Hace unos años me fui con mi novia de vacaciones a Canarias. Fueron unas vacaciones improvisadas, un viaje pagado a última hora al primer sitio que apareció. Por aquel entonces, la mitad del tiempo ella y yo ni nos hablábamos. La otra mitad nos peleábamos a gritos. Ella tiraba mis cosas por la ventana. Yo perdía los papeles. Pero la tercera mitad nos llevábamos muy bien y nos queríamos con locura, así que debió parecernos buena idea. No recuerdo si las vacaciones en Balito Beach (Gran Canaria), “resort” tercermundista y postnuclear al que pronto rebautizamos "Balitro", fueron felices o no. Mejor dicho, las recuerdo felices, pero dudo seriamente de que lo fueran en realidad. Quién sabe.
La recepcionista tenía un acento cerrado de Lugo; casi no la
entendía, y soy gallego. Cuando entramos en nuestra habitación nos encontramos
con un enorme gato –que resultó ser gata-. Una de las dos piscinas –la grande- estaba inutilizada y en obras, así que podías
hacer largos de diez metros en la otra mientras oías a las taladradoras
trabajando, a otros diez, y observabas a un puñado de guiris enrojecidos y
abúlicos tomando el sol. Y además había siempre un niño silencioso leyendo bajo
una sombrilla, un fallo en Matrix, sardónico recordatorio de lo que yo había
sido durante toda mi niñez. La playa que se anunciaba en los prospectos al pie
mismo del complejo resultó ser una mezcla de acantilados y escombro que había
que atravesar –sus buenos dos o tres kilómetros- si se quería llegar hasta una
playa de verdad, encajonada entre dos hoteles y que tampoco era gran cosa,
donde musculosos jóvenes ultrabronceados y más guiris hacían nada. Decidimos acampar
en el bar y pactamos el lema del sitio: “BALITRO BEACH: si algo puede salir
mal, SALDRÁ MAL”.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, salió bastante bien, en
realidad: el barman era un tipo simple y encantador que entendía que su
desértico pueblecito –en el interior- era el paraíso, nunca había estado en la
península y nos daba conversación pero sabía también cuando callarse. A su
espalda, en la pared, colgaban dos renos bordados que unos viejos clientes finlandeses
le habían traído de recuerdo, el año de su jubilación. Yo escribí alguna cosa, aquellos días, e hice algún dibujo
de mi chica mientras tomaba el sol en la terraza del bungalow. También alguna
foto, que perdí cuando mi móvil se fue al carajo poco después, y un retrato de
perfil que ella siempre odió. Probablemente era agosto, ese mes detestable, y
por las noches la colina de enfrente se prendía de luces, corría brisa con olor
a mar, y uno podía pensar durante un buen rato que estaba en otro tiempo y en
otro lugar. To be born again.
Another time, another place.
Me preguntarán qué carajo tiene que ver todo esto con Lemmy Kilmister,
alma mater de Motörhead, ese adorable hortera de bolera que ven en la foto, cero en elegancia,
todo en actitud, hermano lobo mayor del Rock&Roll, uno de los pocos tipos
que puede poner de acuerdo a punks y Heavys con tres acordes y un gruñido de escupitajo
a medio tragar, héroe por derecho de sangre y droga y porque es de los contados
humanos capaces de facturar una carrera completa y brillante sobre apenas dos canciones y no
aburrir al personal; capaz, incluso, de hecho, de convertir con su mera
presencia un documental tan mediocre como “Lemmy” en una delicia esclarecedora
sobre la vida y sobre cómo vivirla. Bien o mal, pero vivirla.
Me lo preguntarán, pero no lo contestaré.
Y creo que no volvería a Balitro, pero aún escucho a los Motörhead, que viene siendo igual.
4 comentarios:
sex was fucking great, Mr.
As it always was, indeed.
ahora que el Papa os da la bendición
Lo que diga un papa argentino queda siempre en (doble) cuarentena...
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