Prometí hace dieciséis años que jamás volvería a
pagar por ver a Van Morrison en directo. Fue un 27 de febrero de 1997, tras su
infame espantada de La Riviera, y lo he cumplido con rigor y pena, porque pocas
músicas han resultado tan curativas para mí, a través de los años, como la del
hosco Leónidas del ‘celtic soul’ (siempre me pareció una mala etiqueta, esa).
Porque si algo mágico tiene lo de Van es su inusual e intensa capacidad de
sanación, elemento precioso del que muy, muy pocos pueden presumir: su música
está llena de luz y transmite paz y alivio, plena de burbujeante y fluida,
renovadora savia vital, lo cual fácil de comprobar sin necesidad de ser ningún
experto: se pone uno el "Best of" (Vol.I) en una mañana de resacón y
ahí está, esa gomosa, translúcida cualidad que lo ayuda a uno a renacer, como
sacándolo perezosamente de un sueño a la vida, y sobre la que el amigo conjuga
géneros clásicos con pasmosa naturalidad y autoritario, sensible vozarrón.
Ahora bien, el tipo es un cretino integral, cuando quiere.
Y aquella noche fue así, inesperadamente. Lo he contado tantas veces que temo
haber deformado mi visión del asunto, así que busco en internet y
encuentro una reseña de Diego Manrique publicada
al día siguiente de aquel concierto y que fue recogida en el libro "Viaje a Caledonia" . Parte de lo que recuerdo está consignado en ella: la banda
completísima –yo recordaba trece elementos, parece que eran doce, con el jefe-,
las versiones dúctiles y libres de temas que esquivaban la obviedad –ningún hit
de los coreables por la masa- y la estricta sumisión al mandamás, con Van
como verdadero director de orquesta, llevando el pulso, cortando los solos
cuando le parecía oportuno, ejerciendo de ‘capo di tutti capi’ con autoridad un
poco exhibicionista, enfundado en ese saco negro que lo hacía parecer un
último, diminuto y rechoncho Blues Brother.
También cuenta Manrique cosas que yo no recordaba.
Que en la banda estaba nada menos que Georgie Fame, por ejemplo.
Difícilmente lo podía recordar, claro, porque con 21 años, la verdad, yo no
tenía la más reputa idea de quién era Georgie Fame. Bendita ignorancia.
Por desgracia sí que recuerdo bien como el
concierto empezó con puntualidad extrema, y como Van sonaba ya cuando fuera
había al menos 500 personas incapaces de entrar a tiempo, y que, probablemente,
habían acudido con española prudencia y previsión para llegar hacia el final
del pase de unos teloneros a los que no se veía por ninguna parte.
Y por desgracia también recuerdo como Van dio la
espantada sin sentido alguno, justo antes de embocar la recta final de un bolo
que, cierto, estaba siendo histórico, al menos para unos oídos jóvenes como los
míos de entonces (pocas veces, incluso ahora puedo decirlo, he oído a una banda
sonar así). “De todas formas”, contaba Manrique sobre la huida,
“se sabe que el Van Morrison de ahora es un caballero satisfecho en amores.
Eso, significa que hoy nos toca un Morrison relajado, que habla entre canciones
y parece estar contento de la situación. Hasta que llega un momento que pide
tranquilidad, lo requiere el clima de la siguiente canción. Lo pide una, dos,
tres veces. Alguien no hace caso y Van Morrison protesta. ‘Así no puedo hacer
esta canción’ y se acaba la noche”.
La clave, en efecto, está en la palabra “alguien”:
tres mil personas se callan y tú te mosqueas por quince que farfullan –algunos
de los cuales, por cierto, eran un grupo de irlandeses que estaban frente a mí-
y cortas por lo sano, sin despedida, sin un "gracias", sin dar la
cara, escurriéndote como una sombra de mono cabreado, con un simple mutis por
el foro que viene a significar “que os den, ahí os quedáis, gilipollas”.
A mí, particularmente, no me gusta pagar para que
me insulten, aunque ahora casi recuerde con nostalgia lo que me costó ahorrar
las 3.800 calas de la entrada, dinero para un chaval de entonces: de lejos, el
concierto más caro al que había ido jamás.
Pero aún quedaba lo mejor: alguien –ignoro si fue
Van, pero supongo que sí- obligó a los pobres teloneros previstos –unos tales Outsider,
dice Manrique, a los que yo recuerdo correctos y aseados- a tocar DESPUÉS de su
pase. Entre eso y la floja sangre de mis propios colegas, que dieron por bueno
todo el despropósito sin darle más vueltas (“Mientras estuvo, estuvo muy bien”)
terminaron de sacarme de quicio para siempre. Hubiera preferido una lluvia de
mecheros o de salivazos -que yo no empecé, claro-, pero para entonces, finales
de siglo, Van ya se había labrado un público tranquilo, capaz de soportar sus
‘boutades’ y sus vientos de imposible ‘prima donna’ a cambio de un poco de
magia destilada, o que, simplemente, acudía al concierto como a un evento
social, para cubrir con elegancia y buena nota 'su' espectáculo rock del año.
De hecho, mientras yo aún flipaba con todo el tinglado, la sala ya estaba medio
vacía. Los pobres Outsider: tocaron para 50 personas en una sala de 3.000. Y la
mitad nos quedamos por cristiana compasión.
No, Leónidas, no. Las cosas no se hacen así.
En fin.
Quizá ahora, que los conciertos de más de hora y
media se me antojan maratones, quizá ahora que conozco gente que me podría
colar en la trastienda, quizá ahora que miro los desmanes del ego de artista
como quien ve llover, quizá ahora hasta hubiese agradecido el corte y el
desplante. Me hubiesen resultado graciosas niñerías. Me hubiesen sonado a ‘dejá
vu’ y a cuento chino. A cosa de la vida. Me hubiesen ahorrado otra hora de
gloria pop incandescente, que acaso me sobra ya. Pero sucedió entonces, y yo
soy cabezón y empecinado, así que -con alto riesgo de estar equivocándome-
siempre que después me han dicho “Vamos a ver a Van Morrison” he
contestado “No”, incluso cuando han intentado invitarme. Pero siempre que han
preguntado “¿Ponemos un disco de Van?” he respondido, “Toma, claro”, estilo Don
Camilo. Toda la falta de clase, toda la ausencia de elegancia esencial y
humanidad que la salchicha peleona pueda tener en persona, la compensa su
música, que al cabo, también es él, ahora y siempre. Es uno de esos hijos de
puta redimidos eficazmente por su arte. Los hay.
Recuerdo un viaje sin rumbo con un amigo, cortando
a través de la provincia de Guadalajara, hacia el sur, evitando las autopistas
y pisándole por regionales, bordeando pantanos, escuchando “His Band and the
Street Choir” (Warner, 1970) y, cerrando los ojos, aún puedo percibir la
iridiscente luz que proyectaba la escena.
Todo eso pasó y vinieron otras cosas.
Bajo hasta Pontevedra ayer de mañana, a tomarme
unas birras, y en el Gato Cheshire están poniendo un vídeo en directo del
hombre, que embutido en una camisa amarilla, cual albóndiga del soul, imparte
unas clases magistrales de sentimiento y curación emocional con gesto
concentrado. Es un video de directo antiguo, y Van tiene esa extraña y
rubicunda cara suya de frustración que tan paradójica me resulta siempre.
Salgo a la terraza, en la calleja que baja
hacia el este, donde puedo fumarme un pitillo y escuchar su música llegando
acolchada hasta mí.
La gente habla de cuantas ligas ganó el Tottenham.
Pero eso me da igual.
3 comentarios:
Yo si que no pago por veros
Se rumorea en el Oeste que las ligas eran del Everton.
Empanado que se llama la figura.
Está más que comprobado que las únicas ligas que nos importan ya no se llevan.
Ni siquiera en la vetusta Pontevedra.
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