jueves, julio 25, 2013

Elegancia y R&R (y III) – HUMO DE BURRO


No sé quién fue el responsable de que la heroína se convirtiera en un elemento más de la moda, cargado además con cierta aura maldita en la que se mezclaban literatura y poderes mágicos. Quizá aquel pájaro ígneo y rengo del que Cortazar habló en “El Perseguidor” y al que muchos con menos talento intentaron asemejarse por vía intravenosa. Mi generación, aquí en Galicia (los nacidos en torno al 75) vio demasiados yonquis de cerca, vivos y muertos, como para tropezar en la misma piedra contra la que las anteriores se habían dejado los piños, así que apenas conozco coetáneos míos fascinados por el jaco: prefirieron meterse todas las demás.

Pero “la heroína es LA droga”, decía un amigo mío, “el resto son insignificantes a su lado”. Y es indudable que ha estado ahí durante todo el desarrollo de la música moderna y que algún que otro ejemplo milagroso ha permitido que en torno a ella creciera el mito, un mito de transgresión que en el Rock&Roll ha sido encarnado por muchos y, de manera mayúscula, por esa botica humana llamada Keith Richards. Ni fue el primero ni el último, pero está vivo, y fue él quien acuñó para siempre, en los primeros setenta, sobre discos enormes y turbios,  esa imagen indeleble y oscura, ese ‘charme’ sonámbulo del rockero yonqui irresistiblemente romántico y canalla; del pirata desharrapado, sardónico, resacoso y, pese a todo, vivaz. Un icono que luego han desgastado tristemente muchos tarados mentales (mención especial para todo el rollo “sleaze” angelino) y que ha pasado cara factura a más de un hombre de talento con demasiada querencia por el mito. “Otros por menos se han muerto”, cantaba Rosendo en “Maneras de vivir”. Por mucho, mucho menos. Que se lo digan a Gram Parsons, que por el sendero de la amistad tóxica con Keef llegó rapidito a una extraña  tumba. Que se lo digan a Johnny Thunders que la palmó solo, con Willy De Ville como vecino de pensión y pasión, en Nueva Orleans, convertido en una sombra depauperada de sí mismo.
En todo caso, Keith creó escuela estética: su imagen y su actitud fueron espejos en los que se miraron con delectación varias generaciones de niños terribles deseosos, quien sabe si inconscientemente, de no llegar a viejos, de quemarse rápido en lugar de desvanecerse lentamente. La misma estupidez de siempre, si se quiere, pero lo cierto es que cada rockero que mira de lado e invoca un riff con mano desganada mientras un pitillo le abrasa los labios se lo debe todo a él. Desde el citado y ocasionalmente glorioso Thunders hasta el patético tipo de los Pereza, cuyo nombre no recuerdo. A quien se lo debe él, Keef, lo ignoro: pueden preguntarle. Lo cierto es que sin ser él mismo un icono trágico, sus hijos espirituales han sido por lo general varones de desgracias. Experimentados en quebrantos. La flor y nata del mal fario.
Por supuesto, la lista de (más o menos) heroinómanos independientes y con talento pese a la adicción ha sido larga y dispar en sus estilos: desde Lou Reed -cuya epopeya vital y artística quizá sea la más interesante de entre los yonquis rockeros- hasta el prodigioso guitarrista Robert Quine; del pesado de Clapton al aberrante Morfi Grey, el tigre de Cornellá; desde Richard Hell a Corcobado, por hablar de malditos autoproclamados; de Dylan Carlson a Josetxo Bicho, por acercarnos a lo extraño y atípico. La columna se haría interminable y sorprendería por su variedad y su calidad a quien predique demasiado rápido sobre las cualidades anuladoras de la droga. Por encima de lo personal, incluso, escenas musicales enteras parecen haber estado sumergidas en humo de burro: La de Seattle pre-grunge, por ejemplo (como se podía ver, desoladoramente, a toro pasado, en aquel viejo documental llamado “¿Quién mató a Kurt Cobain?”). Varias de las subescenas australianas, también, con sus consiguientes racimos de fiambres que ya nadie recuerda. La escena punk española de los ochenta, hasta las trancas. La escena neoyorquina pseudointelectual, en sus diversas fases. Y así ad nauseam.
En cuanto a estilo, sin embargo -si hablamos de la elegancia necesaria para autodestruirse con cierto ‘savoir faire’- la línea más peculiar y nutrida es, para mí, la que tiene como espina dorsal la conexión que une a Richards con Thunders y a Thunders con otro de los grandes secundarios del rock, Nikki Sudden, una frontera en la que el romanticismo de recortable infantil, la cruda realidad de la hipodérmica y la vanidad de dandi oscuro con algunas lecturas encima se daban la mano con indudable encanto.
De Richards no hablaré porque ya se ha hecho demasiado. Conste que lo admiro, pero conste que lo considero también el más taimado de los tres, el menos romántico de lejos, dentro de que los artistas suelen ser almas cándidas por definición. Es listo y no quiere morir, y ha tenido suerte. Romántico incurable, sorbido el seso por los discos, quijote apaleado, es el que sueña con princesas y viajes imposibles, acordes secretos, chaquetas doradas y champán y jamaro al atardecer. El que se folla a las princesas, viste las chaquetas, hace los viajes, inventa los riffs y ve caer el sol puesto a gusto y con dinero en el banco no es romántico, es vividor, probablemente inteligente e, indudablemente, afortunado. Son sus émulos, los que siguen su camino sabiendo que a la mesa no habrá probablemente nunca nada más que despojos, los que merecen atención cercana en su adorable patología.
Thunders daría –él o su triste historia, o ambos- para varios capítulos en sí mismo, y quizá describió, en su canción “You Can’t Put Your Arms Around a Memory”,  la esencia misma de esa concepción del rock que con él alcanzaba un culmen “loser” del que Keef carecía:
 
“No vale la pena intentarlo
Todos los chicos listos saben por qué
Eso no significa que no lo haya intentado
Sólo que nunca sé porqué
(…)
No puedes abrazar un recuerdo
No puedes abrazar un recuerdo”

Desde luego que lo intentó abrazar, una y otra vez. He disfrutado mucho de su música y su doliente voz, pero no tanto como para ser un experto en su vida, más allá de lo elemental. Baste aquí con una anécdota que me vino dada casi por casualidad: Contaba Alberto Garcia Alix, una vez que lo entrevisté, que Rayito tenía la mala costumbre de, después de chutarse, vaciar la sangre de la jeringa contra las paredes. Tras la primera bronca y consiguientes disculpas, volvió a hacerlo, para desquicie del fotógrafo, dueño a la sazón de la casa y por tanto de las paredes. “Mucho tiempo después”, comentaba Alix, “lo pensé y me di cuenta de que el verdadero retrato de Johnny Thunders, el retrato bueno, hubiese sido esa mancha de sangre en la pared”. Nunca lo hizo, pero al menos podemos disfrutar de un retrato frontal más explícito y triste que muchos libros, y que ahora, creo, se conserva en la colección del museo Reina Sofía. Ironías. ¿Qué piensa ese joven agitanado de ojos lorquianos? ¿Con qué nos interroga? En su inocencia imposible de chavea de poblado, esa mirada es para mí una sonrisa de Gioconda.
Pero a quien le tengo especial cariño, en realidad, es a Nikki Sudden, porque sí lo conocí en persona, aunque fuera fugazmente, y porque mi primera incursión en prensa musical fue precisamente un artículo sobre una de sus bandas, los suntuosos, callejeros, desgarbados, sentimentales, inigualables The Jacobites, una banda que no encontrarán ustedes en las listas de esenciales porque esas listas nunca sirvieron para nada. El artículo lo publicó Ruta 66 en febrero de 2003. Yo tenía 27 añitos entonces y me llenó de orgullo, para qué negarlo, poder colaborar con una revista que había significado tanto en mi asilvestrada  educación sentimental; me consta que a alguna gente le gustó, y un día de estos lo recuperaré para los lectores de KAPUT. Para su confección me moví hasta mi tierra y cacé a Sudden en una minigira gallega. De ese periplo, de sus conciertos memorables en el Hanoi de Vigo y el Vinilo de O Grove, dos garitos fabulosos que ya son historia, y de una desquiciada sesión de fotos que hicimos con el hombre explayándose caballeroso sobre varios barcos de pesca embarrancados, hablaré en otra ocasión con más tiempo, porque vale la pena. Buscaré las instantáneas, también. Me conformo ahora con  recordar su estampa y sus fijaciones, que eran, al cabo, las que sostenían esa estampa. Y se me viene a la cabeza aquella frase definitiva, que procede en este caso y que me soltó él, entonces: “Ya sólo me meto cocaína. Bueno, si hay caballo lo pillo también, por si acaso”.
Decía el insufrible Johnny Deep –que nunca será un rockero y mucho menos un tipo elegante- cuando le preguntaban por su papel en la primera entrega de “Piratas del Caribe” que para su composición del capitán Jack Sparrow se había inspirado en la figura y maneras de su “amigo” Keith Richards. Yo, que a Richards no lo conozco, lo primero que pensé al ver la película fue en Nikki Sudden: Nikki Sudden caminando sobre esos barcos de los que hablo con su amaneradísimo paso trastabillado. Esa indolencia siempre a punto del traspiés, ese reclinarse sobre muros que no están, ese relamerse mentalmente, esa somnolencia de fondo… eran de Sudden, y si eran de Richards también, habrá que concluir que el discípulo había copiado al maestro a la perfección, no sólo en unos cuantos temas de Rock&Roll añejo y en los vicios, sino también en el porte, la caída de ojos, el revoloteo de manos y la abulia socarrona en general. Como añadidos personales de maese Súbito habría que apuntar un eterno resfriado cocainómano que le permitía usar pañuelos bordados.
Y aunque probablemente fuese lo contrario a un Dandi en ciertas cosas –porque es difícil serlo cuando se vive al borde- el cabronazo tenía una indudable elegancia natural que concordaba con lo que a uno se le ocurre cuando le da por pensar, dejándose llevar por el niño interior, en la revolución francesa, los rebeldes escoceses, los piratas, la isla del tesoro… Algo de película de Errol Flynn que hubiese terminado extrañamente mal, derivando a mitad de metraje hacia un tono de desabrido neorrealismo alemán, si es que tal cosa existe. Como habitante de esa ola de nostalgia que rompe en espuma tóxica, allá en la sima, su figura era casi perfecta. Como ejemplo de ese rock para el que ser un perdedor es medalla y corona, era un rey. Cuando la ola lo engulló por fin, escribí para él un sentido obituario en este mismo fanzine.
Por supuesto, la elegancia, la que se tenga, se manifiesta en las demás cosas que uno intente hacer, no sólo en la facha, y Nikki fue un artista original y certero en bastantes momentos. Primero con los seminales (tenía que meter la palabrita) Swell Maps, después con los Jacobites, que, por muy derivativos que fueran, tuvieron también algo visceralmente propio, algo brillante y personal en el fondo de la charca, con su desafinada dejadez de baladas al trote, cosidas de retales y venidas de un mundo ya muerto. Por último, en solitario, con algunos trabajos apreciables y radicales que cerró a medias con Rowland S. Howard, un geniecillo algo olvidado. Incluso en sus últimos esfuerzos, más obvios, permanecía esa voz personalísima que me cautivó para siempre la primera vez que escuché “Robespierre’s Velvet Basement” -un disco mágico fuera de época- y por la que uno podía reconocerle a millas de distancia: nasal, impostada, afectada hasta lo preciosista, entonando casi siempre la misma línea melódica fuese cual fuese la canción. Igual que él.
Como Thunders, Sudden murió en una habitación y una ciudad que no eran las suyas. Unos años antes había muerto también su hermano, el luminoso Epic Soundtracks, de una sobredosis de barbitúricos.
Pienso en ellos, y en otros, y pienso, sé, que sin los drogadictos y los majaras el rock apenas sería nada, el jazz sería la música más aburrida de la historia, el punk español carecería de filo y de tragedia, el pop madrileño no tendría a sus pobres mártires ñoños desdentados o muertos en portales, y que nos habríamos perdido algunas tonadillas esenciales del macarreo australiano (“Chase the dragon”, por ejemplo) y algunas universales hits iniciáticos (“Brown Sugar”, sin ir más lejos). En ese panegírico del abuso y la alienación podría enredarme hasta extenuar mis propios recuerdos. Así que pienso en ellos, y en otros y me pregunto algo sencillo: ¿Qué pudo aportarles el jamaro, además de lo que les robó? Contestar “nada” me parece demasiado simple, lo siento.
Necesito que alguien me responda a esto.
Por otro lado, en el fondo, sospecho, todos estos músicos dotados de segunda línea sucumbieron no sólo al estigma de su tiempo y a la abundancia de tóxicos en el entorno, sino al síndrome Charlie Parker (o de Richards, si se quiere, o de Lou Reed): creyeron que la heroína era parte del paquete, del embrujo, del encanto, del estilo, de la idea, de la irresistible elegancia que transpiraban algunas músicas facturadas bajo su influjo.
Y pienso en ellos, y en otros, y ¿saben lo que pienso?
Pienso que quizá tenían razón.

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La segunda parte de esto podría ser "literatura y drogas", desde de Quincey y Coleridge , hasta Borroughs, pasando por Baudelaire,Rimbaud, Cocteau, el mismo Huxley y otras tantas aves de vuelos opiáceos o lisérgicos...

Gato Palug dijo...

Demasiado explicado ya...
Burroughs afirmaba que ciego no se podía escribir nada decente, y si el lo decía, es bastante creíble e increíble a la vez.
Sin embargo hay quien puede tocar bastante bien estando puestecito...