sábado, noviembre 04, 2017

THE NEVER ENDING ROLLING MINDFUCK SERIES (5)



Cult of Youth – Cult of Youth (Sacred Bones, 2011)

Uno se descuida y le ha pasado una década por encima. Agreste entente de punk/folk/dark con cierto predicamento entre entendidos, los americanos Cult of Youth siguen siendo nuevos para mí, porque los conocí con su disco End of Days (Sacred Bones, 2015), apenas hace dos años; sin embargo este artefacto homónimo del que hablamos hoy cuenta ya siete ciclos a sus espaldas, aunque suene bastante atemporal (¿se puede ser BASTANTE atemporal? Eso deseamos todos). En todo caso, es lo que tiene la oscuridad: el apocalipsis, incluso en sus formulaciones moderadas, raramente pasa de moda completamente; siempre alude a nuestra sed de final, y nuestra sed de final es omnívora.

Durante mucho tiempo no supe a qué atenerme con ellos, en realidad, juzgando por End of Days, al que, no sin humor, definieron como “un Pet Sounds post industrial”. Algunas cosas allí me gustaban mucho, otras, acaso algunas voces, me chirriaban y me sacaban de contexto. Algo chocaba dentro del núcleo, y yo no sabía si la fricción me repelía o me atraía. Pensé en comprarme el artefacto. No lo hice, al final.

El verano pasado asistí al festival Entremuralhas, de Leiría (Portugal), uno de esos eventos excepcionales y perfectamente organizados que los portugueses saben montar con cien veces más tino que nosotros. Allí vi a algunas bandas interesantes con diferente gama de grises, algunos despropósitos oscurantistas  y también a los maravillosos Bärlin, de los que hablaré pronto extensamente. En un rato libre, ojeando puestos, me encontré este disco de debut a buen precio, y me lo llevé, junto con esa joya que es “Innocence is Kinky” de Jenny Hval (del que también tendré que hablar, inevitablemente). Ninguno de los dos eran el disco del momento, sino discos de inicio, ya con polvo sobre sí, y eso me agradó. Empecemos por el principio, me dije. Ambos sonaron todo el viaje en coche de vuelta a casa, hacia ese supuesto norte que Galicia cree ser.

Fue en ese trayecto donde empecé a quererles de verdad, por las mismas razones por las que otros podrían detestarlos. Hay cierta obviedad en sus parámetros, cierta –clara, ¿buscada?- tosquedad en las voces, una evidente aspereza en su aproximación a un género (difuso, pero existente) que normalmente exige más delicadeza o más pretensiones. Todo en ello suena como si unos punkis artesanales y autodidactas (ignoro si lo son, pero lo parecen) hubiesen decidido dar su visión de las cosas usando métodos y canales ajenos, por los que circulan dando tumbos pero sin miedo alguno. Creo que en esa falta de miedo está el triunfo, precisamente, en esa naturalidad con la que se dejan fluir a través del cableado abrazando influencias diversas y a menudo contradictorias (y probablemente en algunos casos inconscientes), irrumpiendo en salones tenues que no deberían ser los suyos con la desfachatez de los bárbaros, pero al tiempo con un mar de fondo propio.

Si ejecutamos el típico análisis por comparación –a veces detestable por reiterativo, pero útil aquí- podríamos afirmar, por ejemplo que “Monsters” tiene un relente a Leonard Cohen, si se va más allá del trazo grueso de la voz y de la pulsión folk, o que podría ser una maqueta de unos 16 Horsepower menos engolados y menos americanazos; o que en “Casting Thorns” abrazan sin miedo a Death in June y su capacidad para hacer del desafine una virtud; o que en “Through the Fear” esos Death in June se mezclan, osadamente, con un halo a lo Magnetic Fields, virando el disco a (más) pop; o que en “Weary” los tales Magnetic Fields mutan hacia Belle & Sebastian, por debajo de la oscuridad, para regresar después a Death in June de nuevo en “Lorelei” en incluso rozar a unos hipotéticos Swans de caballería ligera.

Ahora volvamos al primer tema, la percusiva emboscada de folk punk oscuro bañada en Spaguetti Western que es “New West”: ¿En serio estos tipos tienen algo que ver con Belle and Sebastian? Bien, regresemos de nuevo a “Weary”, sexto corte… Pues sí, si lo tienen, al menos si conseguimos imaginar a Belle and Sebastian planeando funerales vikingos, picando speed y bebiendo mesk (1) bajo los puentes de una urbe abandonada. Y ahí está, ahí está el punto. Ahí la complejidad que no queríamos ver. Ahí uno de los puentes mágicos dentro de un disco modesto. Por supuesto encontrar esos puentes exige profundizar: ninguno está a la vista. Es posible incluso que para usted, lector, no existan.

Cult of youth es una banda bastarda, pues, y aparentemente errática; cruda y (aparentemente, de nuevo) no sofísticada, pero es capaz de hacer de todo ello una virtud y de tomar al asalto territorio aparentemente prohibido. Una banda de bar en el Valhalla, haciendo botellón de calimotxo y discutiendo a gritos sobre el fin de la historia. Su simpleza aparente nos conecta con ellos a un nivel visceral, y así su oscuridad no nos resulta ajena, sino propia, y al cabo de un rato estás dentro, y después, aunque no tengas la sensación de estar ante ninguna obra maestra, terminas volviendo al disco una y otra vez para descubrir planicies y delicadezas inesperadas. O así me ha pasado a mí. Sí, es posible que este “Cult of Youth” sea uno de esos discos menores que uno acaba transitando mucho más que los supuestamente mayores. Y, al final, ¿cuáles son los discos mayores, sino aquellos que influyen en tu vida? Dejemos la historia del pleistoceno y el la papilla de los rankings para otros.

El compositor del grupo, era, y sigue siendo, Sean Ragon, que posa en el interior en instantánea vagamente homoerótica y que firma las letras de todas las canciones y música de la mayoría, hasta tal punto que no es descabellado considerar a la banda como “su” banda (si, no nos engañemos, LA banda siempre es de alguien: de uno o, como mucho, de dos. No conozco ninguna banda de tres). Más allá de lo musical, no diré que sus letras son geniales. Son, en realidad, como la banda misma, ásperas, faltas de sutileza a veces, dignas en los mejores casos, de una banda de crust arcano, vegano y pagano algo evanescente. Tienen, sin embargo, una saludable y obsesiva tensión de fondo y ocasionales hallazgos. Por ejemplo: “Son of a Man / And head of a clan / A master of dogs / And killer of gods”. Convengamos en que esas cuatro líneas puede ser una simplona bravata jevarra, pero también una oscura amenaza de crustie con perro que ha leído a Nieztsche. La primera opción me permite una sonrisa. Con la segunda mi sonrisa es más amplia y su tono varía.

Toda gran obra, en fin, tiene siempre varios misterios en su interior. Ésta, modesta pero intensa, contiene al menos uno, para mí. Un misterio que ni siquiera es necesario desentrañar porque basta con disfrutarlo: cómo en su supuesta simpleza es capaz de revivir en mí el viejo sentimiento de extrañeza e incomodidad, las viejas ganas de andar por las calles ignotas, fumando pitillos en los portales, viendo pasar los perros mojados, sabiendo que uno es distinto aunque sin saber ni el porqué ni qué hacer con semejante evidencia. Un solo misterio vale un disco, a veces. //L.B.


NOTAS

1. El Mesk es una bebida casera, mezcla de sabe dios qué, que nos ofrecieron unos chavales punkis en Suecia, hace años. Aseguraban que colocaba aunque también aseguraban sabía como el coño de su abuela (literal). Ni tan mal.



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