jueves, mayo 06, 2010

Ruido y silencio

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(Publicado originalmente el 11-3-09. Bastante modificado sobre el original)

Hacía tiempo que no tecleaba en mi vieja máquina de escribir, esta elegante Erika de los años cuarenta o cincuenta que compré en un taller de la calle Hernán Cortés de Madrid, hace unos años, y que uso para escribir cuando no lo hago a mano. Sí, escribir a mano es una disciplina casi perdida, y escribir a máquina, otra. Deberían probarlo: da cierta perspectiva sobre la vacuidad del mundo que nos envuelve e indica el intrincado camino hacia algunas certezas sobre lo que importa y lo que no. Y aunque es engorroso transcribirlo todo otra vez, luego, y otra y otra vez más, después, en el proceso la cosa adquiere cierto volumen y caracter que de lo contrario no estarían ahí, como un grumo de espíritu tallado a cincel, de una rugosa imperfección imposible de encontrar de otra manera.

Porque el canal importa, por mucho que en el fondo sea la misma alma humana la que late... ¡Y qué empeño el suyo por salir! Quizá lo mejor sea dejarla correr por los campos en silencio hasta que como un niño pequeño y fogoso se agote, ella sola. Y correr con ella, también, a ver si descubrimos algo que hubiesemos pasado por alto en nuestra castrada existencia diaria de ciudadanos de La Isla. Así que tecleo y tecleo, y emborrono páginas. Los crímenes de los artistas son leves por comparación con los crímenes de la familia o del poder -pienso, mientras la solanera de la media tarde de Madrid, esos baldes de luz fría y ardiente, inunda la habitación-. Y son más leves, aún, enfrentados con la paz que concede su creación cuando, ya sea por un momento, consigue extender su mano hasta tocarnos.

"Terapia y desprogramación", en esas dos cosas consiste el arte -pienso después, ya ha atardecido-. La segunda es la cirugía de amputación necesaria cuando uno comienza a ver, con mayúsculas; a atisbar el infinito engaño de la vida, la verdadera extensión de su mezquino pago de cenizas. La primera, simplemente, cura del dolor de esa amputación: una morfina de chistes irónicos y salvaje alegría autoimpuesta.

Los que la han sentido -y se han percatado de lo que era-, conocen la angustia que provoca la necesidad de gritar cuando se encuentra emparedada en silencio. También, algunos, la amarga sabiduría a la que se accede cuando uno persevera en ese callar. Y por supuesto, nos es familiar, a otros , el alivio no menos descorazonador que se experimenta cuando en efecto se grita, por escrito, o en canto, o en sudorosa carne febril, o en el sueño mismo por cuya materia porosa emergen las visiones.

De la opción de callar ante el dolor surgen los sabios, supongo, al menos en su rama ascética y estoica; próceres de la patria interna a los que, llegado el caso, habrá que saberles perdonar el mal humor o el gesto agrio. De la segunda respuesta, toda una casta de artistas belicosamente confesionales como, sin ir muy lejos en nuestra pequeña mitología de barra de bar, aquel Dylan que creara "Blood On The Tracks", el más rabiosamente desesperado -y autoconsciente- disco de desamor que yo conozca.

En medio de ambos impulsos, descuartizados, quedamos el resto del gremio. En el arriesgado trance de servir a dos reyes implacables y celosos. Abrasados en una mitad, por la exposición a la quemante luz; entregados en nuestra otra mitad a la franciscana oscuridad del que sabe que nada importa y, consecuente, extiende su brazo para que en él, como en una rama, aniden los pájaros.

Bendita, en todo caso, esa necesidad de gritar, y bendita esa sabiduría de callar. de ambas nos alimentamos los que chapoteamos en el aullido, como lobos pequeños y, en días de ocasional lucidez, caminamos maravillados por esa total soledad tan llena de ruidos y palabras.// LUIS BOULLOSA

1 comentario:

Anónimo dijo...

Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuu!!! te envío mi aullido fronterizo para lo tomes como una píldora contra la resaca...