Creo firmemente que –tomando como dada la curiosidad- el mejor motor de búsqueda es la casualidad. Mi madre decía siempre: “no leo más rusos. Los leí todos cuando era joven”. Y así era, probablemente, porque la suya es una eficaz mecánica cartesiana de tierra quemada; la mía, en cambio, la del vagabundo que encuentra cosas: después de años de vagabundeo y de encuentros uno va relacionando esas cosas, creando una red de experiencia tremendamente imperfecta (nunca me he leído a todos los rusos ni nunca lo haré, soy un colador) pero que tiene una ventaja esencial: las relaciones establecidas, A VECES, son propias y no dictadas; los momentos de reconocimiento de uno mismo en las canciones o las palabras, o en las conexiones intuidas, tienen un sabor a descubrimiento personal y único, no repetible. Luego, comprobar en alguna lectura al azar que alguien llegó a conclusiones similares no importa lo más mínimo, no resta sabor a ese hallazgo; si acaso, le añade un regusto de buena compañía.
Le cojo prestados a mi compañero de piso un par de discos. Él
no está, yo trato de arreglar un router que falla y los veo allí. El primero es
un mediocre directo de Nacha Pop de finales de los ochenta y el segundo “Concert
program” de la Penguin Cafe Orchestra, un concierto grabado en estudio el 23 de
julio del 94. Tenía una deuda nunca saldada con la Orquesta del Café Pingüino.
“Tienes que escucharlos”. “Claro, los escucharé”. Y ahí se habían quedado, una
de tantas bandas cuyo nombre conoces de sobra y de la que has leído algún
artículo aquí y alguna referencia allá. Y luego, un día, aquí están, en tu
mano, como un regalo para llenar el día. Hace sol en Madrid y los escuchas por
primera vez, limpio de todo. Y ciertamente, oída así, su música suena a límpido
renacimiento vital, una especie de casquete polar en pleno deshielo por entre
cuyos algodones se pueden entrever, abajo, parajes de belleza tan domada como,
por ello, incomparable: campos y casas, y en las casas gente que vive allí, aún
un poco lejos, aún un poco rara para ti, aún no del todo al alcance de la mano,
como una promesa cercana de lo que podrías ser. Mecánicos, juguetones y
repetitivos, quizá cercanos por momentos a ese barroco inglés que tanto amo y
tan poco conozco, haciendo delicados malabares, en otros, con músicas
tradicionales o regias, me resultan, en todo caso, balsámicos tras una
temporada de oscuridad. O quizá son ellos el fin de esa temporada, el grácil
vuelo planeador hacia otro sitio que te suena de algo. Quizá de sueños. Me
recuerdan también a las orquestaciones de Nick Drake –y seguro que quien sepa
podrá apuntar a conexiones más ciertas-, a esa evanescente precisión cortesía
de Robert Kirby, aunque indudablemente más laxas, más naturales y menos –nada-
necesitadas de una voz.
Me sorprende, pues, confirmando la exactitud y pautada
exuberancia de su música –una especie de libertad de regla y cartabón-,
encontrarme con que la historia de la fundación del colectivo es lejanamente
cercana a mi propia primera impresión. Transcribo, simplemente, de su página
web:
“Un día a principios de 1970, El compositor inglés SimonJeffes estaba en el sur de Francia. Sufría una horrible intoxicación
alimentaria. Tuvo una serie de sueños afiebrados en los que aparecía una
distópica visión del futuro cercano, en la que todo era gris y hormigón.
La gente vivía en grandes bloques grises y uno podía ver a
través de las ventanas. En una habitación una pareja estaba haciendo el amor sin
ruido alguno y sin amor alguno. En otra alguien estaba sentado mirando
fijamente a una pantalla, pero llevaba puestos unos auriculares y la habitación
estaba en total silencio. En la esquina superior de cada habitación una cámara
observaba todo lo que sucedía como un ojo malévolo.
Aquel mundo estaba
deshumanizado y oprimía el corazón… pero uno podía rechazarlo y mirar más allá.
Si mirabas carretera abajo a una cierta distancia podías ver un edificio
destartalado de cuyas puertas rebosaban hacia la noche el ruido la luz y la
música caótica. Era el Café Pingüino. Dentro había un bar Okonomiyaki con
largas mesas donde todo el mundo se sentaba junto. Había serrín en el suelo y
cuando te sentías cansado los vasos se hacían a sí mismos menos pesados para
ayudarte. Al fondo había siempre una banda tocando música. Sin saber dónde, uno
siempre sentía que había escuchado aquella música antes. Era la Orquesta del
Café Pingüino.
Al despertarse, las palabras de un poema vinieron a él: ‘Soy
el propietario del café Pingüino. Te diré cosas al azar…’”.
Hay algo de sueño en dedicar el resto de tu vida a componer
la música de un sueño. Y sin embargo, pocas cosas me pueden parecer más
cercanas a la realidad .
Llega la noche. La gente apura sus últimas cañas ahí fuera,
luego vendrán las copas.
Hoy es día de fiesta y yo he elegido el disco adecuado.
Cercano, cercano a la escurridiza y saltarina felicidad.
2 comentarios:
He llegado a este blog por azar, y por azar he decidido leer esta entrada. No conocía al grupo y, haciendo honor a la cabecera de este blog cuando cita a su público, he decidido pasar así mi resaca. Supongo que si no fuera por esto nunca hubiera conocido a este grupo, lo cual sería una desconocida pena para mí, y ahora me alegro de que no sea el caso.
Muchas gracias pues
Gracias a vuecencia por pasarse por aquí... Un saludo!!!
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