El hombre es esta noche, esta vacía nada, que en su
simplicidad lo encierra todo, una riqueza de representaciones sin cuento (…) Lo
que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo,
cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza
ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo
percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible:
a uno le cuelga delante la noche del mundo.
HEGEL
Son las ocho en Madrid.
Salgo de la estación de Tribunal. Por mi cabeza, desfila una línea de bajo a
contratiempo que se despliega sobre un sonido espeso de guitarras ambientales.
En la acera, el intenso tráfico ha sido sustituido por una manada de ciervos
hambrientos que han emergido de los laberínticos túneles, abriendo un agujero
en la realidad como si de un poema de Leopoldo María Panero se tratase. Tienen
la piel cubierta de conchas. El gesto, altivo y serio. De pronto, el cielo se
emborrona de nubes y un olor a plomo y azufre asciende de las alcantarillas.
El Señor de los Nâzgul aparece tras una esquina. Es bastante
alto. Pelo corto, barba y playeras. No es un atuendo que distinga precisamente
a los siervos de Sauron. Fuma un cigarrillo tras otro y afirma tener resaca. Lo
delatan sus ojos verdes y su voz ronca de cansancio. Camina decidido y nos
internamos por el barrio de Malasaña, donde vivió en una época lejana, cuando
era pasto de locos y ojerosos periodistas que corrían libres. Desataban
trifulcas en el Café Neón.
Me pregunta por el trabajo. Yo, sobre su vida de ermitaño en
los páramos de Angmar, al norte del norte, donde el Señor Oscuro amansa a las
fieras. Trae malas noticias de la Comarca, los hobbits han tomado
definitivamente el poder y lo han convertido de fascismo invertido y buenas
intenciones. “Quedamos pocos”, afirma tajante. Atravesamos la calle de la Palma
de arriba a abajo y nos detenemos en los escaparates de las tiendas de discos,
entre libros de Tom Waits y ángeles caídos.
Como una fusión entre Tolkien y Lou Reed. “Sí, la verdad,
esas dos cosas flotaban en mi cabeza cuando pensé en el título del álbum. Era
una idea que me perseguía desde hacía tiempo”. Seguimos caminando y
contemplamos a lo lejos una nueva manada de ciervos blancos despellejados. “Yo
no los he desatado, yo no soy nadie”. Contra todo pronóstico, exhala una
confesión que me deja helado: “Vamos a ver, chaval, Sauron no existe, yo no soy
su siervo, deja de verme así solo por el título del álbum que acabo de sacar”.
Vale, Luis. Lo reconozco. Sé que dormitas en la calavera de
un gato y que de algún modo todos tenemos la aspiración de huir a alguna
mansión hecha de huesos con nuestra Madre Digital particular. Pero esto es
demasiado.
Demasiado para tan poco tiempo: “El disco fue grabado en
apenas cuatro días”. Esto viene a colación de que su predecesor, el fantástico Death
of a Flower (Discos Belamarth, Gog Artifacts, 2016), parece un disco más
directo y espontáneo, mientras que este reúne a la perfección las
características de lo que se podría considerar un álbum reflexivo, espacial y
para ser cocinado -o deglutido- a fuego lento.
La apertura, una deslumbrante y luminosa pieza de synth y
efectos a lo John Cale construida con tan solo dos acordes, habla de llevar “el
sol en una silla de ruedas”. En un ingenioso choque de contrastes entre luz y
oscuridad, el creador del universo, amoral en su raíz, lleva vida y muerte al
mundo sin preguntarse nada. La voz, reposada y tranquila arrastra lánguidos
cantos del Oeste. El Nâzgul despierta y amanece lenta y progresivamente con
esta iluminación.
Tras este ascenso a las alturas, toca bajar a la Tierra, al
terreno llano, al subsuelo. “Hole of a Soul” es precisamente eso. Un manifiesto
nihilista en el que se incide en esa “falta de necesidad”. Una descripción
exhaustiva de la mansión en la que habita Broke Lord, en la que la paz y la
ausencia de deseo, “fuera de todo daño o amor”, contempla el pasar de los días.
Simple y directa, apuntala hasta el más mínimo sentido de vanidad. Al margen de
todas las pasiones y los anhelos, la figura de un animal que se yergue sobre la
noche ilustrado el vasto camino de la nada. “Ilumination” es una nueva
invitación a dejarse llevar, anular el pensamiento y abandonar toda tentativa
de acción posible. La producción y la interpretación adoptan un sonido cercano
a The Fall, con un Mark E. Smith difunto, sonriendo tras las pistas.
“Digital Mother” se trenza como un diálogo sostenido entre
guitarra y bajo con una ecualización muy psych-rock. La voz cavernosa de Broke
Lord recita unas líneas que hablan de nuevo de esa muerte más allá de la vida,
de esa confluencia de los astros que invita a soñar y a dejarse guiar por un
valle deshabitado en el que ya no hay nada que anhelar: “As I´ve never been
here I can sing with no words”. También, parece ser un canto de amor hacia lo
natural en detrimento de las exigencias de mercado, siempre interesadas. Un
retiro al bosque, donde solo el amor es posible.
Y aquí es cuando llegamos a la mejor canción de todo el
disco, un tema que según su autor “llevaba años compuesta pero nunca había sido
grabada”, y que rescató para formar parte de este Nâzgul Says sombrío y tallado
en alabastro. Alguien solo llega hasta aquí en base a su sólida experiencia y
dilatada carrera. “Eve of All Churches Burning” es una liturgia del cabreo, la
violencia o el canibalismo: bebés usados como ceniceros, amigos con resaca al
otro lado del teléfono, una vuelta a casa por Navidad, la sangre lenta que
mancha un río brumoso. La invocación de los ciervos para acabar con lo humano.
La irrupción de lo monstruoso a lo Lynch. Un post-punk psicodélico de una
España negra, yerma y olvidada. Satanismo rural templado con un fondo etéreo de
guitarras en la Noche de los Muertos Vivientes. La entonación de Macky Chuca, punk
rock heroine, digna de antología. Más allá de las primeras impresiones, o de
las inevitables referencias al dark folk, Broke Lord parece hallar un nuevo
género: rock ritual; pues todo apunta a que “Eve of all Churches Burning” es un
artefacto paramusical que traslada al oyente a una realidad reservada y anclada
en la experiencia de lo fúnebre, lo telúrico o, de nuevo, al más oscuro pozo
del nihilismo.
Con “New Town” se inicia la segunda parte del disco. Después
de tanta oscuridad, merece la pena detenerse en una cotidiana reflexión sobre
los tiempos pasados y presentes o los Neutral Milk Hotel. Todo vale. Diríamos
que esta es la canción verdaderamente política de Broke Lord, en la que admite
que “los ciegos dirigen a los ciegos”. De igual modo, parece hablar de alguien,
alguien desconocido pero a quién quiere o admira muchísimo. “New Town” es una
conversación mantenida a dos bandas: con los músicos y con el oyente. Un tema
laberíntico cuya producción vuelve a remitirnos al Lou Reed del New York. Una
delicia para escuchar en esos días vacíos en los que nada ocurre. La siguiente,
“Read it on my palm”, resulta ser una jugada clásica y conocida de la factoría
Broke Lord. Más próxima a Death of a
flower, tiene un sabor a rock áspero cantinero con una fantástica guitarra de Asier
Maiah a lo Marc Ribot. Tiene sabor a whiskey y suena campestre, pero elegante.
“Así que vives en Madrid pero te mueves igual que Iggy Pop”.
Con esta peculiar sentencia amanece “Everybody is Weak”, un tema con el que su
autor vuelve a erigirse como sabio y portavoz de una generación de melómanos
irredentos. “Oh, pobre chico /bienvenido a la época dorada de la estupidez (…)
en la que la gente ya no sabe cómo permanecer consigo misma /porque todo el
mundo es débil”. Sin duda, un puñetazo en la mesa. Con “Pay in rain” Broke Lord
vuelve a la elegancia, en un registro vocal y actitud frente al micrófono
similar a la de uno de sus más canónicos maestros: el sepulcral Michael Gira.
Aquí recibimos ecos de sus valorados Angels of Light o del propio Bob Dylan en
discos como Oh Mercy (1989) o Time out of mind (1997).
Y llegamos al final con “I wanna go to the beach”, un
perfecto cierre a este viaje al fin de la noche que comenzó con luz y, contra
todo pronóstico, acaba con luz. En el fondo, después de tanto tiempo enterrado
en el subsuelo, Broke Lord despega por todo lo alto en este tema en el que
expresa una serie de peticiones personales a la par que dirige un mensaje a
todas esas personas por las que se sintió en deuda o más bien al revés, le
debieron algo. “I wanna go to the beach” es el deseo final de un viaje sin
deseos, la última aspiración, hasta cierto punto cómica, de una oración
dirigida a la nada que es este Nâzgul Says. Quién sabe si con ironía o
intención real. Tan solo él lo sabrá, camuflado en su capucha gris, serio,
delante del Club Misterio.
(Reseña a cargo de Enrique Zamorano para Rock I+D)