamos a ver a Van Morrison” he contestado “No”, incluso cuando han intentado invitarme. Pero siempre que han preguntado “¿Ponemos un disco de Van?” he respondido, “Toma, claro”, estilo Don Camilo. Toda la falta de clase, toda la ausencia de elegancia esencial y humanidad que la salchicha peleona pueda tener en persona, la compensa su música, que al cabo, también es él, ahora y siempre. Es uno de esos hijos de puta redimidos eficazmente por su arte. Los hay.
 
Recuerdo un viaje sin rumbo con un amigo, cortando a través de la provincia de Guadalajara, hacia el sur, evitando las autopistas y pisándole por regionales, bordeando pantanos, escuchando “His Band and the Street Choir” (Warner, 1970) y, cerrando los ojos, aún puedo percibir la iridiscente luz que proyectaba la escena.
 
Todo eso pasó y vinieron otras cosas.
 
Bajo hasta Pontevedra ayer de mañana, a tomarme unas birras, y en el Gato Cheshire están poniendo un vídeo en directo del hombre, que embutido en una camisa amarilla, cual albóndiga del soul, imparte unas clases magistrales de sentimiento y curación emocional con gesto concentrado. Es un video de directo  antiguo, y Van tiene esa extraña y rubicunda cara suya de frustración que tan paradójica me resulta siempre.
 
Salgo a la terraza, en  la calleja que baja hacia el este, donde puedo fumarme un pitillo y escuchar su música llegando acolchada hasta mí.
 
La gente habla de cuantas ligas ganó el Tottenham. Pero eso me da igual.


 

3 comentarios:

Van Morrison dijo...

Yo si que no pago por veros

Indómito Pagano que apura la frenada en todas las mañanas del Mundo dijo...

Se rumorea en el Oeste que las ligas eran del Everton.

Empanado que se llama la figura.

Hildisvinci dijo...

Está más que comprobado que las únicas ligas que nos importan ya no se llevan.
Ni siquiera en la vetusta Pontevedra.