Tom Waits –
Swordfishtrombones (Island, 1982)
Después de mucho tiempo, volví a conectar el estéreo que me
regaló mi hermana hace cinco años. Lo hice por pura supervivencia. Sus padres
se habían ido y quien fuera que estuviese cuidando de mis cuatro sobrinos había
dejado a tres de ellos a cargo de la televisión. El piso superior de esta casa
de verano en cuya última habitación, sin
puertas, trabajo, vibraba hasta el último rincón con la bulla de los
superhéroes y las supernenas, y con el sinth pop barato e “inteligente” de las
series baratas e “inteligentes” de nuevo cuño.
Mi estéreo es un cacharro moderno y que salió malo; un niño
caprichoso que se niega a reproducir cds a menos que sean originales y estén
intactos -como poco en esa “near mint condition” de la que alardean en internet
los vendedores privados de baratijas-. Esta vez, sin embargo, pareció responder
con largueza y arrancó, quizá por espeto al disco mismo (hace esas concesiones
ocasionales con los clásicos). Había barajado escribir sobre “Anarkophobia” de
Ratos de Porao y el “Learn to Sing Like a Star” de mi querida Kristin Hersh,
dos largos dignos, buenos incluso, si se administran en el instante adecuado
del día adecuado, pero sentía que necesitaba algo fuerte para el espíritu dentro
de aquel laberinto infantil; algo más allá del mero combate o de la lamentación
en serie, así que “Swordfishtrombones” me pareció la medicina adecuada. Entre
tema y tema, o cuando el disco rebajaba la tensión para fluir a través de sagaces
miniaturas instrumentales, aún podía escuchar, viniendo del salón, la patética
y aguda jerga de los anuncios y el lavado de cerebro.
Tiene algo de pavoroso y otro tanto de familiar (de
histórico, si se quiere) observar a los niños convertidos en vainas inertes,
más allá de la hipnosis, como profundas esponjas empapadas en mierda de colores.
Si uno no tiene hijos, claro; si los tiene supongo que lo único que ve en esa
estampa digna de un poster de
Winston Smith para los Kennedys es el tiempo ganado, la pausa en el suplicio, que decía el
otro. Por otro lado, doy fe también de que con Tom Waits sonando cualquier
mascarada se vuelve más paladeable y al final uno acaba recuperando ese absurdo
beat vitalista que había extraviado, ese nervio necesario que la familia tiende
a matar; al cabo de un rato empiezas a sentirte vagamente capaz de vestirte de
flautista y terminar llevando a los críos al bosque, a golpe de gruñido y
carraspera, para que encuentren allí su destino, en una gruta, casi en el
centro de la tierra. El universo en sus picos de crueldad suele vestirse de
carnaval.
Es por esa cualidad vigorizante de Waits, incluso en sus
momentos más abisales, que he podido, entonces, terminar este texto pese a los cabreos
varios, la sombra de decepciones de largo recorrido y la permanente
interferencia. Es decir, pese a una familia que, como todas, no está para andar
sacrificando corderitos para el hijo pródigo.
A la mañana siguiente, cuando desperté y bajé al salón para
proseguir el trabajo, la abuela de los críos (mi madre) había retomado el pulso
educativo clásico y disputaba una reñida partida de ajedrez con los dos nietos mayores.
Puse el disco de nuevo, de fondo, y me enzarcé alegremente en la disputa. Le di
un mate fácil a la abuela en la primera. En la segunda la cosa se complicó y se
convirtió en el laborioso acoso y derribo de un rey negro que bailaba claqué
por medio tablero, esquivando bishop fire a tutiplén con la gracia de un mono
borracho. Tom hubiese hecho un buen tema con toda la situación.
-¿Por qué pones esta música?- preguntó la nieta mayor, de
ocho años.
-Porque me gusta, ¿A ti no?
-No
Luego se quedó silenciosa. Un rato después estábamos con
Baltasar atrincherado en un caseto de la planicie entre dos caballos de su
guardia, que muere pero no se rinde, mientras el disco navegaba, muy
apropiadamente, por “Down, Down, Down”. La niña intervino de nuevo:
-Esta música está muy bien para jugar al ajedrez… porque es
como una batalla, aunque no me guste.
Varios puntos para ella. Primero, por entender que el
ajedrez, quizá el juego más violento del mundo, es una batalla sin cuartel.
Pero eso no era tan difícil. Segundo, por entender que una música que puede no
decirte nada en seco puede ser, sin embargo, perfectamente procedente en un
contexto distinto. Masacrada a diario por radiofórmulas y “Mambrú se fue a la
guerra”, no es poca cosa llegar hasta ahí tú sola (1). Tercero, por ser capaz de quedarse pensando un rato antes
de modificar el speech inicial y conceder cierta razón al otro, capacidad que
los adultos parecen haber perdido por completo.
No conseguí sin embargo que jugase contra mí. Después de la
pírrica victoria de un servidor una semana atrás, tanto ella como su hermano se
negaban a volver a perder. Competitivos puros por la sangre de ambas alas
familiares y acostumbrados a victorias fáciles, les auguro un duro aprendizaje
vital. Tom podrá ayudarles también con eso, seguro, en algún recodo del futuro.
Tiempo y alteración
Decía el subnormal de Steve Jobs que lo más importante del
mundo es el tiempo, y que es gratis. La afirmación es falaz, criminal casi; un
escupitajo en la cara del resto del mundo, porque el tiempo es sin duda,
esencial, y como tal ha sido cuidadosamente gravado: pagamos una tasa leonina
por cada gramo que se nos concede. Es, por tanto, un acto principesco el
regalarlo a quienes apreciamos. Saber regalar el tiempo es un aprendizaje
espiritual, y quien hace música o escribe –quien tiene hijos también, acaso- lleva
esa generosidad implícita en su trabajo. Y así es que regalé mi tiempo mañanero
al ajedrez y a los sobrinos, contento esta vez de hacerlo, mientras, a través
de Swordfishtrombone,s Waits me
regalaba el suyo, esa gomosa y árida extensión que es muchas vidas aunque dure
poco más de cuarenta minutos.
Cualquiera capaz de hacer un gran disco o un gran libro es
capaz de acuñar tiempo nuevo, y luego nos lo entrega, como amigable ofrenda.
Que el tiempo se expande y se contrae mientras uno escucha música es una
certeza perceptiva que no vale la pena discutir
(2). Media hora con los ramones puede ser el equivalente a un minuto
de luminoso subidón de anfetamina picada adolescente, aunque tengamos cuarenta
años ya (dejen de hacer bandas de covers, por Dios). Otros artefactos sonoros invierten
ese estado. Por ejemplo, mientras trabajo en este texto dejo a ratos de
escuchar
Swordfishtrombones y me
pongo un disco llamado
Barrow, de la
banda Cemeteries: me regala una especie de pop ensoñador, minimal y percusivo,
levemente siniestro y engastado con ocasionales y moderados crescendos; es un
disco todo aura de día desapacible a borde de playa pedregosa, que hace honor a
su portada, la instantánea gris de una costa desierta contra la que se recortan
un par de volátiles desenfocados. Es
Barrow,
también, uno de esos discos de alteración temporal. Sus recursos para tal magia
son de segunda mano (no sé si hay algo de primera mano en este mundo, en
realidad), pero funcionan: llegan hasta el punto anterior a la narcosis y te
dejan ahí, pendiendo de los graves y de algo que hipotéticamente podría suceder
pero no llega. Cemeteries amenazan con ser discursivos, pero el pulso niega la
intención de las voces y el avance es una ilusión: seis o diez temas después
sigues en la misma playa, los pájaros borrosos permanecen en el campo de
visión, y ciertamente no sabes si ha pasado una hora o tres días. También es,
en consecuencia, un disco bueno para escribir reseñas
(3).
La gama de alteración temporal de Swordfishtrombones es más compleja que la de Barrow, desde luego, aunque los mimbres con que la construye Waits
son tan viejos y manidos como los usados por Cemeteries, o más. Pasado un cuarto
de siglo desde que comprara el cd y 35 años desde que el disco viese la luz, se
añade a tal efecto, del que hablaremos después, la necesidad de viajar al dudoso
pasado propio para poner en (mi) contexto el trabajo.
Bits & journeys
Yo adquirí la obra maestra de Tom (una de varias, ésta)
cuando tenía 16 o 17 años. La compré en la única tienda de discos de Pontevedra
que entonces, sin excesos, mostraba material interesante y variado, Bits. La
pegatina de la tienda aún está en la caja. Yo nunca retiro las pegatinas ni los
precios: algunos se caerán solos y otros permanecerán como señales medio borradas
de algo vago y distante, y así es como me gusta que sea. Llegué hasta Waits, en
todo caso, por el Ruta 66. Quizá leyese allí que Swordfishtrombones era uno de sus mejores discos experimentales, o
quizá era el único que tenían ese día en la tienda. Recuerdo, eso sí, que como
con tantos trabajos visionarios comprados entonces (Arise, de Sepultura, o The
Low Road, de los Beasts of Bourbon, por citar dos de géneros dispares) en
su momento no entendí gran cosa. Ahora el recuerdo de aquella sensación de “no
entiendo nada pero sospecho que aquí hay algo grande” me resulta casi tierno.
Tan tierno al menos como mis sobrinos no comprendiendo por qué les gano al
ajedrez, siendo yo este pobre diablo exiliado, casi mendicante, al que la tribu
tolera apenas y mira de reojo. En aquel tiempo, sin embargo, un disco que no te
estallase en las narices después de haberte gastado un par de talegos en él era
en gran parte una decepción. Normal. En todos esos discos persistí, y todos los
acabé entendiendo de más de una manera, lo cual dice algo de mi propio
instinto, del de mis consejeros y del de la prensa musical de la época.
En concreto, el caso de los “Trombonespezespada” -el disco
con el que Waits, aún lejos de su gloria absoluta, rompía con su pasado y, sin
renegar de la tradición, abrazaba otros mundos- fue intermedio, porque recuerdo
que sí fui capaz de aferrarme a su parte más rítmica. Ahora, volviendo a él,
comprendo que en efecto hay una inmediatez pegajosa como la sarna en “Underground”,
que abre amenazante y profética el largo, “16 Shells from a Thirty-Ought-Six”, “Down,
Down, Down”, o “Gin Soaked Boy”, y quizá también a la resultona historia white trash
empapada en jazz de “Frank’s Wild Years”, siempre soberbia aunque siempre
forzadamente ingeniosa, como un efectivo chiste de bareto que no terminase de
añejar. Me perdía sin embargo en las demás subidas y bajadas emocionales y en
los harapos instrumentales, cosas como “Dave the Butcher”, “Soldier’s Things”,
“Johnsburg, Illinois”, “Town with no Cheer” o la fantasmal “Rainbirds” pasaban
por mi sin daño pero sin efecto. Como cualquier niño, mis emociones eran aún
mis emociones y aunque algunas fuesen inyectadas por herencia, esa segunda mano
de la que hablábamos no había establecido todavía su reino verdadero. El teatro
mismo quedaba lejos, y la vida convertida en teatro, esa en la que todos
acarreamos un baúl lleno de recuerdos y de disfraces, esta de hoy, quedaba más
lejos aún.
Tom Waits es difícil para la juventud primera -aunque tenga
una puerta abierta a la niñez gracias a su sentido del humor gamberro- por la
misma razón por la que es capaz de alterar el tiempo: sus grandes discos son
panorámicas sociales, pero están contadas por alguien que regresa y que hace
voces desde una barra de bar olvidado o desde una silla prestada junto al fuego,
y la sociedad de la que hablan ya ni siquiera es esta. Los exabruptos del viejo
pirata que ha estado fuera largos años, sus cantinelas más salvajes, pueden
exaltar, sin duda, a la chiquillería, pero existen recovecos y planicies, sentimentalidades,
ñoñerías y crueldades que esa chiquillería aún no puede comprender y que
requieren del mundo pasado y deshecho; de la ida, la vuelta, el destierro, el
exilio y el reino; de la comprensión de que las emociones, en un punto, pasan a
ser esencialmente retrospectivas y fantasmales. Es decir, del viaje. Nadie que no haya pasado por el viaje puede
escribir un disco así, y nadie que no haya pasado por el viaje puede empezar a
entenderlo en su totalidad (4).
Será sólo el niño adicto al misterio, pues, aquel para el cual lo
incomprensible es un acicate, el que persista en ese camino y, con el tiempo,
abra los ojos y comprenda más allá del puro stomp.
Hasta cierto punto, sólo la amputación futura nos permite comprender a Tom Waits
en toda su extensión. Y sólo la intuición de ésta nos ayuda a persistir en él.
Así, como en cualquiera de esas historias antiguas donde el
niño se fascina y el adulto se reconoce, como en cualquiera de aquellas
primigenias reuniones al fuego de la lumbre o el licor, que pertenecen a otra
era pero sobreviven en esta, encapsuladas, en Swordfishtrombones el tiempo se suspende y se abre otro tiempo
dentro del tiempo. Y si uno se descuida, como decía Moe Tucker, puede que acabe pasando "una semana allí la noche pasada”.
Por suerte o por desgracia para mí, este disco de viajes me encuentra, en
esta ocasión, de vuelta ya de unos cuantos y perfectamente capaz de entrar en
ese tiempo detenido que fluye dentro; capaz también de entender esas tristezas,
a veces delicadas y a veces brutales, que en niño del 92 sólo intuía. ¿A quién
pertenecen? Son universales, se entiende, y todos los que pensamos llegamos a
ellas un día, aunque aquí estén vestidas con los harapos de militares,
vagabundos, viajantes y borrachos de un mundo espectral que se parece
sospechosamente a la américa de las décadas de los treinta, los cuarenta y los
cincuenta en EEUU, es decir, a la américa de adolescencia e infancia del mismo
Waits. A la patria del hombre, si se quiere (5).
Dinámica y derrotas
Otra de las virtudes de Waits es la de imbuir de dinámica a
ese viaje que narra, y que, en seco, no tendría más épica que la, muy dudosa,
de la derrota, ni más brío que la necrológica de un don nadie. No hay grandes
gestas, en efecto, en este disco, aparte de las que concede, a trompicones, la
supervivencia misma en malos tiempos. La de los derrotados y los perdidos. Y
sin embargo, el disco se mueve, vivaz, al saber intercalar las canciones
“menores”, esos harapos instrumentales de los que hablaba antes, entre las
reflexiones de mayor calado: Sabe Waits, igual que Melville o Céline, que para
retratar la vida no basta con contar sus picos; que la vida misma está hecha en
un noventa por cien de agua estancada, tedio y espera (6). Así, el equilibrio de un álbum que recrea la vida (aunque
sea una vida múltiple contada en una barra) necesita también de ratos muertos y
ropa tendida. No todo es brandy poderoso aquí. Waits rebaja inteligentemente el
vino con agua y consigue que el resultado pase de borrachera retrospectiva a
resaca lúcida.
Finísimo en el balance de la secuencia de canciones, pues, el
disco abre con la promesa de otra vida (¿y qué derrotado no la percibió, que
viajero no la tuvo entre las manos?), pero de inmediato la contrasta con le
vida estancada de un soldado en ultramar, en ese “Shore Leave” donde la
instrumentación, todo hueco expresionista, baja el tempo y acoge las nostalgias
por carta de un marino lejos de casa; uno como cualquier otro, enzarzado
sordideces varias, que “juega billares con un enano hasta que pare la lluvia”, sufre
una pálida en “El Dragón” y exprime la vida hasta el tope en un pobre permiso
de dos días, en algún lugar estancado y múltiple de Asia. A continuación, la
insistente y disonante instrumental “Dave The Butcher” vuelve a cortar el tono,
casi diseñada para espantar a buscadores de hits; después llega la balada
lacrimógena de antaño, jibarizada en el recuerdo de novia perdida que es “Johnsburg,
Illinois”, y, por fin, de vuelta al ritmazo con “16 Shells from a
Thirty-Ought-Six”, cuento de hadas rural, pura jerga bailada al ritmo de un
rito indio de tres al cuarto y frita al sol del desierto hasta que su cadáver
calcinado entra en el maletín de muestras. Y siempre gente de viaje, de ida, de
vuelta, o estancados, o recordando, siempre gente fuera; siempre cartas desde
otra parte.
Establecida la fórmula, se sigue aplicando con maestría durante
el resto del disco y los itinerarios prosiguen. Es viaje crepuscular “Town with
no cheer”, lamento de un viajante bebedor al que le chaparon el abrevadero a
medio camino de su trayecto en tren. Es viaje, momento de regreso de un viaje, “In the neigbourhood”, que
usa recursos retóricos similares al clásico “The Piano has been Drinking (Not
Me)” y levanta una estampa de los “good old days” que en lugar de ser beatífica
deviene grotesca, casi un aviso de que nuestra permanente reinvención romántica
del pasado podría ser un error, una trampa. Es viaje el intento fallido de
adaptación a la vida “normal” que retrata la citada “Franks Wild years”, y -como
un gemelo más serio, más largo, más beat si cabe- es viaje el intento de
supervivencia consignado en “Swordfishtrombones”, brillante superposición de vidas
de gente que retorna a un mundo que en el lapso de ausencia ha dejado de ser
suyo. Viaje, al cabo, también, el descenso a las cloacas del bebercio de “Down
Down Down” o esa “Trouble’s Braid”
que pasa, anfetamínica, sobre el fantasma del vagabundeo, heroico o no, y
desemboca en la pensativa “rainbirds”, que cierra con delicado recogimiento un
álbum descomunal. Un álbum al tiempo puerta y muestrario: cegador umbral de una
nueva etapa creativa y recopilación de estilos ya usados, en hermoso desfile
travestido.
Literatura y faíscas
Mucho se ha hablado del aspecto literario de la artesanía de
Tom Waits. Y quizá lo más práctico para no alargar este artículo hasta el
infinito sea reconocer lo obvio: que sin negar las fuentes que nutren a
cualquier gran artista, consiguió un lenguaje y un estilo particulares, que
alcanzan una identidad absolutamente propia, por primera vez, precisamente en
este disco. Se lo puede comparar, inevitablemente, con los beat, y sobre todo
con Kerouac, pero habría que admitir que Waits es superior. Y se lo puede
comparar, inevitablemente, con Dylan, pero habrá que concluir que es muy
distinto. Se lo puede comparar incluso con Pynchon, si se quiere pecar de
original, pero al cabo no se podrá eludir la verdad de que el tipo es único, de
que cuando se le escucha la idea de sucedáneo no viene nunca a la mente, y de
que tiene todas y cada una de las capacidades que se le requieren al gran
contador de historias cantadas: la voz propia e inimitable (tanto física como
metafísica); la capacidad, ya citada, para alterar el tiempo; la habilidad para
que la trama interna de la historia tenga fuste original, por tradicional que
sea el tema (todos lo son); el talento para la creación de un territorio real e
inventado al tiempo y perfectamente paladeable, tangible, y la capacidad última
de fascinarnos hasta el final de la historia si, como dijimos, pertenecemos a
la casta de los niños curiosos o la de los adultos aún no vencidos, que son de
algún modo la misma. (7). En lo estrictamente musical, la
reinvención no es menos brillante que en lo narrativo, aunque quizá no tan
rompedora como algunos pretenden. Waits renueva con dinamita un género, sin
duda, y renueva para siempre un modo de contar historias, pero se trata de una
operación sobre carne clásica, un efectivo lifting sobre cuerpo antiguo, en una
época, los ochenta, donde la vanguardia estaba haciendo saltar por los aires
cosas mucho más cercanas. Vanguardia de la retaguardia, quizá, aunque la
formulación sea riquísima y audaz.
Por último, no está de más apuntar que siempre ha tenido
Waits –o uno, o varios de sus heterónimos-
mucho de “traveling salesman”, y que esa condición de vendemotos, de
tratante de crecepelos y vocero de circo ambulante, de trickster y esgrimidor
de catálogos hechos a mano con piel humana, concede a todo lo que hace,
interponiendo un velo de sorna, cierta “distancia”: aunque pueda caer simpático
y hablar afablemente con uno al tiempo que apura un brandy, mientras lo escucha
uno se encuentra discutiendo perpetuamente consigo mismo: ¿de quiénes son las
voces que imita? ¿Para qué enfermedades sus deliciosas recetas de sospechosa
apariencia? ¿Hasta qué punto en esas fantasmagóricas revisiones de las vidas de
otro, en esos febriles y fascinantes barridos por las existencias ajenas, en
ese neorrealismo de un tiempo pasado, está también él mismo? ¿Y hasta qué punto
nosotros? Su habilidad última, probablemente, es que tal distancia no se
interponga, sino que sirva de puente hacia un territorio nuevo, aunque propio,
que esperaba allí agazapado. Que esa pregunta no obstaculice sino que abra
camino.
Me contaba alguien mayor que en esta vieja casa desde donde
escribo, hace cosa de cincuenta años, vivía la familia del casero, cuidando la
heredad, y tal familia no contaban menos de siete miembros adultos. Por las
noches jugaban a las cartas junto a un fuego mortecino, se repartían las cartas
en una oscuridad casi absoluta, y entonces, con un gesto preciso y fijado por
los siglos, la matriarca lanzaba un puñado de faíscas (8) sobre la lumbre. La febril y momentánea llamarada iluminaba
entonces por unos segundos la habitación, y antes de volver a la penumbra, cada
uno podía ver por un instante su juego.
Esa imagen congelada de otro tiempo y este disco -aparentemente discursivo pero fijo, al cabo- se unen en mi mente hoy, mientras
cierro este texto a la luz de un primer día de lluvia de octubre, después de la
sequía. Ambos son, en cierto modo, lo mismo para mí: esa batalla que percibía
mi sobrina, esa parodia residual del fulgor de la vida que en casos
magistrales, como este, se confunde con el fulgor mismo. //L.B.
NOTAS
1- Alguien debería ir pensando en actualizar el
cancionero infantil para hijos de la burguesía, aunque, bien pensando, mejor
no, me da miedo.
2- Josele Santiago reflexionaba ajustadamente sobre
este tipo de alteración del tiempo en mi libro “El Puño y la letra”: “(Cantar)
detiene el tiempo en el sentido literal…”. Compren el libro y lean la cita
completa. Página 74. En todo caso el tema daría para un libro en sí, con ayuda
de neurólogos y sacerdotes, claro.
3- Creo que la música circular o repetitiva es especialmente
buena para escribir reseñas largas. La música discursiva, por el contrario,
impide el retorno rápido a ideas previas y serviría mejor para reseñas muy cortitas,
si es que sirve para algo.
4- Es tan innecesario (por la calidad de mi
lector medio) como imposible (por la longitud que exigiría) explicar aquí la
importancia del viaje como símbolo en la literatura, la historia y la mitología
universales, así que lo dejo correr. Para otro día.
5- “La verdadera patria del hombre es la
infancia”. La frase es de Rilke y como casi todo lo de Rilke me resulta cursi e
infumablemente pretenciosa. Tiene algo de verdad, claro, pero no hacía falta
ponerse así.
6- Cèline igual se pasaba con el tedio, vale.
En cuanto a Melville, siempre he sostenido que el tedio es precisamente parte
de su genio, pero como da para otro artículo, lo explico próximamente.
7- Aunque comparado a menudo con el Dylan de la
época ácida, Waits es en mi opinión más seco y menos mesiánico. Es cierto que
su gusto por el ju(e)go de palabras, la broma encriptada y el slang telepático los
emparenta (como puede verse aquí, por ejemplo, en “16 Shells From a
Thirty-Ought-Six”), y que esa puerta la abrió el genio de Duluth, no ya para
Waits, sino para todo dios; sin embargo, en el fondo Waits es más terreno, más
neorrealista.
Tampoco tiene nada de descabellado la comparación con la Beat Generation,
con la que comparte Waits numerosos elementos. Aunque sé que es “arriesgado”
decir que Waits es mejor que Kerouac, lo hago por dos motivos simples. El
primero es que Kerouac nunca me ha convencido como gran escritor. Creo que,
como Herman Hesse, por ejemplo, sirve como empujón hacia territorios más
complejos, pero releído en la madurez es pobre (y sólo funciona, si lo hace,
leído a toda velocidad y con las mismas anfetaminas en el cuerpo que él llevase
cuando ejecutaba). Por otro lado, creo que el espíritu Beat funciona mejor en
poema o en canción que en recorrido largo. Waits elige en medio adecuado –aunque
con muchos años de retraso-, Kerouac no. ¿Se puede hacer mal algo que uno mismo
inventa? Todo es posible.
En cuanto a la
referencia a Pynchon, bien, creo que si alguien lee el arranque de “V” y luego
escucha este disco podrá ver paralelismos (hay más, al menos para mí, a lo
largo de ese libro prodigioso y gloriosamente incomprensible). En concreto la
trilogía de temas del disco que parecen aludir directamente a soldados (“16
Shells...”, “Swordfishtrombones” y “Soldier’s Things”) son las que más
poderosamente me recuerdan a P.
Todas estas comparaciones, procedentes o no,
darían para largas discusiones. También podríamos avanzar hacia el presente y
ver como Waits ha influido poderosamente, a veces de modo sutil, en autores a
los que no por ello hay que colgar sambenito alguno. Por ejemplo, el uso que
hace Gareth Liddiard de la voz del narrador en “Highplains Mailman” está,
sospecho, aprendido del Waits que inventa voces de modo casi compulsivo.
Liddiard, simplemente, se aleja de la compulsión y estiliza el recurso. Y así
podríamos seguir eternamente...
8- Una “faísca” es, en el gallego de mi pueblo,
la aguja de pino, que echada al fuego provoca una llama viva y de corta
duración. Significa también “chispa”.