Cult of Youth – Cult of Youth (Sacred Bones, 2011)
Uno se descuida y le ha pasado una década por encima. Agreste
entente de punk/folk/dark con cierto predicamento entre entendidos, los americanos Cult of Youth siguen siendo
nuevos para mí, porque los conocí con su disco End of Days (Sacred Bones, 2015), apenas
hace dos años; sin embargo este artefacto homónimo del que hablamos hoy cuenta ya siete ciclos a sus
espaldas, aunque suene bastante atemporal (¿se puede ser BASTANTE atemporal?
Eso deseamos todos). En todo caso, es lo que tiene la oscuridad: el
apocalipsis, incluso en sus formulaciones moderadas, raramente pasa de moda
completamente; siempre alude a nuestra sed de final, y nuestra sed de final es
omnívora.
Durante mucho tiempo no supe a qué atenerme con ellos, en
realidad, juzgando por End of Days, al que, no sin humor, definieron como “un
Pet Sounds post industrial”. Algunas cosas allí me gustaban mucho, otras, acaso
algunas voces, me chirriaban y me sacaban de contexto. Algo chocaba dentro del
núcleo, y yo no sabía si la fricción me repelía o me atraía. Pensé en comprarme
el artefacto. No lo hice, al final.
El verano pasado asistí al festival Entremuralhas, de Leiría
(Portugal), uno de esos eventos excepcionales y perfectamente organizados que
los portugueses saben montar con cien veces más tino que nosotros. Allí vi a
algunas bandas interesantes con diferente gama de grises, algunos despropósitos
oscurantistas y también a los
maravillosos Bärlin, de los que hablaré pronto extensamente. En un rato libre,
ojeando puestos, me encontré este disco de debut a buen precio, y me lo llevé,
junto con esa joya que es “Innocence is Kinky” de Jenny Hval (del que también
tendré que hablar, inevitablemente). Ninguno de los dos eran el disco del
momento, sino discos de inicio, ya con polvo sobre sí, y eso me agradó.
Empecemos por el principio, me dije. Ambos sonaron todo el viaje en coche de
vuelta a casa, hacia ese supuesto norte que Galicia cree ser.
Fue en ese trayecto donde empecé a quererles de verdad, por
las mismas razones por las que otros podrían detestarlos. Hay cierta obviedad
en sus parámetros, cierta –clara, ¿buscada?- tosquedad en las voces, una
evidente aspereza en su aproximación a un género (difuso, pero existente) que
normalmente exige más delicadeza o más pretensiones. Todo en ello suena como si
unos punkis artesanales y autodidactas (ignoro si lo son, pero lo parecen)
hubiesen decidido dar su visión de las cosas usando métodos y canales ajenos,
por los que circulan dando tumbos pero sin miedo alguno. Creo que en esa falta
de miedo está el triunfo, precisamente, en esa naturalidad con la que se dejan
fluir a través del cableado abrazando influencias diversas y a menudo
contradictorias (y probablemente en algunos casos inconscientes), irrumpiendo
en salones tenues que no deberían ser los suyos con la desfachatez de los
bárbaros, pero al tiempo con un mar de fondo propio.
Si ejecutamos el típico análisis por comparación –a veces
detestable por reiterativo, pero útil aquí- podríamos afirmar, por ejemplo que
“Monsters” tiene un relente a Leonard Cohen, si se va más allá del trazo grueso
de la voz y de la pulsión folk, o que podría ser una maqueta de unos 16 Horsepower
menos engolados y menos americanazos; o que en “Casting Thorns” abrazan sin
miedo a Death in June y su capacidad para hacer del desafine una virtud; o que
en “Through the Fear” esos Death in June se mezclan, osadamente, con un halo a
lo Magnetic Fields, virando el disco a (más) pop; o que en “Weary” los tales Magnetic
Fields mutan hacia Belle & Sebastian, por debajo de la oscuridad, para
regresar después a Death in June de nuevo en “Lorelei” en incluso rozar a unos
hipotéticos Swans de caballería ligera.
Ahora volvamos al primer tema, la percusiva emboscada de folk punk oscuro bañada en Spaguetti Western que es “New West”: ¿En serio estos tipos tienen algo que ver con Belle and Sebastian? Bien, regresemos de nuevo a “Weary”, sexto corte… Pues sí, si lo tienen, al menos si conseguimos imaginar a Belle and Sebastian planeando funerales vikingos, picando speed y bebiendo mesk (1) bajo los puentes de una urbe abandonada. Y ahí está, ahí está el punto. Ahí la complejidad que no queríamos ver. Ahí uno de los puentes mágicos dentro de un disco modesto. Por supuesto encontrar esos puentes exige profundizar: ninguno está a la vista. Es posible incluso que para usted, lector, no existan.
Ahora volvamos al primer tema, la percusiva emboscada de folk punk oscuro bañada en Spaguetti Western que es “New West”: ¿En serio estos tipos tienen algo que ver con Belle and Sebastian? Bien, regresemos de nuevo a “Weary”, sexto corte… Pues sí, si lo tienen, al menos si conseguimos imaginar a Belle and Sebastian planeando funerales vikingos, picando speed y bebiendo mesk (1) bajo los puentes de una urbe abandonada. Y ahí está, ahí está el punto. Ahí la complejidad que no queríamos ver. Ahí uno de los puentes mágicos dentro de un disco modesto. Por supuesto encontrar esos puentes exige profundizar: ninguno está a la vista. Es posible incluso que para usted, lector, no existan.
Cult of youth es una banda bastarda, pues, y aparentemente
errática; cruda y (aparentemente, de nuevo) no sofísticada, pero es capaz de
hacer de todo ello una virtud y de tomar al asalto territorio aparentemente
prohibido. Una banda de bar en el Valhalla, haciendo botellón de calimotxo y discutiendo a gritos sobre el fin de la historia. Su
simpleza aparente nos conecta con ellos a un nivel visceral, y así su oscuridad
no nos resulta ajena, sino propia, y al cabo de un rato estás dentro, y después, aunque no tengas la sensación de estar ante ninguna obra maestra,
terminas volviendo al disco una y otra vez para descubrir planicies y
delicadezas inesperadas. O así me ha pasado a mí. Sí, es posible que este “Cult
of Youth” sea uno de esos discos menores que uno acaba transitando mucho más
que los supuestamente mayores. Y, al final, ¿cuáles son los discos mayores,
sino aquellos que influyen en tu vida? Dejemos la historia del pleistoceno y el
la papilla de los rankings para otros.
El compositor del grupo,
era, y sigue siendo, Sean Ragon, que posa en el interior en instantánea vagamente homoerótica y
que firma las letras de todas las canciones y música de la mayoría, hasta tal
punto que no es descabellado considerar a la banda como “su” banda (si, no nos
engañemos, LA banda siempre es de alguien: de uno o, como mucho, de dos. No
conozco ninguna banda de tres). Más allá de lo musical, no diré que sus letras
son geniales. Son, en realidad, como la banda misma, ásperas, faltas de
sutileza a veces, dignas en los mejores casos, de una banda de crust arcano,
vegano y pagano algo evanescente. Tienen, sin embargo, una saludable y obsesiva
tensión de fondo y ocasionales hallazgos. Por ejemplo: “Son of a Man / And head of a clan / A master of dogs / And
killer of gods”. Convengamos en que esas cuatro líneas puede ser una
simplona bravata jevarra, pero también una oscura amenaza de crustie con perro
que ha leído a Nieztsche. La primera opción me permite una sonrisa. Con la
segunda mi sonrisa es más amplia y su tono varía.
Toda gran obra, en fin, tiene siempre varios misterios en su
interior. Ésta, modesta pero intensa, contiene al menos uno, para mí. Un misterio
que ni siquiera es necesario desentrañar porque basta con disfrutarlo: cómo en
su supuesta simpleza es capaz de revivir en mí el viejo sentimiento de
extrañeza e incomodidad, las viejas ganas de andar por las calles ignotas, fumando
pitillos en los portales, viendo pasar los perros mojados, sabiendo que uno es
distinto aunque sin saber ni el porqué ni qué hacer con semejante evidencia. Un
solo misterio vale un disco, a veces. //L.B.
NOTAS
1. El Mesk es una bebida casera, mezcla de sabe dios qué,
que nos ofrecieron unos chavales punkis en Suecia, hace años. Aseguraban que
colocaba aunque también aseguraban sabía como el coño de su abuela (literal).
Ni tan mal.
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