A todos nos gusta que nos tomen el pelo de vez en cuando, y
hacer como que no nos enteramos. Hay maneras dulces de dejar que suceda, y
hasta el desinterés puede ser a veces excitante, como bien han sabido algunas
bandas escogidas a lo largo de la historia. Pero todo tiene un límite.
También es cierto que lo desmañado puede ser encantador y lo
balbuceante tierno. Que un primer polvo puede ser recordado con cristalino cariño
(una vez superado con unos cuantos cientos mejores) y los padres se embelesan hasta
con los traspiés de sus pequeños vástagos. Pero todo tiene un límite.
El otro día, invitado por dos colegas de profesión, subí de
nuevo hasta al tejado de La Casa Encendida, de donde había tenido que ausentarme
unos años atrás por impostergables compromisos con la vida misma. Seguían allí
todos los modernos que jamás cambiarán nada, aparte del guardarropa propio –el
patrio sigue siendo chándal y medallas-, circunspectos, encantados de (re)conocerse
en tal improvisado fuego de campamento, y hechos carne para atender al pase del dúo americano MV & EE. La cosa
–que, dicen por ahí, aúna ragas indios, psicodelia y música de los Apalaches-
resultó ser un severo, cabizbajo ejercicio de folk desestructurado, letras a
medio desarrollar o aprender (especialmente cantoso el traspiés en una versión,
apenas pasable, de “One More Cup Of Coffe” de Dylan) y vastas improvisaciones
cuyo principal activo era la ineptitud. Porque, no lo duden ni un segundo, en
el mundo de la “nueva vanguardia neopsicodelica” la ineptitud es un valor, la
empanada mental un signo de profundidad y usar el mantel de tu abuela como
falda, un inequívoco síntoma de revolucionaria dejadez. Todo un “fuck you” en
la jeta del sistema, parece, sí. En fin, que la parejita de enanos de jardín se esforzó y dio un
clinic sobre como cómo cruzar guitarras a la deriva sin sentido aparente, irse
de ritmo cada tres compases y crear una pasta grumosa de cableado eléctrico e
inane buenismo freak que nadie se atrevió a criticar, aparte de los justos, en
su inocencia. Estábamos, al cabo, en uno de esos reinos, presentes en cualquier
época, por los cuales el rey puede pasearse en pelota picada sin temor a que
nadie lo diga en alto.
Pero lo más sangrante no fue que la patulea de “hipsters” de
décima generación allí reunida mostrase omnivoras tragaderas, o que careciese
de criterio, o que lo tuviese inhibido al servicio de su diaria imagen de
suplemento semanal. Lo de verdad dramático es que quien sabe sea confundido también
hasta el punto de percibir lo de la parejita como “vanguardia”, cuando apenas
puede ser clasificado como balbuceante ejercicio retro. Por atenerme al palo, vanguardia
eran –y sólo quizá- los Grateful Dead de hace casi cincuenta años, y hace ese
medio siglo estos dos hubieran sonado ya como meros copistas poco afortunados,
cachorros despistados en la colisión entre tradición, nuevas maneras y
filosofía libertaria que aquellos propugnaban. La ventaja para los snobs de
entonces con respecto a nosotros es que con cierta seguridad el público hubiese
estado “en ácido” (que dice mi camarada El Implacable) en lugar de colocado con
su propio ego de saldo. Y ya de no follar, al menos hubiésemos podido
drogarnos.
Claro que es posible que estas reflexiones provengan
exclusivamente de mi envidia y mi frustración, porque claro, yo también quiero
hacer un tour europeo, yo también quiero tocar en la cripta de la iglesia de
Notre Dame de París (donde comparecerán este jueves 13) y yo también quiero
descojonarme en la cara del personal y que me aplaudan. Lamentablemente, suelo
ir en tiempo cuando toco (no siempre, ojo), afino al cantar (a veces) y me he
rasurado la barba recientemente. No cuadraría ni a taladro en el panteón del delux-proletariat de este lado del charco, siempre
dispuesto a confundir dos toneladas de alfalfa con la piedra filosofal, siempre
renuente a usar ese definitivo y saludable método crítico que es el botellazo
en la cabeza. Pena.
Mi amigo Fake lo llama “el síndrome de Daniel Johnston”,
pero esto lo explicaremos en otra ocasión. Yo digo, con él, que hay quien
desafina de manera gloriosa y quien trastabilla a varios palmos por encima del
suelo, pero que son contados, se los distingue a la perfección y a menudo lo
hacen (y lo sufren) porque no lo pueden evitar. En todo caso, quizá habría que
recomendar a los entendidos, y al público también, que aprendiesen algunos
rudimentos musicales, y acaso algo de inglés, para poder distinguir el
timo de la estampita de la banda del millón de dólares. O convencerles de que
llevar la contraria ha vuelto a ser “cool”. O, en el tercero de los casos
posibles, animarles a que desesperen de su ansiosa y extenuante búsqueda de vanguardias, ya
sean estas modestas. El mundo no cambia a empujones de guitarra deshilachada y
medias sonrisas. Cambia a base de muertos de hambre y guillotinas. Y a peor.
Pero eso ya lo sabían ustedes, ¿no es así? //LUIS BOULLOSA
3 comentarios:
brutal la critica.
por una critica musical dura y con fundamento!
saludos!
PUTA ENVIDIA...
PUTA ENVIDIA...
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