martes, diciembre 19, 2017

RIZOMA – “Over the Garden Wall” (Amasijos vegetales, 2017)



Pocos discos tan fáciles y al tiempo tan difíciles de reseñar como el tercer asalto de Rizoma, Over the Garden Wall. Intentaremos sintetizar. Escuchado sin condicionante alguno y sin saber nada más de la banda que lo que el sonido aporta, conceptualmente a ciegas, la cosa parece sencilla: cucharones soperos de Stooges vía Mudhoney y guarnición de chicharra desbocada heredada de los MC5; nutritivo rancho, sin duda, que oscila, tallado en bruto, entre el punk expandido y el aborto psicodélico. Su sonido es monolítico pero anarca, espinoso y poco pulido por obra y gracia de una grabación urgente, en directo, y la voz está enterrada en la mezcla aunque presente (muy al estilo de cierto underground noventero), hasta el punto de cuajar en una especie de aullido ululante, gloriosamente ilegible por momentos, que, como todo el artefacto, elige la expresividad frente al idioma.

Mucha actitud, en suma, y un general talante agreste y lo-fi, todo lo cual los hace saludables y energéticos para quienes gustamos del caos ruidista trufado de guitarra psicoactiva recolectada a machetazos. Al tiempo –suponemos- esos mismos parámetros los harán indescifrables o despreciables para quienes necesitan líneas más definidas, trazos menos distorsionados; o para quienes, simplemente, han abdicado del caos como elemento sanador (y en su derecho están). En todo caso, Rizoma se muestran clásicos en más de un sentido, porque es un grado del clasicismo, a estas alturas, habitar en la versión que la era grunge (la de verdad, no la de los Stone Temple Pilots) ofreció a la juventud de hace un cuarto de siglo sobre lo que era el Rock&Roll más arisco. Son perfectamente situables, en ese sentido, entre aquel Incesticide de Nirvana que Cobain recolectó mientras esperaba su cargamento de metadona, el Superfuzz Bigmuff de los Honey y los inefables exabruptos de Tad en el aserradero. Salvas las distancias, se entiende. Cercanos también, si no en sonido sí en intención, a bandas de hace menos tiempo, como por ejemplo los recordados Federation X, por cuanto saquean el pasado sin complejos pero se presentan lozanos e incluso “modernos” (aunque en los Fed, la presencia de Black Sabbath era MUCHO más evidente) .

¿Apropiacionismo? No otra cosa es la historia del Rock&Roll, así que nada que oponer en ese aspecto a lo que ofrece joven banda formada por Edu (guitarra, voz y concepto), Mareike Philipp (bajo) y Javi (batería actual, aunque los palos en el disco estuvieron a cargo de Nacho). Al final la diferencia entre una gran banda y una del montón la marcan otros elementos, y el primero suele ser la calidad misma de las canciones. En caso de tratarse de bandas que odien las canciones, acaso lo que importe sea el empaque de la formulación sonora y su capacidad para transportarnos y para, viniendo con la corriente, aportar afluentes y meandros nuevos, savia virgen, ya sea con cuentagotas. El espíritu, esa cosa volátil pero tan reconocible, no depende ni mucho menos de la pura originalidad, aunque uno siempre desee paladear también esa cosa nueva, ese residuo en el paladar de lo antes no visto.

Siendo briosos y expeditivos, brillantes por momentos dentro de su fragmentación, sospecho –porque los conozco- que Rizoma pueden y deben ir todavía unos cuantos pasos más lejos de la marca que ellos mismos establecen; que serán capaces de definirse finalmente como un ente único, sin tener por ello que renunciar a sus filias de base. También sospecho, por el contrario, que están dando más o menos lo que quieren, que su vivificante aunque derivativa nota al pie es un lodazal en el que les gusta revolcarse. Que están cómodos ahí.

Si en lugar de hacer este juicio a pelo, uno analiza el artefacto en contexto, la cosa cambia, claro. Y de ahí la importancia, en este caso, del tan ninguneado formato físico. Viene el disco empaquetado entre una deliciosa marea de garabatos a cargo de Edu, boscosa avalancha de amables monstruitos lejanamente reminiscentes de Sendak y acaso inspirados también, como el título del álbum, en la miniserie de animación “Más allá del jardín” (no la he visto, mis disculpas). Si consideramos la historieta como la polaroid de otro mundo distinto al superficial, como la incursión de un retratista en la floresta de uno de los undergrounds posibles en este país, tendremos que reconocer que es una toma amistosa pero ácida de tal entorno, y que en este caso parecen los animalillos de esa fauna (y no los críticos, que, intuyo, somos sus archienemigos) los afectados por la fiebre referencial de la que normalmente se acusa a los segundos: en el bosque subterráneo desde el que las fuerzas del bien y el natural freak quieren “tomar el control de todas las emisoras de TV y radio y hacer que suene ‘Trastorno Tripolar’ constantemente”, debatiéndose entre las imposiciones sociales de responsabilidad y la autocompasión del “teenage angst”, parece que la teoría de ataque consiste en ser el que más sabe de delicias sonoras más o menos fracturadas y de culto: listados están en esos papeles MC5, Robyn Hitchcock, Syd Barret, Extinción de los insectos, The Astronauts, Crass, Zounds, The Mob, Gong, Hawkwind, Simply Saucer, Velvet Underground, Pink Floyd, Exquirla, Toundra (hostia para ellos, porque todos sus discos son, dice un personaje, “una mierda gigantesca”), Royal Headache, Chrome Cranks, Unsane, Michael Gira, Cheater Slicks, Poison girls, Killdozer, Mekons…

Ignoramos si la estrategia de sepultar al mainstream en nombres y orgullo de élite desposeída funcionará, por el momento Edu lo retrata todo con fino ojo irónico, pero no hay acuse de recibo desde los pisos superiores. Suena, sin embargo, a que tal osadía puede acabar como la viñeta sarcástica y genial de “The Local Squat that travelled in time”, el excelente trallazo punk que cierra el disco: “La okupa local que viajó en el tiempo fue dejada en un futuro a 5.000 años de aquí, con sólo fríos insectos y en un desierto infinito, una buena oportunidad para empezar una nueva sociedad. Discusiones de una semana de duración sobre los derechos animales mientras gusanos gigantes se comen a los crust-punks fuera, en el frío. Ahhh, la okupa local…”.

Entendiéndolo todo, pues, como una discreta carcajada naif, como un primer recodo reflexivo después de la inocencia que lo lleva a uno a montar una banda de punk, como no sólo una colección de ruido teledirigido sino también un esfuerzo por situar tal colección en un contexto (auto)crítico, la cosa adquiere un cariz distinto, y las preguntas se nos acumulan. Para contestarlas hemos contactado con Edu en persona, y pronto tendrán sus respuestas. Háganle entonces caso a él, y no a nosotros.

Mientras esperamos, seguimos escuchando el disco (en pases posteriores el cerebro lo procesa como algo más cohesionado, pero eso siempre pasa). Nos gusta “Financial Towers Melting Like Ice Cream”, que abre ambiciosamente la rodaja, pasando por encima de los seis minutos de duración, y que bien podrían ser en realidad, dos temas distintos ensamblados: ahí sigue el fantasma del riff de “I wanna be your dog” cortado con un tercio de Mudhoney y una mitad de Chrome Cranks y salpimentado con una visión achicharrada y visceral del solo de guitarra, wah y fuzz a chorro, que es marca de la casa (y de otras cuantas casas). Por aportar nombres a la lista de marras, el tipo de caos me remite a otros revisionistas excelsos, los Bevis Frond de Nick Saloman (igual que en otros casos, como “Over The Garden Wall” podríamos hablar de unos Oblivians metalizados).

Nos gusta también mucho “Black Mask…”, que viene después de la cabezona “Strange Lights Over Rural Spain”, donde el hilo del disco amenazaba con disgregarse, y que le devuelve la tensión, aumentando la acidez de la guitarra hasta crear una especie de chicle o engrudo que tratase de levitar pero estuviese inevitablemente unido al asfalto y a tu bota. El algo primitivo que tiene la banda casi se masca ahí, y las partes más graves son agrestes y brutas a mas no poder, con la guitarra y bajo al unísono, consiguiendo el pico comunicativo del trabajo. Difícil es decir qué es lo que comunica exactamente, pero eso ya es labor de cada quién.

A mí el asunto en su conjunto, vaivenes incluidos, me concede una cierta sensación de libertad y de ira positiva que, francamente, nunca sobra; y más aún si me detengo a paladear las muy cachondas y psicodélicas letras del libreto (sólo a medias respetadas en la grabación), dónde uno puede encontrar “amplios tentáculos rosas que dicen ‘hola’ a través de las ventanas del nuevo ayuntamiento de Madrid” convirtiendo la ciudad en un organismo vivo autofagocitante; o lugareños rurales que “visten máscaras y ropas exóticas y viven en túneles cavados en la roca” escuchando punk rock lentísimo ajenos “al progreso y a la ley”; o radios que dicen que es 1971 mientras la ciudad arde al ritmo de destructivos “saxofones cósmicos”.

Está, sí, la nostalgia de una revolución flotando sobre todo el artefacto, convirtiéndolo casi en lo opuesto a un disco de realismo naturalista; el fantasma White Panther  latiendo en los cortafuegos de una España calcinada. Es muy discutible si esa revolución que se añora existió alguna vez o si demasiadas lecturas pequeñoburguesas sobre ella nos han convencido de que fue así. Más discutible aún si tiene posibilidad alguna de existir más allá de lo personal. En todo caso, tal nostalgia parece al menos productiva en este caso, no simple coartada (contra)cultural.

“Ah, mi música se está haciendo más lenta y más simple, y cada día amo más a los animales”, dicen en algún momento, en medio de la vorágine. Over the Garden Wall los retrata en mitad de ese camino al que le quedan aún muchas etapas, por suerte para todos.

///F.G.L




sábado, noviembre 04, 2017

THE NEVER ENDING ROLLING MINDFUCK SERIES (5)



Cult of Youth – Cult of Youth (Sacred Bones, 2011)

Uno se descuida y le ha pasado una década por encima. Agreste entente de punk/folk/dark con cierto predicamento entre entendidos, los americanos Cult of Youth siguen siendo nuevos para mí, porque los conocí con su disco End of Days (Sacred Bones, 2015), apenas hace dos años; sin embargo este artefacto homónimo del que hablamos hoy cuenta ya siete ciclos a sus espaldas, aunque suene bastante atemporal (¿se puede ser BASTANTE atemporal? Eso deseamos todos). En todo caso, es lo que tiene la oscuridad: el apocalipsis, incluso en sus formulaciones moderadas, raramente pasa de moda completamente; siempre alude a nuestra sed de final, y nuestra sed de final es omnívora.

Durante mucho tiempo no supe a qué atenerme con ellos, en realidad, juzgando por End of Days, al que, no sin humor, definieron como “un Pet Sounds post industrial”. Algunas cosas allí me gustaban mucho, otras, acaso algunas voces, me chirriaban y me sacaban de contexto. Algo chocaba dentro del núcleo, y yo no sabía si la fricción me repelía o me atraía. Pensé en comprarme el artefacto. No lo hice, al final.

El verano pasado asistí al festival Entremuralhas, de Leiría (Portugal), uno de esos eventos excepcionales y perfectamente organizados que los portugueses saben montar con cien veces más tino que nosotros. Allí vi a algunas bandas interesantes con diferente gama de grises, algunos despropósitos oscurantistas  y también a los maravillosos Bärlin, de los que hablaré pronto extensamente. En un rato libre, ojeando puestos, me encontré este disco de debut a buen precio, y me lo llevé, junto con esa joya que es “Innocence is Kinky” de Jenny Hval (del que también tendré que hablar, inevitablemente). Ninguno de los dos eran el disco del momento, sino discos de inicio, ya con polvo sobre sí, y eso me agradó. Empecemos por el principio, me dije. Ambos sonaron todo el viaje en coche de vuelta a casa, hacia ese supuesto norte que Galicia cree ser.

Fue en ese trayecto donde empecé a quererles de verdad, por las mismas razones por las que otros podrían detestarlos. Hay cierta obviedad en sus parámetros, cierta –clara, ¿buscada?- tosquedad en las voces, una evidente aspereza en su aproximación a un género (difuso, pero existente) que normalmente exige más delicadeza o más pretensiones. Todo en ello suena como si unos punkis artesanales y autodidactas (ignoro si lo son, pero lo parecen) hubiesen decidido dar su visión de las cosas usando métodos y canales ajenos, por los que circulan dando tumbos pero sin miedo alguno. Creo que en esa falta de miedo está el triunfo, precisamente, en esa naturalidad con la que se dejan fluir a través del cableado abrazando influencias diversas y a menudo contradictorias (y probablemente en algunos casos inconscientes), irrumpiendo en salones tenues que no deberían ser los suyos con la desfachatez de los bárbaros, pero al tiempo con un mar de fondo propio.

Si ejecutamos el típico análisis por comparación –a veces detestable por reiterativo, pero útil aquí- podríamos afirmar, por ejemplo que “Monsters” tiene un relente a Leonard Cohen, si se va más allá del trazo grueso de la voz y de la pulsión folk, o que podría ser una maqueta de unos 16 Horsepower menos engolados y menos americanazos; o que en “Casting Thorns” abrazan sin miedo a Death in June y su capacidad para hacer del desafine una virtud; o que en “Through the Fear” esos Death in June se mezclan, osadamente, con un halo a lo Magnetic Fields, virando el disco a (más) pop; o que en “Weary” los tales Magnetic Fields mutan hacia Belle & Sebastian, por debajo de la oscuridad, para regresar después a Death in June de nuevo en “Lorelei” en incluso rozar a unos hipotéticos Swans de caballería ligera.

Ahora volvamos al primer tema, la percusiva emboscada de folk punk oscuro bañada en Spaguetti Western que es “New West”: ¿En serio estos tipos tienen algo que ver con Belle and Sebastian? Bien, regresemos de nuevo a “Weary”, sexto corte… Pues sí, si lo tienen, al menos si conseguimos imaginar a Belle and Sebastian planeando funerales vikingos, picando speed y bebiendo mesk (1) bajo los puentes de una urbe abandonada. Y ahí está, ahí está el punto. Ahí la complejidad que no queríamos ver. Ahí uno de los puentes mágicos dentro de un disco modesto. Por supuesto encontrar esos puentes exige profundizar: ninguno está a la vista. Es posible incluso que para usted, lector, no existan.

Cult of youth es una banda bastarda, pues, y aparentemente errática; cruda y (aparentemente, de nuevo) no sofísticada, pero es capaz de hacer de todo ello una virtud y de tomar al asalto territorio aparentemente prohibido. Una banda de bar en el Valhalla, haciendo botellón de calimotxo y discutiendo a gritos sobre el fin de la historia. Su simpleza aparente nos conecta con ellos a un nivel visceral, y así su oscuridad no nos resulta ajena, sino propia, y al cabo de un rato estás dentro, y después, aunque no tengas la sensación de estar ante ninguna obra maestra, terminas volviendo al disco una y otra vez para descubrir planicies y delicadezas inesperadas. O así me ha pasado a mí. Sí, es posible que este “Cult of Youth” sea uno de esos discos menores que uno acaba transitando mucho más que los supuestamente mayores. Y, al final, ¿cuáles son los discos mayores, sino aquellos que influyen en tu vida? Dejemos la historia del pleistoceno y el la papilla de los rankings para otros.

El compositor del grupo, era, y sigue siendo, Sean Ragon, que posa en el interior en instantánea vagamente homoerótica y que firma las letras de todas las canciones y música de la mayoría, hasta tal punto que no es descabellado considerar a la banda como “su” banda (si, no nos engañemos, LA banda siempre es de alguien: de uno o, como mucho, de dos. No conozco ninguna banda de tres). Más allá de lo musical, no diré que sus letras son geniales. Son, en realidad, como la banda misma, ásperas, faltas de sutileza a veces, dignas en los mejores casos, de una banda de crust arcano, vegano y pagano algo evanescente. Tienen, sin embargo, una saludable y obsesiva tensión de fondo y ocasionales hallazgos. Por ejemplo: “Son of a Man / And head of a clan / A master of dogs / And killer of gods”. Convengamos en que esas cuatro líneas puede ser una simplona bravata jevarra, pero también una oscura amenaza de crustie con perro que ha leído a Nieztsche. La primera opción me permite una sonrisa. Con la segunda mi sonrisa es más amplia y su tono varía.

Toda gran obra, en fin, tiene siempre varios misterios en su interior. Ésta, modesta pero intensa, contiene al menos uno, para mí. Un misterio que ni siquiera es necesario desentrañar porque basta con disfrutarlo: cómo en su supuesta simpleza es capaz de revivir en mí el viejo sentimiento de extrañeza e incomodidad, las viejas ganas de andar por las calles ignotas, fumando pitillos en los portales, viendo pasar los perros mojados, sabiendo que uno es distinto aunque sin saber ni el porqué ni qué hacer con semejante evidencia. Un solo misterio vale un disco, a veces. //L.B.


NOTAS

1. El Mesk es una bebida casera, mezcla de sabe dios qué, que nos ofrecieron unos chavales punkis en Suecia, hace años. Aseguraban que colocaba aunque también aseguraban sabía como el coño de su abuela (literal). Ni tan mal.



jueves, noviembre 02, 2017

NEVER ENDING ROLLING MINDFUCK SERIES (4)


Tom Waits – Swordfishtrombones (Island, 1982)


Después de mucho tiempo, volví a conectar el estéreo que me regaló mi hermana hace cinco años. Lo hice por pura supervivencia. Sus padres se habían ido y quien fuera que estuviese cuidando de mis cuatro sobrinos había dejado a tres de ellos a cargo de la televisión. El piso superior de esta casa de verano  en cuya última habitación, sin puertas, trabajo, vibraba hasta el último rincón con la bulla de los superhéroes y las supernenas, y con el sinth pop barato e “inteligente” de las series baratas e “inteligentes” de nuevo cuño.

Mi estéreo es un cacharro moderno y que salió malo; un niño caprichoso que se niega a reproducir cds a menos que sean originales y estén intactos -como poco en esa “near mint condition” de la que alardean en internet los vendedores privados de baratijas-. Esta vez, sin embargo, pareció responder con largueza y arrancó, quizá por espeto al disco mismo (hace esas concesiones ocasionales con los clásicos). Había barajado escribir sobre “Anarkophobia” de Ratos de Porao y el “Learn to Sing Like a Star” de mi querida Kristin Hersh, dos largos dignos, buenos incluso, si se administran en el instante adecuado del día adecuado, pero sentía que necesitaba algo fuerte para el espíritu dentro de aquel laberinto infantil; algo más allá del mero combate o de la lamentación en serie, así que “Swordfishtrombones” me pareció la medicina adecuada. Entre tema y tema, o cuando el disco rebajaba la tensión para fluir a través de sagaces miniaturas instrumentales, aún podía escuchar, viniendo del salón, la patética y aguda jerga de los anuncios y el lavado de cerebro.

Tiene algo de pavoroso y otro tanto de familiar (de histórico, si se quiere) observar a los niños convertidos en vainas inertes, más allá de la hipnosis, como profundas esponjas empapadas en mierda de colores. Si uno no tiene hijos, claro; si los tiene supongo que lo único que ve en esa estampa digna de un poster de Winston Smith para los Kennedys es el tiempo ganado, la pausa en el suplicio, que decía el otro. Por otro lado, doy fe también de que con Tom Waits sonando cualquier mascarada se vuelve más paladeable y al final uno acaba recuperando ese absurdo beat vitalista que había extraviado, ese nervio necesario que la familia tiende a matar; al cabo de un rato empiezas a sentirte vagamente capaz de vestirte de flautista y terminar llevando a los críos al bosque, a golpe de gruñido y carraspera, para que encuentren allí su destino, en una gruta, casi en el centro de la tierra. El universo en sus picos de crueldad suele vestirse de carnaval.

Es por esa cualidad vigorizante de Waits, incluso en sus momentos más abisales, que he podido, entonces, terminar este texto pese a los cabreos varios, la sombra de decepciones de largo recorrido y la permanente interferencia. Es decir, pese a una  familia que, como todas, no está para andar sacrificando corderitos para el hijo pródigo.

A la mañana siguiente, cuando desperté y bajé al salón para proseguir el trabajo, la abuela de los críos (mi madre) había retomado el pulso educativo clásico y disputaba una reñida partida de ajedrez con los dos nietos mayores. Puse el disco de nuevo, de fondo, y me enzarcé alegremente en la disputa. Le di un mate fácil a la abuela en la primera. En la segunda la cosa se complicó y se convirtió en el laborioso acoso y derribo de un rey negro que bailaba claqué por medio tablero, esquivando bishop fire a tutiplén con la gracia de un mono borracho. Tom hubiese hecho un buen tema con toda la situación.

-¿Por qué pones esta música?- preguntó la nieta mayor, de ocho años.

-Porque me gusta, ¿A ti no?

-No

Luego se quedó silenciosa. Un rato después estábamos con Baltasar atrincherado en un caseto de la planicie entre dos caballos de su guardia, que muere pero no se rinde, mientras el disco navegaba, muy apropiadamente, por “Down, Down, Down”. La niña intervino de nuevo:

-Esta música está muy bien para jugar al ajedrez… porque es como una batalla, aunque no me guste.

Varios puntos para ella. Primero, por entender que el ajedrez, quizá el juego más violento del mundo, es una batalla sin cuartel. Pero eso no era tan difícil. Segundo, por entender que una música que puede no decirte nada en seco puede ser, sin embargo, perfectamente procedente en un contexto distinto. Masacrada a diario por radiofórmulas y “Mambrú se fue a la guerra”, no es poca cosa llegar hasta ahí tú sola (1). Tercero, por ser capaz de quedarse pensando un rato antes de modificar el speech inicial y conceder cierta razón al otro, capacidad que los adultos parecen haber perdido por completo.

No conseguí sin embargo que jugase contra mí. Después de la pírrica victoria de un servidor una semana atrás, tanto ella como su hermano se negaban a volver a perder. Competitivos puros por la sangre de ambas alas familiares y acostumbrados a victorias fáciles, les auguro un duro aprendizaje vital. Tom podrá ayudarles también con eso, seguro, en algún recodo del futuro.

Tiempo y alteración

Decía el subnormal de Steve Jobs que lo más importante del mundo es el tiempo, y que es gratis. La afirmación es falaz, criminal casi; un escupitajo en la cara del resto del mundo, porque el tiempo es sin duda, esencial, y como tal ha sido cuidadosamente gravado: pagamos una tasa leonina por cada gramo que se nos concede. Es, por tanto, un acto principesco el regalarlo a quienes apreciamos. Saber regalar el tiempo es un aprendizaje espiritual, y quien hace música o escribe –quien tiene hijos también, acaso- lleva esa generosidad implícita en su trabajo. Y así es que regalé mi tiempo mañanero al ajedrez y a los sobrinos, contento esta vez de hacerlo, mientras, a través de Swordfishtrombone,s Waits me regalaba el suyo, esa gomosa y árida extensión que es muchas vidas aunque dure poco más de cuarenta minutos.

Cualquiera capaz de hacer un gran disco o un gran libro es capaz de acuñar tiempo nuevo, y luego nos lo entrega, como amigable ofrenda. Que el tiempo se expande y se contrae mientras uno escucha música es una certeza perceptiva que no vale la pena discutir (2). Media hora con los ramones puede ser el equivalente a un minuto de luminoso subidón de anfetamina picada adolescente, aunque tengamos cuarenta años ya (dejen de hacer bandas de covers, por Dios). Otros artefactos sonoros invierten ese estado. Por ejemplo, mientras trabajo en este texto dejo a ratos de escuchar Swordfishtrombones y me pongo un disco llamado Barrow, de la banda Cemeteries: me regala una especie de pop ensoñador, minimal y percusivo, levemente siniestro y engastado con ocasionales y moderados crescendos; es un disco todo aura de día desapacible a borde de playa pedregosa, que hace honor a su portada, la instantánea gris de una costa desierta contra la que se recortan un par de volátiles desenfocados. Es Barrow, también, uno de esos discos de alteración temporal. Sus recursos para tal magia son de segunda mano (no sé si hay algo de primera mano en este mundo, en realidad), pero funcionan: llegan hasta el punto anterior a la narcosis y te dejan ahí, pendiendo de los graves y de algo que hipotéticamente podría suceder pero no llega. Cemeteries amenazan con ser discursivos, pero el pulso niega la intención de las voces y el avance es una ilusión: seis o diez temas después sigues en la misma playa, los pájaros borrosos permanecen en el campo de visión, y ciertamente no sabes si ha pasado una hora o tres días. También es, en consecuencia, un disco bueno para escribir reseñas (3).

La gama de alteración temporal de Swordfishtrombones es más compleja que la de Barrow, desde luego, aunque los mimbres con que la construye Waits son tan viejos y manidos como los usados por Cemeteries, o más. Pasado un cuarto de siglo desde que comprara el cd y 35 años desde que el disco viese la luz, se añade a tal efecto, del que hablaremos después, la necesidad de viajar al dudoso pasado propio para poner en (mi) contexto el trabajo.

Bits & journeys

Yo adquirí la obra maestra de Tom (una de varias, ésta) cuando tenía 16 o 17 años. La compré en la única tienda de discos de Pontevedra que entonces, sin excesos, mostraba material interesante y variado, Bits. La pegatina de la tienda aún está en la caja. Yo nunca retiro las pegatinas ni los precios: algunos se caerán solos y otros permanecerán como señales medio borradas de algo vago y distante, y así es como me gusta que sea. Llegué hasta Waits, en todo caso, por el Ruta 66. Quizá leyese allí que Swordfishtrombones era uno de sus mejores discos experimentales, o quizá era el único que tenían ese día en la tienda. Recuerdo, eso sí, que como con tantos trabajos visionarios comprados entonces (Arise, de Sepultura, o The Low Road, de los Beasts of Bourbon, por citar dos de géneros dispares) en su momento no entendí gran cosa. Ahora el recuerdo de aquella sensación de “no entiendo nada pero sospecho que aquí hay algo grande” me resulta casi tierno. Tan tierno al menos como mis sobrinos no comprendiendo por qué les gano al ajedrez, siendo yo este pobre diablo exiliado, casi mendicante, al que la tribu tolera apenas y mira de reojo. En aquel tiempo, sin embargo, un disco que no te estallase en las narices después de haberte gastado un par de talegos en él era en gran parte una decepción. Normal. En todos esos discos persistí, y todos los acabé entendiendo de más de una manera, lo cual dice algo de mi propio instinto, del de mis consejeros y del de la prensa musical de la época.

En concreto, el caso de los “Trombonespezespada” -el disco con el que Waits, aún lejos de su gloria absoluta, rompía con su pasado y, sin renegar de la tradición, abrazaba otros mundos- fue intermedio, porque recuerdo que sí fui capaz de aferrarme a su parte más rítmica. Ahora, volviendo a él, comprendo que en efecto hay una inmediatez pegajosa como la sarna en “Underground”, que abre amenazante y profética el largo, “16 Shells from a Thirty-Ought-Six”, “Down, Down, Down”, o “Gin Soaked Boy”, y quizá también a la resultona historia white trash empapada en jazz de “Frank’s Wild Years”, siempre soberbia aunque siempre forzadamente ingeniosa, como un efectivo chiste de bareto que no terminase de añejar. Me perdía sin embargo en las demás subidas y bajadas emocionales y en los harapos instrumentales, cosas como “Dave the Butcher”, “Soldier’s Things”, “Johnsburg, Illinois”, “Town with no Cheer” o la fantasmal “Rainbirds” pasaban por mi sin daño pero sin efecto. Como cualquier niño, mis emociones eran aún mis emociones y aunque algunas fuesen inyectadas por herencia, esa segunda mano de la que hablábamos no había establecido todavía su reino verdadero. El teatro mismo quedaba lejos, y la vida convertida en teatro, esa en la que todos acarreamos un baúl lleno de recuerdos y de disfraces, esta de hoy, quedaba más lejos aún.

Tom Waits es difícil para la juventud primera -aunque tenga una puerta abierta a la niñez gracias a su sentido del humor gamberro- por la misma razón por la que es capaz de alterar el tiempo: sus grandes discos son panorámicas sociales, pero están contadas por alguien que regresa y que hace voces desde una barra de bar olvidado o desde una silla prestada junto al fuego, y la sociedad de la que hablan ya ni siquiera es esta. Los exabruptos del viejo pirata que ha estado fuera largos años, sus cantinelas más salvajes, pueden exaltar, sin duda, a la chiquillería, pero existen recovecos y planicies, sentimentalidades, ñoñerías y crueldades que esa chiquillería aún no puede comprender y que requieren del mundo pasado y deshecho; de la ida, la vuelta, el destierro, el exilio y el reino; de la comprensión de que las emociones, en un punto, pasan a ser esencialmente retrospectivas y fantasmales. Es decir, del viaje. Nadie que no haya pasado por el viaje puede escribir un disco así, y nadie que no haya pasado por el viaje puede empezar a entenderlo en su totalidad (4). Será sólo el niño adicto al misterio, pues, aquel para el cual lo incomprensible es un acicate, el que persista en ese camino y, con el tiempo, abra los ojos y comprenda más allá del puro stomp. Hasta cierto punto, sólo la amputación futura nos permite comprender a Tom Waits en toda su extensión. Y sólo la intuición de ésta nos ayuda a persistir en él.

Así, como en cualquiera de esas historias antiguas donde el niño se fascina y el adulto se reconoce, como en cualquiera de aquellas primigenias reuniones al fuego de la lumbre o el licor, que pertenecen a otra era pero sobreviven en esta, encapsuladas, en Swordfishtrombones el tiempo se suspende y se abre otro tiempo dentro del tiempo. Y si uno se descuida, como decía Moe Tucker, puede que acabe pasando "una semana allí la noche pasada”. Por suerte o por desgracia para mí, este disco de viajes me encuentra, en esta ocasión, de vuelta ya de unos cuantos y perfectamente capaz de entrar en ese tiempo detenido que fluye dentro; capaz también de entender esas tristezas, a veces delicadas y a veces brutales, que en niño del 92 sólo intuía. ¿A quién pertenecen? Son universales, se entiende, y todos los que pensamos llegamos a ellas un día, aunque aquí estén vestidas con los harapos de militares, vagabundos, viajantes y borrachos de un mundo espectral que se parece sospechosamente a la américa de las décadas de los treinta, los cuarenta y los cincuenta en EEUU, es decir, a la américa de adolescencia e infancia del mismo Waits. A la patria del hombre, si se quiere (5).

Dinámica y derrotas

Otra de las virtudes de Waits es la de imbuir de dinámica a ese viaje que narra, y que, en seco, no tendría más épica que la, muy dudosa, de la derrota, ni más brío que la necrológica de un don nadie. No hay grandes gestas, en efecto, en este disco, aparte de las que concede, a trompicones, la supervivencia misma en malos tiempos. La de los derrotados y los perdidos. Y sin embargo, el disco se mueve, vivaz, al saber intercalar las canciones “menores”, esos harapos instrumentales de los que hablaba antes, entre las reflexiones de mayor calado: Sabe Waits, igual que Melville o Céline, que para retratar la vida no basta con contar sus picos; que la vida misma está hecha en un noventa por cien de agua estancada, tedio y espera (6). Así, el equilibrio de un álbum que recrea la vida (aunque sea una vida múltiple contada en una barra) necesita también de ratos muertos y ropa tendida. No todo es brandy poderoso aquí. Waits rebaja inteligentemente el vino con agua y consigue que el resultado pase de borrachera retrospectiva a resaca lúcida.

Finísimo en el balance de la secuencia de canciones, pues, el disco abre con la promesa de otra vida (¿y qué derrotado no la percibió, que viajero no la tuvo entre las manos?), pero de inmediato la contrasta con le vida estancada de un soldado en ultramar, en ese “Shore Leave” donde la instrumentación, todo hueco expresionista, baja el tempo y acoge las nostalgias por carta de un marino lejos de casa; uno como cualquier otro, enzarzado sordideces varias, que “juega billares con un enano hasta que pare la lluvia”, sufre una pálida en “El Dragón” y exprime la vida hasta el tope en un pobre permiso de dos días, en algún lugar estancado y múltiple de Asia. A continuación, la insistente y disonante instrumental “Dave The Butcher” vuelve a cortar el tono, casi diseñada para espantar a buscadores de hits; después llega la balada lacrimógena de antaño, jibarizada en el recuerdo de novia perdida que es “Johnsburg, Illinois”, y, por fin, de vuelta al ritmazo con “16 Shells from a Thirty-Ought-Six”, cuento de hadas rural, pura jerga bailada al ritmo de un rito indio de tres al cuarto y frita al sol del desierto hasta que su cadáver calcinado entra en el maletín de muestras. Y siempre gente de viaje, de ida, de vuelta, o estancados, o recordando, siempre gente fuera; siempre cartas desde otra parte.

Establecida la fórmula, se sigue aplicando con maestría durante el resto del disco y los itinerarios prosiguen. Es viaje crepuscular “Town with no cheer”, lamento de un viajante bebedor al que le chaparon el abrevadero a medio camino de su trayecto en tren. Es viaje, momento de regreso de un viaje, “In the neigbourhood”, que usa recursos retóricos similares al clásico “The Piano has been Drinking (Not Me)” y levanta una estampa de los “good old days” que en lugar de ser beatífica deviene grotesca, casi un aviso de que nuestra permanente reinvención romántica del pasado podría ser un error, una trampa. Es viaje el intento fallido de adaptación a la vida “normal” que retrata la citada “Franks Wild years”, y -como un gemelo más serio, más largo, más beat si cabe- es viaje el intento de supervivencia consignado en “Swordfishtrombones”, brillante superposición de vidas de gente que retorna a un mundo que en el lapso de ausencia ha dejado de ser suyo. Viaje, al cabo, también, el descenso a las cloacas del bebercio de “Down Down Down” o esa “Trouble’s Braid” que pasa, anfetamínica, sobre el fantasma del vagabundeo, heroico o no, y desemboca en la pensativa “rainbirds”, que cierra con delicado recogimiento un álbum descomunal. Un álbum al tiempo puerta y muestrario: cegador umbral de una nueva etapa creativa y recopilación de estilos ya usados, en hermoso desfile travestido.

Literatura y faíscas

Mucho se ha hablado del aspecto literario de la artesanía de Tom Waits. Y quizá lo más práctico para no alargar este artículo hasta el infinito sea reconocer lo obvio: que sin negar las fuentes que nutren a cualquier gran artista, consiguió un lenguaje y un estilo particulares, que alcanzan una identidad absolutamente propia, por primera vez, precisamente en este disco. Se lo puede comparar, inevitablemente, con los beat, y sobre todo con Kerouac, pero habría que admitir que Waits es superior. Y se lo puede comparar, inevitablemente, con Dylan, pero habrá que concluir que es muy distinto. Se lo puede comparar incluso con Pynchon, si se quiere pecar de original, pero al cabo no se podrá eludir la verdad de que el tipo es único, de que cuando se le escucha la idea de sucedáneo no viene nunca a la mente, y de que tiene todas y cada una de las capacidades que se le requieren al gran contador de historias cantadas: la voz propia e inimitable (tanto física como metafísica); la capacidad, ya citada, para alterar el tiempo; la habilidad para que la trama interna de la historia tenga fuste original, por tradicional que sea el tema (todos lo son); el talento para la creación de un territorio real e inventado al tiempo y perfectamente paladeable, tangible, y la capacidad última de fascinarnos hasta el final de la historia si, como dijimos, pertenecemos a la casta de los niños curiosos o la de los adultos aún no vencidos, que son de algún modo la misma. (7). En lo estrictamente musical, la reinvención no es menos brillante que en lo narrativo, aunque quizá no tan rompedora como algunos pretenden. Waits renueva con dinamita un género, sin duda, y renueva para siempre un modo de contar historias, pero se trata de una operación sobre carne clásica, un efectivo lifting sobre cuerpo antiguo, en una época, los ochenta, donde la vanguardia estaba haciendo saltar por los aires cosas mucho más cercanas. Vanguardia de la retaguardia, quizá, aunque la formulación sea riquísima y audaz.

Por último, no está de más apuntar que siempre ha tenido Waits –o uno, o varios de sus heterónimos-  mucho de “traveling salesman”, y que esa condición de vendemotos, de tratante de crecepelos y vocero de circo ambulante, de trickster y esgrimidor de catálogos hechos a mano con piel humana, concede a todo lo que hace, interponiendo un velo de sorna, cierta “distancia”: aunque pueda caer simpático y hablar afablemente con uno al tiempo que apura un brandy, mientras lo escucha uno se encuentra discutiendo perpetuamente consigo mismo: ¿de quiénes son las voces que imita? ¿Para qué enfermedades sus deliciosas recetas de sospechosa apariencia? ¿Hasta qué punto en esas fantasmagóricas revisiones de las vidas de otro, en esos febriles y fascinantes barridos por las existencias ajenas, en ese neorrealismo de un tiempo pasado, está también él mismo? ¿Y hasta qué punto nosotros? Su habilidad última, probablemente, es que tal distancia no se interponga, sino que sirva de puente hacia un territorio nuevo, aunque propio, que esperaba allí agazapado. Que esa pregunta no obstaculice sino que abra camino.

Me contaba alguien mayor que en esta vieja casa desde donde escribo, hace cosa de cincuenta años, vivía la familia del casero, cuidando la heredad, y tal familia no contaban menos de siete miembros adultos. Por las noches jugaban a las cartas junto a un fuego mortecino, se repartían las cartas en una oscuridad casi absoluta, y entonces, con un gesto preciso y fijado por los siglos, la matriarca lanzaba un puñado de faíscas (8) sobre la lumbre. La febril y momentánea llamarada iluminaba entonces por unos segundos la habitación, y antes de volver a la penumbra, cada uno podía ver por un instante su juego.

Esa imagen congelada de otro tiempo y este disco -aparentemente discursivo pero fijo, al cabo- se unen en mi mente hoy, mientras cierro este texto a la luz de un primer día de lluvia de octubre, después de la sequía. Ambos son, en cierto modo, lo mismo para mí: esa batalla que percibía mi sobrina, esa parodia residual del fulgor de la vida que en casos magistrales, como este, se confunde con el fulgor mismo. //L.B.


NOTAS

1-      Alguien debería ir pensando en actualizar el cancionero infantil para hijos de la burguesía, aunque, bien pensando, mejor no, me da miedo.

2-      Josele Santiago reflexionaba ajustadamente sobre este tipo de alteración del tiempo en mi libro “El Puño y la letra”: “(Cantar) detiene el tiempo en el sentido literal…”. Compren el libro y lean la cita completa. Página 74. En todo caso el tema daría para un libro en sí, con ayuda de neurólogos y sacerdotes, claro.

3-      Creo que la música circular o repetitiva es especialmente buena para escribir reseñas largas. La música discursiva, por el contrario, impide el retorno rápido a ideas previas y serviría mejor para reseñas muy cortitas, si es que sirve para algo.

4-      Es tan innecesario (por la calidad de mi lector medio) como imposible (por la longitud que exigiría) explicar aquí la importancia del viaje como símbolo en la literatura, la historia y la mitología universales, así que lo dejo correr. Para otro día.

5-      “La verdadera patria del hombre es la infancia”. La frase es de Rilke y como casi todo lo de Rilke me resulta cursi e infumablemente pretenciosa. Tiene algo de verdad, claro, pero no hacía falta ponerse así.

6-      Cèline igual se pasaba con el tedio, vale. En cuanto a Melville, siempre he sostenido que el tedio es precisamente parte de su genio, pero como da para otro artículo, lo explico próximamente.

7-      Aunque comparado a menudo con el Dylan de la época ácida, Waits es en mi opinión más seco y menos mesiánico. Es cierto que su gusto por el ju(e)go de palabras, la broma encriptada y el slang telepático los emparenta (como puede verse aquí, por ejemplo, en “16 Shells From a Thirty-Ought-Six”), y que esa puerta la abrió el genio de Duluth, no ya para Waits, sino para todo dios; sin embargo, en el fondo Waits es más terreno, más neorrealista. 

Tampoco tiene nada de descabellado la comparación con la Beat Generation, con la que comparte Waits numerosos elementos. Aunque sé que es “arriesgado” decir que Waits es mejor que Kerouac, lo hago por dos motivos simples. El primero es que Kerouac nunca me ha convencido como gran escritor. Creo que, como Herman Hesse, por ejemplo, sirve como empujón hacia territorios más complejos, pero releído en la madurez es pobre (y sólo funciona, si lo hace, leído a toda velocidad y con las mismas anfetaminas en el cuerpo que él llevase cuando ejecutaba). Por otro lado, creo que el espíritu Beat funciona mejor en poema o en canción que en recorrido largo. Waits elige en medio adecuado –aunque con muchos años de retraso-, Kerouac no. ¿Se puede hacer mal algo que uno mismo inventa?  Todo es posible. 

En cuanto a la referencia a Pynchon, bien, creo que si alguien lee el arranque de “V” y luego escucha este disco podrá ver paralelismos (hay más, al menos para mí, a lo largo de ese libro prodigioso y gloriosamente incomprensible). En concreto la trilogía de temas del disco que parecen aludir directamente a soldados (“16 Shells...”, “Swordfishtrombones” y “Soldier’s Things”) son las que más poderosamente me recuerdan a P. 

Todas estas comparaciones, procedentes o no, darían para largas discusiones. También podríamos avanzar hacia el presente y ver como Waits ha influido poderosamente, a veces de modo sutil, en autores a los que no por ello hay que colgar sambenito alguno. Por ejemplo, el uso que hace Gareth Liddiard de la voz del narrador en “Highplains Mailman” está, sospecho, aprendido del Waits que inventa voces de modo casi compulsivo. Liddiard, simplemente, se aleja de la compulsión y estiliza el recurso. Y así podríamos seguir eternamente...

8-      Una “faísca” es, en el gallego de mi pueblo, la aguja de pino, que echada al fuego provoca una llama viva y de corta duración. Significa también “chispa”.



martes, octubre 31, 2017

BROKE LORD - Death of a Flower (Discos Belamarh / Gog Artifacts, 2017)



Una de las categorías que utilizo para clasificar mentalmente los discos que poseo es la de “obras grabadas por amigos o conocidos.” Me es casi imposible coger distancia objetiva con este tipo de obras sin hacer un enorme ejercicio de extrañamiento. Por supuesto ese ejercicio no lo hago nunca. Si existe gente -me consta-  que crea categorías tan absurdas como “discos nacionales” y “discos internacionales” no veo por qué no puedo separar entre “discos de mis colegas” y “discos de los demás”. Si no me obligan no haré nunca el esfuerzo, aunque podría, de juzgar bajo el mismo prisma de objetividad un disco de Rizoma y uno de Supertramp.

“Death Of A Flower” entra de lleno dentro de la categoría de discos de colegas. Ya antes incluso de que sea publicado, antes de que sea grabado. El señor Broke Lord me ha tenido al tanto de sus intenciones desde que pergeñó unas maquetas caseras, me ha consultado para la grabación del disco, he contactado con los músicos que participarían en él, he asistido a parte de la grabación, he opinado sobre el proceso de mezclas. Vamos,  imposible juzgar el disco como si fuese algo ajeno a mí. No solo es el disco de un amigo sino que encima me veo relacionado en el proceso de gestación. Ya antes de que salga el CD he decidido que va directo a la estantería de “discos de colegas”.

Ahora viene un relato de lo extraordinario. El CD, ya publicado por Discos Belamarh, llega a mi casa por correo según lo esperado. Abro el sobre, admiro la edición del digipack, compruebo que están esas fotografías en blanco y negro que me evocan directamente el final de “Trono De Sangre” de Kurosawa, hago sonar en el equipo  las canciones que ya conozco mientras realizo alguna tarea, compruebo que todo va bien en el disco y que el resultado es satisfactorio. Ese mismo día decido poner el disco de nuevo y al terminar de sonar ocurre algo muy simple y complejo de narrar: se crea una disociación, percibo una información sonora ya conocida pero que ofrece una información emocional completamente nueva que no sé de dónde viene y que no es esperada. De golpe, y sin previo aviso, estoy ante una obra ajena, de un desconocido que musicalmente tiene cosas que contar y que parecen interesantes. Las categorías que ya le tenía preparadas han volado en pedazos a la segunda escucha y eso no tendría que haber ocurrido, igual que en el siglo XIII alguien nacido en el estamento campesino no podía pasar al estamento nobiliario. Esas cosas no pasan, no deberían

Ese día vuelvo a poner el disco por tercera vez y vuelve a pasar; de nuevo el sentimiento de extrañeza ante algo que debería ser mío, ante algo que estaba acordado que me pertenecía. Escuchando una obra extraña, de un extraño que no sé quién es, comienzo a racionalizar el disco de una manera que no podía anteriormente.

La mayoría de las canciones tienen el germen de un recorrido largo e hipnótico, que induce a cierta sensación de circularidad y trance. Por el contrario, estas canciones resultan cortas, las hay de dos minutos y rara vez superan los tres. El tempo opiáceo, la predominancia de los bajos y la voz en la mezcla frente a unas guitarras y baterías que se quedan con el rol de acompañantes que proporcionan algunos detalles, la prosodia vocal arrastrada, las estructuras simples de las canciones, todo está diseñado para que esos temas se alarguen y deleiten. El hecho de que estos despliegues temporales amplios nunca tengan lugar no hace que uno tenga sensación de frustración o de algo no desarrollado, como suele ocurrir. La grandeza del disco consiste en eso, en la capacidad de miniaturizar a una escala estándar unos artefactos que potencialmente podrían tener cauces nilóticos. Ese ejercicio de crear miniaturas es lo realmente reseñable y que hace que el disco trascienda. Al fin y al cabo es algo totalmente inusual  tener que echar mano de una lupa para admirar cordilleras.

Desconozco hasta qué punto es consciente la creación de estás miniaturas, si había alguna intencionalidad en ello. El caso es que hay dos canciones que escapan a esta dinámica, “Life of Saints” y “Death Of a Flower”. Ambas te sacan de lo circular y lo miniaturizado para devolverte a una normalidad más plana. Esas dos canciones evitan que el concepto sonoro adquiera una redondez que ha estado casi, casi a punto de conseguirse ¿El resto de canciones? “Lost Groom”, “Through The Garden”, “With Us”,… elige cualquiera, no fallan, harán que la estantería donde colocas los discos de tus colegas se venga abajo. // Xavier Castroviejo




domingo, julio 30, 2017

Ded Routines - "Fountain Ghosts" (Northwest Magpie records, 2016)


(Reseña publicada originalmente en la revista Karate Press)

Ded Routines son un excelente duo de rock&roll de A Guarda (Galicia) -trío cuando las circunstancias lo permiten- formado por Ivan (voces, guitarra, batería en este caso) y María (voces, bajo).  Decía yo hace poco que eran también, a la espera de un disco en condiciones, el secreto mejor guardado de la Galicia subterránea. Un par de días después este “Fountain Ghosts” colgaba ya en su bandcamp para solucionar (hipotéticamente) el asunto y darme la razón.  Cuando uno ha visto a los Routines un par de veces en directo, podría trazar sus coordenadas dibujando un triángulo que tuviese como vértices a Scientists, Dead Moon y Rowland S. Howard, por ejemplo. Es pues una sorpresa relativa –pero también refrescante- encontrarse con un disco, grabado en casa, que cambia tan arisco triángulo por otro donde estarían en cambio los Big Star crepusculares, el Neil Young más sólido y esa costa oeste luminosa y amablemente psicodélica de los Beachwood Sparks de hace 15 años.

A los de Chilton se los palpa en “Rose & Thyme” o en “The Chirping”; en esa cualidad vocal de lamento deshilachado (y en un lejano aroma a Beatles, casi oculto aquí, que se colaba a través de ellos en la tradición americana). Tienen los Routines, también, aquellos deliciosos recesos a mitad de canción que parecen no ir a ninguna parte ni pretenderlo; la aparente indecisión sobre si encabritarse o dormir que hacía atípico el discurso de los americanos, concediendo a sus temas una extraña cualidad de caballo narcotizado que aquí se evoca con maestría.

Por su parte, “Like Anyone Else” o  “Long Legs the Light” son reminiscentes de los citados Beachwood Sparks, y quizá de Vetiver y otros renovadores del rollo costa oeste. Aunque quizá los autores ni siquiera conozcan a tales bandas, comparten con ellos un rock brioso y trotón con pespuntes ácidos, alienadamente optimista. No parecen los Routines, sin embargo, tan obsesionados con el estribillo perfecto. De hecho no es este un disco de estribillos, ni falta que le hace. El Neil Young eléctrico de medios tiempos obstinados y poderosos, por su parte, asoma la patita distorsionada en los ocho minutos de la excelente aunque derivativa “The Telescope” que se remansan finalmente en la orilla con la hermosa y simple “To the Garden”, que cierra.

La planicie australiana, el portland punk y lo-fi y los pálidos fantasmas del riff berlinés han desaparecido, pues, pero me informan de que reaparecerán en otro disco “más salvaje” que ya está grabado. Si todas las grandes bandas son más de una banda, sin dejar de ser ellas mismas, estos “fantasmas” en forma de canción son una musgosa y perfecta puerta de entrada a la cara más delicada y menos tremendista de Ded Routines. //F.G.L.


martes, julio 04, 2017

NEVER ENDING ROLLING THUNDER MINDFUCK SERIES (3)

(Disclaimer: Serie de reseñas diarias de viejos discos escogidos aleatoriamente de la colección del autor. Escritas como ejercicio mañanero de reconexión neuronal, lo constatado en ellas es con toda seguridad una deformación de la realidad, si tal cosa existe. Reclamaciones al maestro armero).



Reznik – “El Mal” (Alone Records, 2009)

A mí me gustaban Reznik, así que me dio pena  que su disco “El Mal” se (me) quedara tan cortito, tan soso, tan de una escucha y al cajón. Para cuando lo grabaron, en los estudios Brazil, llevaban casi cuatro años rodando y habían pasado por varios cambios de formación hasta terminar siendo un duo instrumental de guitarra (Diana) y batería (Lolo). En ese lapso habían tocado intensivamente, al menos en Madrid. De hecho estaban por todas partes si vivías cerca de ese underground capitalino de garitos pequeños, siempre tan efervescente, tan interesante y tan cutremente snob.

Estaban hasta en la sopa, sí, pero caían bien y no saturaban. En el escenario quedaba claro que no eran muy técnicos pero sí muy eficaces en lo suyo, en su idea: sabían usar una sobriedad gélida, encarnada principalmente en Diana, que siempre tuvo algo magnético. Eran un ejemplo del famoso menos es más que, sin tirar de espaldas, acababa por funcionar: su minimalismo naturista tenía un halo extraño, y esa cosa congelada de lo post Joy Division que siempre concede cierta atemporalidad muy útil para sobrevivir intacto al paso de los años.

Así las cosas, reconozco que esperaba que el disco fuese un paso hacia algo más allá y que me dejó perfectamente frío en el mal sentido. No creo, en realidad, que pase de ser otra maqueta, más larga y mejor empaquetada, si se quiere. El resultado es simple y monocromo, y hasta ahí todo bien, porque se entiende que esa era la idea, pero fracasa al intentar conjurar esa tensión que sí encontraban a menudo en el escenario. No me pregunten por qué fracasa, exactamente. Igual es que la imagen sí cuenta y, a solas música y oyente, algo se fractura y renguea. O puede ser que la primera vez en estudio les quedase grande, como nos ha pasado a casi todos. El resultado final ni siquiera es el aburrimiento, sino una especie de deslizamiento de la música a un segundo plano donde el mismo juicio se disuelve. Está, pero no está. Está, pero no importa. Es uno de esos discos que parecen irse por la rendija de la puerta a la habitación de al lado, por no molestar: tenía que haber sido un ejercicio de hipnotismo amateur y acabo saliendo niño tímido.

Eso sí, tienen uno de los mejores títulos madrileños de la historia: “El Goloso en llamas”. Fuera de ese hallazgo, muy poco que rascar. Si les hubiese salido bien; si hubiesen grabado el disco que yo creo que sí podrían haber llegado a hacer, podríamos hablar ahora –de nuevo- de Joy Division; y de un toque infantil/dadá en los cambios de ritmo  y las melodías de guitarra que parecería heredado de Wire; y de la influencia del black metal y del crust y el punk que lo parieron, evidente en las baterías; y de cómo estas se integraban de modo fluido en un discurso muy distinto. Incluso podríamos preguntarnos de dónde procedía toda aquella oscuridad juguetona, aquella pose de pantano gélido: si de las nieblas guturales del norte, de Tim Burton, del gótico inglés o directamente de la puta Madrid, que bastante oscura es cuando quiere. Pero ante un disco tan plano sería pura retórica vacía.

Quizá Reznik nos deban ese disco, el bueno. El que merecían y merecíamos.Mientras, en la página de Alone, donde los comparan con los Melvins, aún se puede adquirir "El Mal". Por un pavo y medio tampoco es tan mala compra.

Recuerdo que los entrevisté en el Rock Palace para el segundo número en papel de Kaput (mayo/junio de 2006; quienes tengáis semejante reliquia podéis consultarla). Por entonces aún estaba en la banda Laura, encargada del bajo. Fue una entrevista breve, algo perpleja por su parte, en la que tuve la impresión permanente de que ambas, Diana y Laura, se preguntaban a santo de qué quería aquel barbas entrevistarlas. Extraigo una respuesta a modo de botón generacional: “Las canciones siguen teniendo una especie de letras que incluimos en los libretos, como pequeñas explicaciones de los temas. Van sobre marcianos, sobre corazones negros, bodas que acaban con muertes… marcianadas. Y sí, intentamos transmitir una serie de ideas narrativas con la música. Pensamos: ‘Esta parte es cuando la novia se muere…’. Pero sobre todo marcianitos y oscuridades”.

Después citaban una serie de bandas de la época que les gustaban: Moho, Rip Kc, Peluze, The Joe K-Plan, Quid Rides, Psicotropia… Tirando de ese hilo se podría hacer un pequeño fresco de la música madrileña oculta con pretensiones, pewro cada cual tendría que añadir a sus propias ovejas descarriadas. En ese mundillo Reznik fueron bien tratados. Otras bandas de igual valía, sin embargo, no lo fueron tanto, y se me ocurre, sin ir muy lejos, La Familia Atávica, donde Lolo hizo baterías también, durante un tiempo. Ni mejores ni peores, igualmente mezclados con la pandi, igualmente novatos, descuadrados y raritos, aunque en línea muy distinta, a la familia no le hizo casi ni el tato. Podrían ponerse otros muchos ejemplos de “éxito” y de “fracaso” subterráneo que demostrarían que en ese ámbito, como en todos, no siempre es el bueno el que gana. ¿Qué elementos concedían por aquel entonces el beneplácito de la afición en un mundillo tan pequeñito y tan hiperconsciente como aquel? Aún a día de hoy me cuesta definirlo, y quizá sea carne de otro artículo. 

Diana sigue en activo, si no me equivoco con Desguaces Beni y con Hermanos Peláez. A Laura y a Lolo les perdí la pista hace mucho, en aquel mismo Madrid, futil y milagroso que ya se me va difuminando en la memoria.

sábado, julio 01, 2017

NEVER ENDING ROLLING THUNDER MINDFUCK SERIES (2)

(Disclaimer: Serie de reseñas diarias de viejos discos escogidos aleatoriamente de la colección del autor. Escritas como ejercicio mañanero de reconexión neuronal, lo constatado en ellas es con toda seguridad una deformación de la realidad, si tal cosa existe. Reclamaciones al maestro armero).




Wooden Wand – Death Seat (Young God Records, 2010)

Afirmaba un colega el otro día que las reseñas no deberían nunca decir si un disco es bueno o malo, sino simplemente describir aquello que contiene, y que no le parecían de recibo aquellas que indicaban que un disco era “una mierda”. Yo no puedo estar más en desacuerdo con él. Dentro de las permanentes guerras de taifas que van constituyendo los gustos y contragustos de una época. Dentro de esa eterna y necesaria corriente del hombre juzgándose a sí mismo a través de la historia (porque sobre nada hay tanto pensado y escrito como sobre el gusto), ningún momento me parece más peligroso que ese de falsa paz en el que la crítica se pliega finalmente al panegírico indiscriminado, a la palmada en el hombro, a la cadena de favores y a la gentileza general, babosa y gratuita, olvidándose de hacer honor a su nombre: crítica.

Por otro lado, y ya viéndolo de modo perfectamente pragmático, si yo te advierto que un disco es una mierda, tú puedes muy bien terminar pensando lo contrario, que para eso eres tú y no yo, pero quizá te acerques al artefacto con una cierta precaución que te evite irte a casa con un mamotreto indescifrable, un condón usado a precio de nuevo o una castaña pilonga. Así que ahí va: este disco es una mierda, y hubiese agradecido que me lo advirtiese algún malvado crítico. Este disco no vale pa ná, pese a lo impecable de su sonido y de su envase, y pese a venir avalado por un sello, Young God Records, que por aquel entonces había sacado un buen puñado de joyas, desde los soberbios trabajos de Angels of Light hasta los discos maestros de Devendrá Banhart (los tres iniciales) pasando por los apreciables primeros pasitos de Akron/Family.

James Jackson Toth, alma de la cosa (por decir algo), parece aquí, de hecho, intentar acercarse por momentos a esos nombres: más de la mitad de las canciones se asemejan a un esfuerzo por asaltar la corona de esa americana mutada que algunos dieron en llamar weird folk; pero es un asalto tan desvaído que nadie en sus cabales podría tomarlo en serio. En el resto del trabajo, como confundido por su propia falta de empuje, parece virar hasta convertirse en un trasunto pobretón de Nick Cave,  y por último, desanimado, suponemos, se refugia en una serie de apuntes que señalan ora al Dylan pastoral, ora la tradición trotamundos, quedando en el primer caso a unos cuantos años luz y fallando en el segundo por puro aburrimiento. Un juglar no puede permitirse aburrir a nadie.

Las razones de la debacle, hay que decirlo, son bastante simples. La esencial, que las canciones son mediocres, y que cuando te mides con primeros espadas lo mínimo que tienes que traer de casa es eso: canciones que amparen tu ambición, buenos cuentos, historias que la gente quiera oír una y otra vez, ganchos melódicos o narrativos, a ser posible de los dos. Actitud. Ganas. Sangre. Médula, en suma.

Revisándolo siete años después a la espera de haberme equivocado en su momento, apenas encuentro en este Death Seat dos o tres momentos en los que un tema parece cercano al despegue. En “The Mountain” lo roza por un momento, a caballo de esa frase bien cierta sobre la vida en el aislamiento campestre: “Tienes que acostumbrarte al silencio / porque nadie viene por aquí / pero ves más desde la montaña / que desde el puro suelo”. Sin embargo la vía desemboca en un estribillo fallido y perfectamente romo. Vuelve a acercarse en el tema que da título, pero, como un novato superado por la oportunidad, duda, no define, y su misma vaguedad se lo lleva río abajo. En un minuto ya no se le ve ni la cabeza.

Y así, como un río, es todo el resto del disco. Pero un río terroso, feo, ramplón e indeciso. Quiere ser el Mississipi y se queda en un afluente cualquiera de margenes ya deforestadas. En la pasable “Servant to Blues” falla al agarrarse torticeramente a Banhart y a Cave. Con la americana costumbrista y pacatamente oscura de “Bobby” hace que uno desee ponerse de inmediato algo verdaderamente glorioso de esa línea; Tonight at the Arizona de los Felice Brothers, digamos. Para cuando vas a mitad de ese tema, y es sólo el cuarto, el disco ya se está haciendo más largo que un día sin pan. Y de ahí va a peor. “I Wanna Make a Difference” es directamente mala de cojones, una tonadilla insulsa y cursi. “Ms Mowse”, un impersonator de Nick Cave intentando recuperar el pulso de su propio cadáver con aceptable oficio pero sin talento alguno. “Until Wrong Looks Right”, un indeciso paso zombi hacia Dylan. El resto, cajón de apuntes que pasa gaznate abajo con la pesadez que concede la falta de hallazgos. Un tema como “I Made You”, por ejemplo, define bien a todo el trabajo: su posible tremendismo útil se queda a medio movimiento, como un gesto congelado por la absoluta falta de imaginación compositiva y por una sorprendente incapacidad para crear atmósfera. Y un disco de este pelaje sin atmósfera no es ni medio disco. Digo sorprendente porque el equipo que apoyaba (Gira produciendo, gente de Lambchop, Grasshopper de Mercury Rev, Siobhan Duffy…) era de los que saben, normalmente, cómo conceder ese halo y ese espacio indispensables para que una buena colección de temas se puedan desarrollar.


Si consideramos que la originalidad dentro de una tradición es la capacidad para usar la fórmula y trascenderla, entrando así en territorio mixto, al tiempo eterno y propio, este disco fracasa con todo el equipo, despeñándose ladera abajo con ruido opaco de artilugios, pretensiones y cansancio. En la historia de la indecisión estilística y la falta de punzada emocional, en definitiva, tendrá su lugarcito de honor. Para todo lo demás, el negro ciego de la esquina, o el hipstercillo valiente de la otra, se lo harán mucho mejor, señor, señora. Seguro, se lo digo yo.

Por FGL

viernes, junio 30, 2017

NEVER ENDING ROLLING THUNDER MINDFUCK SERIES (1)


(Disclaimer: Serie de reseñas diarias de viejos discos escogidos aleatoriamente de la colección del autor. Escritas como ejercicio mañanero de reconexión neuronal, lo constatado en ellas es con toda seguridad una deformación de la realidad, si tal cosa existe. Reclamaciones al maestro armero).




CLOROX GIRLS – “This Dimension” (SmartGuy Records, 2005)

Recuerdo ver a los Clorox Girls en directo en Madrid, en la época en la que la mitad de mi generación aún tenía un fanzine. Fue en el Siroco y antes del bolo los entrevisté para el mío, Kaput (cuando aún salía en papel, bonita época la edad de piedra). El concierto estaba medio lleno y fue la típica fiesta algo forzada de ruido, desbarre y agresión pop. Producido y masterizado por Kurt Bloch en 2005 y con un artwork bastante horrendo, el disco viene a ser lo mismo que aquella noche pero sin la gracia o desgracia del directo: uno de esos ejercicios para supuestos punks a los que les cuesta confesar que lo que les mola en realidad es esa entelequia llamada Power Pop (Acepten ustedes a Graham Parker y a Joe Jackson de una vez, coño. O a Paul Collins. O vayan  directamente a los Exploding Hearts, o a los Eddy Current Supression Ring, yo qué sé).

Empiezan despachando ramoneo abrasado y melódico, bastante paladeable, y entran bien si vas en carretera, pero a mitad de metraje –y no es que sea un doble conceptual, precisamente- se hacen reiterativos y uno se va a la nevera a por unas cervezas y se olvida del tema. Usan bien sus dos trucos y medio, es cierto, y tienen una crudeza sanota y playera, pero, en definitiva, están a muchos kilómetros de sus referentes. Como recuerdo de una noche de farra, valen. Como single de cuatro canciones, también. Más allá de eso nadie los va a recordar. O al menos yo no.

Lo que sí recuerdo, en cambio, es que mientras les entrevistaba me llamó la atención la disparidad de visiones de los miembros y, simpáticos como eran, la muy diferente impresión que me provocaron. El bajista, Colin Grigson, era claramente un hardcoreta más o menos concienciado probablemente adicto a la cafeína (All, Descendents & Co.), quizá algo incómodo por ser hasta cierto punto un secundario en la banda. El cantante, guitarra y compositor de casi todo, Justin Maurer, en cambio, parecía un chulopiscinas de L.A. que matase el tiempo concedido bebiendo birras y metiendo bulla antes de acabar trabajando en la empresa de papá y ganando una pasta. El batería era batería y no participó apenas en la conversación: aunque teóricamente estaba allí, era probablemente un holograma. Por supuesto, esto son impresiones a vuelapluma perfectamente gratuitas y extraídas con fórceps de mi dañada y prejuiciosa memoria, así que puede que todo fuese exactamente al revés.

Por alguna razón que no recuerdo, tengo dos copias en CD del artefacto. Al primero que me lo pida se lo mando gratis: como dije no son nada memorable, pero pasan haciendo surf hacia el trastero con cierta gracia y sin dolor.

By FGL


miércoles, mayo 17, 2017

POWER – “Electric Glitter Boogie” (In the Red)

El primer largo de Power es una descacharrante pelea de bar en formato vinilo que vale su peso en droga. Lo normal sería dedicarse sin más a cantar sus virtudes, pero añadiremos alguna reflexión de regalo, para molestar, más que nada.

Forjado en hueso Punk&Roll y tan embrutecido, animal y cervecero como no se había escuchado en esta casa desde los buenos tiempos de los Cosmic Psychos, “Electric Glitter Boogie” es uno de esos artefactos que uno ya no espera de las nuevas generaciones pero que siguen apareciendo de cuando en cuando, y con más frecuencia, parece, en esa Australia donde se ha facturado gran parte del mejor rock de guitarras de los últimos 30 años.

Más brutos que un arado y captados en el cenit de su suburbana potencia, el trío difícilmente ganara ningún premio a la originalidad, el detalle o la profundidad de campo; ahora bien, para el galardón al disco navajero del año han comprado por lo menos la mitad de los boletos. De ambas cosas tiene la culpa en gran parte la herencia, en este caso los citados Psychos, los Stooges (ejecutados sumariamente en el garaje del abuelo con más nervio que técnica), toda la punkarrada high-energy (temazos como “Puppy” o “Gimme Head” me recuerdan a los Celibate Rifles del Roman Beach Party previa lobotomía y amputación de una guitarra) o unos Federation X a los que prácticamente plagian en “Serpent City” aunque compensado la querencia de los americanos por Black Sabbath con fijes intravenosos de Ac Dc y Kiss. Son, en el fondo, como unos Onyas que hubiesen optado por el medio tiempo frente a la velocidad terminal, igualmente derivativos, grasientos y certeros.

Y se han ganado a pulso las birras y el espiz, eso fijo, porque el resultado es sorprendentemente redondo. En parte, por el salvajismo, perfectamente creíble, con el que despachan sus ocho cartuchazos. Y en parte porque, yendo en trío y sin doblar guitarras, saben clavarte el riff en el cráneo a la primera vuelta para que cuando derivan en alguno de sus infrasolos de patio de colegio la cosa no decaiga. Ventajas, claro de que tales riffs sean medio prestados, pero ¿cuál no lo es?

Al cabo, todos los ecupitajos en forma de canción citados son ejemplos pluscuamperfectos de cómo encarar la vieja tradición de romperlo todo y de cómo convertir semejante acto de negación en música poderosa. Punk, le llaman. O instinto animal. Mención aparte para “Slimy’s Chains”, especie de boggie en cuatro por cuatro con extra de groove malencarado, donde, hacia mitad de tema, asoman una patita los Thin Lizzy. Eso me hace pensar que quizá haya sido suerte, al fin, que tengan una sola guitarra y un nivel instrumental limitado: eso les negará la posibilidad de acabar siendo unos horteras más en la planicie del hard rock musculoso del que no están tan alejados en espíritu (lo de “glitter” siempre es sospechoso).

En cuanto a las letras, no dejan de ser parafernalia Stooges de tercera mano y confesiones de bronquista amateur garabateadas en el reverso de un posavasos, aunque con algún momento personal que los redime de ese callejón en el que, por otro lado, se mueven como pez en el agua (“Creo que nací para otra época/sin tipos enchaquetados, sin techno/Vivo en una montaña, sobre todo eso”).

En definitiva, Power conocen, probablemente por instinto y vena, los trucos y las dinámicas del rock&roll más primario y excitante, y las ejecutan con encantadora tosquedad y, sí, con innegable PODER. Saquean, además, en las mejores tumbas y lo hacen con la autoridad que precisan tales negociados. Pocas coñas, actitud y mala baba son la médula de un álbum soberbio en lo suyo y que tiene la virtud de enganchar más y más con cada escucha.  

Ahora bien, si fuesen de aquí e igual de buenos (y hay unas cuantas bandas que lo son) estarían ganándose las birras a pulso en garitos diminutos, en ese impecable ostracismo que hay debajo del tan cacareado “underground”. Como son australianos, en cambio, existe la posibilidad de que su ladrido terminal consiga buena prensa, al menos, incluso entre el snobismo rock de aquí, y que se hagan unas cuantas giras al quinto pino de esas que tanta envidia insana me dan. Ya se sabe que lo que al lado de casa es molestia cafre nivel diez se convierte en lúcida deconstrucción cuando viene de fuera. Intentemos sacudirnos ambos estigmas: Power son una banda cojonuda y han facturado un discazo, aquí y en Australia, en eso es fácil coincidir. Ahora sólo falta recuperar a todos los energúmenos de por aquí que hacen lo mismo cada año y a los que nadie se molesta en dar una oportunidad.

Me aplico el cuento, yo el primero.

miércoles, marzo 15, 2017

NI MIEDO NI ESPERANZA - Una entrevista con DAVIDIANS





Nos ocupamos hace poco de “City Trends”, el explosivo debut en Sorry State Records de Davidians, banda de Raleigh (Carolina del Norte). Sin dejar de ser personalísimo, nos abrasó el paladar con un retrogusto a óxido que remitía a algunas viejas bestias de AmRep. A medias quirúrgico y montaraz, aquel ejercicio mayúsculo de punk atemporal y noise igualitario, despachado en apenas 18 minutos, pasó pronto a ser un favorito de la casa, así que decidimos indagar un poco más. Topamos con Brian Walsby, batería y el más veterano de los cuatro energúmenos. Y como buen batería y buen veterano, su discurso fue tan amable como seco, pragmático y exento de teoría accesoria. Leyendo entre líneas, es interesante observar la concisa lucidez del que -como muchos de nosotros debiésemos entender- sabe que no hay más cera que la que arde y que si no quiere uno volverse loco la guerra de guerrillas exige un particular estado mental (ver respuesta 12). De propina, el disco completo en youtube y un bolo revientacráneos, firmado y filmado en alguna zona espectral del imperio. Ni miedo ni esperanza, decían los estoicos. Sea, pues.


1- ¿Cómo es vivir en Raleigh y la escena musical allí? ¿Crees que la ciudad y el entorno influyen en lo que hacéis?

He vivido en Raleigh casi treinta años y siempre ha habido mucha música saliendo de aquí, de todo tipo. Ahora hay aún más material, como en cualquier otra parte. Tocar música cuando yo era un crío se veía como algo estrambótico, y ahora es algo mucho más aceptado. Hay toneladas de bandas y artistas por aquí, pero estoy bastante fuera de todo eso hoy en día, si te soy sincero. No creo que el lugar en que vivimos ni el entorno tengan nada que ver con la música que hacemos; simplemente sucede que vivimos en el sur, pero no estoy metido en ningún rollo de “sonido regional”. Aunque quizá el resto de la banda piense de otro modo.

2- Algo que me encanta de City Trends es que los diferentes elementos (bajo, guitarra, batería y voz) parecen tener la misma importancia en el resultado final. Eso da una sensación de esfuerzo colectivo muy saludable. Tampoco está sobreproducido, y se agradece…

Gran parte de lo que hacemos empieza con Justin y el bajo. Es un rollo guiado por el bajo. Después yo y Colin añadimos cosas, con las partes de batería y guitarra, y después Cameron añade las voces. Colin tiene otra banda que es su ojito derecho y lo que escribe para ella es totalmente distinto de lo que hace para Davidians. Aunque no creo que al resto de la banda les gusten cosas como Minutemen, en gran parte el modo en que hacemos las cosas me recuerda a ellos: sin líderes, todos iguales. Los instrumentos entran y salen, entretejiéndose de manera igualitaria. El disco lo grabó Greg Elkins. Es un Viejo amigo y sabe lo que hace. Simplemente le dejamos que hiciese lo que pensase que era mejor, e hizo un gran trabajo.

3- Hay un directo vuestro en youtube bastante brutal. ¿Os gusta que lo que hacéis en los discos pueda ser reproducido en directo o queréis ir más allá?

Hay unos cuantos interludios en el disco que fueron añadidos, pero podemos tocar en directo todo lo que está en él.

4- Con la edad, montar bandas y mantenerlas se va pareciendo a un milagro. Vosotros ya no sois chavales…  ¿Cómo os apañáis?

Es algún tipo de estúpida singularidad genética. Yo soy el más viejo, tengo cincuenta y uno. Justin está a mitad de los cuarenta. Colin y Cameron deben tener como treinta o por ahí. Simplemente, me gusta tocar la batería, me gusta lo que hacemos y me gustan estos tipos. Es un milagro, a decir verdad. Mi vida es muy distinta de la del resto, porque tengo una hija de seis años con necesidades especiales y además soy padre soltero. Sabemos que no podemos hacer demasiadas cosas, así que lo hacemos cuando podemos. Además tengo un trabajo de temporada vendiendo merchan para Melvins, así que conjugar todo eso es bastante extraño. Pero parece que podremos seguir haciendo esto por un tiempo, así que eso será probablemente lo que hagamos.

5- Hay mil modos de entender una banda: como una pandilla callejera, como una familia, como un entretenimiento… ¿Qué significa para ti?

Soy demasiado Viejo para estar en una pandilla (risas), aunque hay un poco de eso, sobre todo cuando te vas de gira, como acabamos de hacer. Esta es la tercera banda en la que he estado con Justin en un periodo de treinta años. Parece que tocamos bien juntos y tenemos una excelente relación de trabajo, pero no nos vemos mucho fuera de la banda. Colin y Cameron son muy buenos amigos entre sí. En general, nos entendemos bien.

6- Pese a las influencias que puedo ver en vosotros (sobre todo de algunas bandas oscuras del sello Amphetamine Reptile) vuestro sonido es personal. ¿Pensáis en ello, en sonar “distintos”, o sale así de modo natural?

Tenemos un montón de influencias y robamos cosas de mucha otra gente (risas). Creo que sólo queremos encontrar cosas que nos interese tocar y no estar pensando demasiado si “tiene que ser así” o si “tiene que sonar asá”. Hay muy poco pensado o planeado de antemano sobre como tienen que acabar sonando los temas, lo cual es bueno. No quiero andar mareando la perdiz con el asunto. Creo que ninguno queremos.

7- Tuviste una banda anterior, Double Negative, donde también estaban otros miembros de Davidians, ¿qué diferencias hay entre ambas?

Muchas. Yo era miembro original de Double Negative. Cameron sustituyó a Kevin, el cantante original, pero para entonces yo ya no estaba en el grupo. Justin estuvo en DN durante toda la existencia de la banda. Pero la diferencia esencial en cuanto a sonido es que tenemos a Colin, que toca digamos, como tocaría Rowland S. Howard en The Birthday Party, pero sin tener mucha conciencia de ello ni de ese rollo… fue como un accidente afortunado. Y trabajamos un espectro musical mucho más abierto que Double Negative, que eran más estrictamente hardcore y punk veloz, aunque con algunas partes raras.

8- ¿Qué significa para ti la palabra “punk” hoy en día?

Nada

9- ¿Qué importancia crees que tiene el sentido humor en la música?

Hmmm… Me gusta cuando las cosas son accidentalmente graciosas. La mayor parte de la música que se supone que es graciosa a propósito no lo es para mí. Me gusta cuando es accidental.

10- ¿Sacáis dinero con la banda? ¿Podéis vivir de ella? ¿Os gustaría?

Bueno… no. Y no querría, para serte sincero. Es algo que está prácticamente abocado al fracaso. Acabamos de volver de dos semanas de gira con 200 dólares en el bolsillo, pero sin gastar nada de nuestro propio dinero. Considero eso como un éxito.

11- Recuerdo entrevistar a Federation X hace unos años. Me dijeron que una de las cosas que les gustaba de la música era que, al revés que en los deportes, nadie tenía que perder para que alguien ganase. No había perdedores. ¿Qué opinas?

Supongo que depende de cómo lo veas. Si lo hubiésemos abandonado todo para hacer esto y nos encontrásemos metidos en un enorme agujero financiero; si hubiésemos intentado llegar a alguna parte y fracasado totalmente, entonces podría considerar que estamos “perdiendo”. Pero como no hemos hecho nada de eso y hemos sido realistas, nos considero ganadores (risas)… ¿Qué te parece esa respuesta? (Risas)

12- La vida para las bandas underground en España es jodida (aunque acaso divertida): nada de dinero, un montón de garitos de mierda y poco público. Aunque desde aquí se piensa a veces en EEUU como un paraíso musical, supongo que no lo es…

Tienes que ser realista al afrontar lo que estás haciendo y tener pocas expectativas, así, cuando las cosas funcionen, podrás estar gratamente sorprendido. Honestamente, no sé cómo se hace popular alguien hoy en día. Hay muchísima música y miles de bandas ahí fuera, y las cosas se han devaluado. Hoy a la gente no le importa tanto la música… hay tantas otras cosas que la gente puede hacer… Creo que somos una banda bastante buena en lo que hacemos, pero, como cualquiera sabe, eso ni es suficiente ni significa nada en realidad. No es el paraíso, desde luego. Necesitas algo de suerte, o que los “creadores del gusto” decidan que eres “bueno”. Cuando se formó Double Negative hubo un verdadero explosión de gente joven motivada, que se enganchaban a la banda y que nos ayudaron mucho. Con Davidians no pasó eso cuando empezamos, y ha sido un proceso más lento darse a conocer. Pero está bien así.

13- ¿Sois, de algún modo, una banda política. ¿Cómo explicarías la actual situación política en EEUU si alguien de fuera te preguntase?

No somos una banda política en absoluto. Tengo problemas y preocupaciones vitales, pero ninguno de ellos está causado por quién sea nuestro presidente en este momento.

14- ¿Qué hay después de la muerte?

Vaya, tío… bueno… espero que haya algo.


lunes, febrero 13, 2017

DORIAN VIAN – “Magic Mountain” (Dubaduba Records)




Hablé del madrileño Dorian Vian en mi reciente libro “Santos y francotiradores”, donde él era uno de los elementos más jóvenes entre la caterva de mentes pensantes subterráneas. Tenía ya entonces un par de discos notables al timón de las bandas Ruda y Jefferson 30, construidos a golpe de  canciones emocionantes en castellano, ejemplos ambiciosos de una sentimentalidad de línea clara llevada al incendio emocional. A algunos de mis cercanos no les convencía, a otros sí. Había polémica, lo cual siempre está bien. A mí se me antojaba que había algo allí luminoso, a despecho de cierto exceso. Y en todo caso a veces el exceso es necesario, porque hablamos de música pop, de magia de síntesis, que a veces puede nacer en el cubil donde uno piensa, pero que más a menudo proviene del chispazo engendrado por la vida, por la acción, por el desastre, por todas esas cosas que suceden cuando uno vuelve a cometer el error de poner el pie en la calle. Bendito error.

En un cambio más de timón, y ya bajo su propio nombre de Guerra, Vian fabrica esta montaña mágica -o estos nueve pasos iniciales hacia una posible montaña mágica- circulando en cambio por los territorios de una “americana” pausada que lo mismo remite a Vetiver y otros ejemplos moderados del weird folk que a unos Black Crowes a los que se hubiese suministrado narcóticos con la leche del desayuno, o (salvas las distancias) a un Tom Petty menos cromado al que le hubiesen amputado los estribillos efectivos (y efectistas). Dudo que Vian, que hace poco aún insistía en que hacía “grunge” conociese a todos los citados cuando compuso el artefacto (a los Crowes y a Petty seguro que sí, claro). Analizar los reflejos nos llevaría, pues, a una interesante reflexión sobre cómo opera la influencia, encapsulada a veces a través de “mediadores”, no diré “médiums”, pero la dejo para otro día más lúcido.

En todo caso el resultado es notable. Me intriga, para empezar, cómo alguien que parecía tendente al exceso por naturaleza, a la canción que explota y que después se extiende en espirales crecientes hacia el hiperespacio, es capaz de pronto de remitir y mostrarse en planicies serenas y semiacústicas de poco más de tres minutos. Funciona, eso sí, superando incluso las similitudes entre temas. Por ejemplo, “Chasing rabbits” y “Revelry”, las dos que abren el trabajo, parecen por un momento el mismo tema; se nos exige un extra de calma y de atención para descubrir que esto no es mera americana de ascensor, sino musica emocionante, suspendida en el tiempo, que se abstiene voluntariamente de derivar hacia el estribillo que subyace.

Así, carburando en ese medio tiempo aparentemente estático, el disco comienza a desperezarse hacia su centro, y en el camino va mutando en un oleaje calmado pero intenso: no por usar mimbres conocidos, por ejemplo, son menos paladeables la agridulce calidez crepuscular de “Considerations” o el desgarro sin efectismos de “Spellbound”. Quizá la miniatura que es “Out of Control” necesitase algo más de definición en lo vocal, pero la redime su cautivador deje arrastrado, que roza levemente (aquí salvando las distancias más) ese deje decadentista que hizo inigualables a los últimos Big Star. Después, “Watching the Sun” y “Things Have Change” (sic) son temas indudablemente bellos y sólidos, quizá los picos de un álbum que cierra desembocando en un cover de la archifamosa “Fade Into You” de Mazzy Star, que si bien no altera un punto los postulados del original consigue al menos conservar gran parte de su belleza, lo que, bien mirado, es mucho.

Comentario aparte para “Resucitar y morir”, único tema en castellano del lote, con un arranque lejanamente reminiscente de “I’ll be your mirror” y una influencia notable de Antonio Vega sostenida con solvencia. A quien le interese ese tema en concreto le recomendaremos que viaje hasta el otro grupo de canciones que Vian ha colgado en su soundcloud bajo el título de Tiempo de Silencio, donde muestra otra de sus muchas caras. Hagan la prueba y comprueben esa otra posibilidad, articulada íntegramente en nuestro idioma. Se encontrarán con un puñado de canciones vibrantes que podrían haber aparecido a finales de los ochenta, y en las que se puede percibir una de las mayores virtudes del autor (quizá también una de las que divide a la parroquia): su poética desprovista de metáfora y artificio, no por ello menos intensa, no por ello menos fértil, acaso más.

Ambos son discos que podrían sonar en la radio y que podrías regalar a cualquiera, entendido o profano, y esa es otra virtud. Conservan sin embargo, pese a ese elemento común, un filo escondido que los coloca un paso más allá. Volveré en otro momento sobre ese Tiempo de Silencio de suspendida ceniza pop y acaso superior en algunos aspectos a su hermano. Cierro, mientras, mi reflexión sobre Magic Mountain comprobando, en fin, que me sigue atrayendo lo que crea Vian, y que (alejándonos de lo artístico, centrándonos en lo práctico) con una producción algo más dinámica y un poco de ajuste en la pronunciación, su planteamiento podría competir con ventaja contra cualquiera de sus compañeros de visión de por aquí. No es un mundo fácil, sin embargo, el sobresaturado redil del folk-rock confesional de raigambre americana.

Esperemos que persista en ambas vertientes y las ajuste hasta la excelencia que él mismo sabe que puede alcanzar. Está a un paso de distancia. //FGL.