sábado, septiembre 08, 2018

BROKE LORD - "Nazgul Says" (Orphan Records/Cosmic Tentacles, 2018)




El hombre es esta noche, esta vacía nada, que en su simplicidad lo encierra todo, una riqueza de representaciones sin cuento (…) Lo que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo, cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo.

HEGEL


Son las ocho  en Madrid. Salgo de la estación de Tribunal. Por mi cabeza, desfila una línea de bajo a contratiempo que se despliega sobre un sonido espeso de guitarras ambientales. En la acera, el intenso tráfico ha sido sustituido por una manada de ciervos hambrientos que han emergido de los laberínticos túneles, abriendo un agujero en la realidad como si de un poema de Leopoldo María Panero se tratase. Tienen la piel cubierta de conchas. El gesto, altivo y serio. De pronto, el cielo se emborrona de nubes y un olor a plomo y azufre asciende de las alcantarillas.

El Señor de los Nâzgul aparece tras una esquina. Es bastante alto. Pelo corto, barba y playeras. No es un atuendo que distinga precisamente a los siervos de Sauron. Fuma un cigarrillo tras otro y afirma tener resaca. Lo delatan sus ojos verdes y su voz ronca de cansancio. Camina decidido y nos internamos por el barrio de Malasaña, donde vivió en una época lejana, cuando era pasto de locos y ojerosos periodistas que corrían libres. Desataban trifulcas en el Café Neón.

Me pregunta por el trabajo. Yo, sobre su vida de ermitaño en los páramos de Angmar, al norte del norte, donde el Señor Oscuro amansa a las fieras. Trae malas noticias de la Comarca, los hobbits han tomado definitivamente el poder y lo han convertido de fascismo invertido y buenas intenciones. “Quedamos pocos”, afirma tajante. Atravesamos la calle de la Palma de arriba a abajo y nos detenemos en los escaparates de las tiendas de discos, entre libros de Tom Waits y ángeles caídos.

Como una fusión entre Tolkien y Lou Reed. “Sí, la verdad, esas dos cosas flotaban en mi cabeza cuando pensé en el título del álbum. Era una idea que me perseguía desde hacía tiempo”. Seguimos caminando y contemplamos a lo lejos una nueva manada de ciervos blancos despellejados. “Yo no los he desatado, yo no soy nadie”. Contra todo pronóstico, exhala una confesión que me deja helado: “Vamos a ver, chaval, Sauron no existe, yo no soy su siervo, deja de verme así solo por el título del álbum que acabo de sacar”.

Vale, Luis. Lo reconozco. Sé que dormitas en la calavera de un gato y que de algún modo todos tenemos la aspiración de huir a alguna mansión hecha de huesos con nuestra Madre Digital particular. Pero esto es demasiado.

Demasiado para tan poco tiempo: “El disco fue grabado en apenas cuatro días”. Esto viene a colación de que su predecesor, el fantástico Death of a Flower (Discos Belamarth, Gog Artifacts, 2016), parece un disco más directo y espontáneo, mientras que este reúne a la perfección las características de lo que se podría considerar un álbum reflexivo, espacial y para ser cocinado -o deglutido- a fuego lento.

La apertura, una deslumbrante y luminosa pieza de synth y efectos a lo John Cale construida con tan solo dos acordes, habla de llevar “el sol en una silla de ruedas”. En un ingenioso choque de contrastes entre luz y oscuridad, el creador del universo, amoral en su raíz, lleva vida y muerte al mundo sin preguntarse nada. La voz, reposada y tranquila arrastra lánguidos cantos del Oeste. El Nâzgul despierta y amanece lenta y progresivamente con esta iluminación.

Tras este ascenso a las alturas, toca bajar a la Tierra, al terreno llano, al subsuelo. “Hole of a Soul” es precisamente eso. Un manifiesto nihilista en el que se incide en esa “falta de necesidad”. Una descripción exhaustiva de la mansión en la que habita Broke Lord, en la que la paz y la ausencia de deseo, “fuera de todo daño o amor”, contempla el pasar de los días. Simple y directa, apuntala hasta el más mínimo sentido de vanidad. Al margen de todas las pasiones y los anhelos, la figura de un animal que se yergue sobre la noche ilustrado el vasto camino de la nada. “Ilumination” es una nueva invitación a dejarse llevar, anular el pensamiento y abandonar toda tentativa de acción posible. La producción y la interpretación adoptan un sonido cercano a The Fall, con un Mark E. Smith difunto, sonriendo tras las pistas.

“Digital Mother” se trenza como un diálogo sostenido entre guitarra y bajo con una ecualización muy psych-rock. La voz cavernosa de Broke Lord recita unas líneas que hablan de nuevo de esa muerte más allá de la vida, de esa confluencia de los astros que invita a soñar y a dejarse guiar por un valle deshabitado en el que ya no hay nada que anhelar: “As I´ve never been here I can sing with no words”. También, parece ser un canto de amor hacia lo natural en detrimento de las exigencias de mercado, siempre interesadas. Un retiro al bosque, donde solo el amor es posible.

Y aquí es cuando llegamos a la mejor canción de todo el disco, un tema que según su autor “llevaba años compuesta pero nunca había sido grabada”, y que rescató para formar parte de este Nâzgul Says sombrío y tallado en alabastro. Alguien solo llega hasta aquí en base a su sólida experiencia y dilatada carrera. “Eve of All Churches Burning” es una liturgia del cabreo, la violencia o el canibalismo: bebés usados como ceniceros, amigos con resaca al otro lado del teléfono, una vuelta a casa por Navidad, la sangre lenta que mancha un río brumoso. La invocación de los ciervos para acabar con lo humano. La irrupción de lo monstruoso a lo Lynch. Un post-punk psicodélico de una España negra, yerma y olvidada. Satanismo rural templado con un fondo etéreo de guitarras en la Noche de los Muertos Vivientes. La entonación de Macky Chuca, punk rock heroine, digna de antología. Más allá de las primeras impresiones, o de las inevitables referencias al dark folk, Broke Lord parece hallar un nuevo género: rock ritual; pues todo apunta a que “Eve of all Churches Burning” es un artefacto paramusical que traslada al oyente a una realidad reservada y anclada en la experiencia de lo fúnebre, lo telúrico o, de nuevo, al más oscuro pozo del nihilismo.

Con “New Town” se inicia la segunda parte del disco. Después de tanta oscuridad, merece la pena detenerse en una cotidiana reflexión sobre los tiempos pasados y presentes o los Neutral Milk Hotel. Todo vale. Diríamos que esta es la canción verdaderamente política de Broke Lord, en la que admite que “los ciegos dirigen a los ciegos”. De igual modo, parece hablar de alguien, alguien desconocido pero a quién quiere o admira muchísimo. “New Town” es una conversación mantenida a dos bandas: con los músicos y con el oyente. Un tema laberíntico cuya producción vuelve a remitirnos al Lou Reed del New York. Una delicia para escuchar en esos días vacíos en los que nada ocurre. La siguiente, “Read it on my palm”, resulta ser una jugada clásica y conocida de la factoría Broke Lord. Más próxima a  Death of a flower, tiene un sabor a rock áspero cantinero con una fantástica guitarra de Asier Maiah a lo Marc Ribot. Tiene sabor a whiskey y suena campestre, pero elegante.

“Así que vives en Madrid pero te mueves igual que Iggy Pop”. Con esta peculiar sentencia amanece “Everybody is Weak”, un tema con el que su autor vuelve a erigirse como sabio y portavoz de una generación de melómanos irredentos. “Oh, pobre chico /bienvenido a la época dorada de la estupidez (…) en la que la gente ya no sabe cómo permanecer consigo misma /porque todo el mundo es débil”. Sin duda, un puñetazo en la mesa. Con “Pay in rain” Broke Lord vuelve a la elegancia, en un registro vocal y actitud frente al micrófono similar a la de uno de sus más canónicos maestros: el sepulcral Michael Gira. Aquí recibimos ecos de sus valorados Angels of Light o del propio Bob Dylan en discos como Oh Mercy (1989) o Time out of mind (1997).

Y llegamos al final con “I wanna go to the beach”, un perfecto cierre a este viaje al fin de la noche que comenzó con luz y, contra todo pronóstico, acaba con luz. En el fondo, después de tanto tiempo enterrado en el subsuelo, Broke Lord despega por todo lo alto en este tema en el que expresa una serie de peticiones personales a la par que dirige un mensaje a todas esas personas por las que se sintió en deuda o más bien al revés, le debieron algo. “I wanna go to the beach” es el deseo final de un viaje sin deseos, la última aspiración, hasta cierto punto cómica, de una oración dirigida a la nada que es este Nâzgul Says. Quién sabe si con ironía o intención real. Tan solo él lo sabrá, camuflado en su capucha gris, serio, delante del Club Misterio.



(Reseña a cargo de Enrique Zamorano para Rock I+D)

FRANCO BATTIATO - "La Voce del Padrone" (EMI, 1981)



(Texto publicado originalmente el 31 de marzo de 2017 en la sección "El Fotografo de Instantes" que coordina Luis Moner para la web "Música en la mochila")

No soy tendente a la nostalgia. O, mejor, tiendo a no usarla como motor principal, porque uno acaba en casa en pantuflas, llorando sobre un mal disco de Tom Petty, emocionado con la imagen de su propia juventud malgastada. Y comprando muchas cosas inútiles para combatir o justificar tal emoción de senectud precoz. Sin embargo hay un tipo de nostalgia inevitable y acaso benéfica, que dota de la necesaria pátina dorada a épocas que fueron en realidad conflictivas pero que ya ni tienen arreglo ni lo precisan. Una nostalgia que es como una mano que se posa y perdona. Fugaz, momentánea, profunda. Esa me vale. 

Hilado inseparablemente a ella, Franco Battiato es para mí -entre otras cosas más razonadas- un viaje de vuelta a casa, desde el Algarve, quizá -podría ser desde Madrid– en algún momento fijado en el ámbar lejano y difuso de los años ochenta. Por entonces los trayectos eran largos y tediosos, y la familia era lo único que uno conocía, en realidad. Y la única música en la que podíamos coincidir mis padres, mis hermanas menores y yo estaba en aquellos discos del genio de Catania. Los tangos que cantaba mi padre y que ahora paladeo, agridulces, en el recuerdo, me parecían entonces ridículos. Los recopilatorios de La Década Prodigiosa de mis hermanas, intolerables. Mi tendencia incipiente hacia el ruido, por su parte, no hubiese tenido buena acogida y yo lo sabía. Quedaba Franco. El lapso de sus discos era un lapso de placer y de atención. Las canciones reinaban, y aquel extraño colectivo que éramos las dejaba flotar dentro, aprendiendo -o reaprendiendo, en el caso de mis viejos- lo que es la emoción. En este caso la emoción de Battiato, extrañamente delicada e intelectual, levitante pero corpórea.

No recuerdo cual fue el primer disco suyo que escuché, exactamente: probablemente "Nómadas" o "Ecos de danzas sufi", apaños en castellano que recopilaban sus éxitos más redondos y tarareables. Las versiones, bien traducidas por cierto, eran muy espectaculares; sin embargo carecían aquellos discos de la dinámica entre ataque y contemplación que –descubriría pronto- sí tenían los originales. 
"La voce del Padrone"–algo ahora difícilmente comprensible, pero cierto- vendió en su momento más de un millón de discos en Italia. Hay un excelente directo en youtube, de un año después (82), en el que se puede comprobar que era ya un artista masivo aunque perfectamente ubicado en sus propias coordenadas, tan humanistas como marcianas. La música tenía en el disco esa levedad primorosamente esculpida que aludía al tiempo a la modernidad y a algo eterno y casi espacial; y tenía aquel instinto pop finísimo, sorprendente en alguien que venía de la música experimental. Las sobresalientes letras eran crípticas aún para el niño que era yo, con un cierto arcaísmo revolucionario típico de Battiato y que llevaba a pensar aunque fuese perfectamente capaz del slogan, de la frase definitiva y sintética. En eso siempre ha sido un genio, bien dentro de una misma canción, oscilando grácilmente entre pensamiento y estribillo, bien en el recorrido de un disco completo. En "La voce...", sin ir más lejos, se alternan muy sabiamente los momentos de zen nueva ola (“A Wonderful summer…”, la emocionante “Gli uccelli”) con el pop de combate (“Bandera bianca”, “Centro di gravitá permanente”), las demoradas órbitas sensuales (“Sentimiento nuevo”) y las deliciosas majaradas posmodernas (“Cucurrucucu”).

A Battiato puede enfocarlo uno, ahora que el pasado es pasado, casi como quiera. Rercientemente, por ejemplo, mi buen amigo David Bizarro publicó en Karate Press un genial análisis de su lado esotérico. Yo tuve, por otro lado, el placer de comprobar su condición de animal de directo dos veces. Una acompañado de orquesta, sentado en una alfombra casi voladora y entregado al arabesco opiáceo y mediterráneo (bien guiado por su eterno colaborador Giusto Pio). La otra, memorable, en el palacio de Congresos de Madrid, con dos bandas de rock y haciendo entrar en éxtasis al personal a base de clásicos y experimentación versátil. Dos caras casi opuestas. Battiato es también, en nuestra extraña memoria pop española, acaso el único artista que sobrevivió integro a una parodia de Martes y Trece. Meterse con su nariz, al cabo, es como meterse con la de Cleopatra. El tipo vuela unos cuantos miles de kilómetros por encima del asunto, caricatura él mismo, icono de un pop inteligente y crítico como podría serlo el mejor Woody Allen, al tiempo a caballo y a despecho de sus taras. 

En todo caso, “La Voce del padrone” es una perfecta puerta de entrada a su universo (aún conservo la cinta de la edición en castellano, aunque me he aficionado a escuchar el original y fingir que sé parlotear en su italiano ondulante como el agua). Se me antoja una síntesis perfecta de la calma integradora que Franco concedía a aquella familia mía en acelerado proceso hacia la disfuncionalidad. Vuelvo a él y al resto de sus discos cada cierto tiempo, igual que intento leerme “La Isla del Tesoro” una vez al año. Hay –es una categoría peculiar- artistas inagotables que desde un aparente kitsch de su época han ido haciéndose en lugar de viejos, modernos. Han ido ganando sentido en lugar de perderlo, hasta ser clásicos atemporales en crecimiento perpetuo. 

Y pese a todo, cuando lo escucho sigo siendo consciente de que, junto al impecable y detallista conjunto de hits de pop meditativo y al tiempo guerrillero, está ahí también mi vida vieja, esa que se encuentra al fondo del armario, reconocible a duras penas pero iluminada al fulgor de las canciones. El tono fantasmal de los viajes, las voces, los lugares y las luces de algo irrecuperable. O recuperable sólo a través de la voz de un siciliano extravagante. Ese es uno de los poderes de la música, es de suponer. Y contra ese tipo de vida no se lucha.