sábado, enero 19, 2019

CLAW TOE - "Goblin Creme" (2016)



Hay discos que son trampas para elefantes plantadas en medio del callejón de la droga. Crees que sales a fumarte un canuto y echarte unas risas con un toyboy que acabas de conocer y cuando te das cuenta estás amordazado en un sótano con dos travelos negros enmascarados que están a punto de darte lo tuyo, sea lo que sea lo tuyo. El primer largo de Claw Toe –engañoso, enfermo, inesperadamente oscuro, potencialmente disfrutable- es exactamente eso. Arranca como una efectiva demostración de Rock&Roll arcano y humorístico (“Breakout”, “Geriatric Stalker”) y te deja bailar internándote en una pista donde en realidad no hay nadie más (“Happy”, “Fascist Elect”). A mitad de viaje notas que la iluminación ha decrecido y los teclados se han vuelto extrañamente amenazantes, pero, qué cojones, es tu noche libre, a ver a dónde lleva. Para cuando te arrepientes es muy, muy tarde, y te has embarcado en una secuencia paisajística y terrible, en un hilo de horrísonas polaroids emitidas desde el lugar donde se educan los asesinos en serie. En ese rush final, la oscuridad permea el hueso y se hace intensa, permanente, total. La gracieta lateral se ha convertido en un chiste enfermo inoperable. Lo que había empezado como un disco carnavalesco, oscurito pero festivo, es ahora un desolado paseo por la ciudad zombificada, un mal sueño post Cramps que uno puede disfrutar, mucho, pero sólo si le va ese tipo de marcha.

Escuchado superficialmente, el oyente notará sin duda esa tensión creciente y esa deriva a negro, y el disco será interesante un rato. Pero poniendo algo más de atención y leyendo las descojonantes y a menudo desoladoras letras, dejándose llevar por el minimalista, amenazante uso de las teclas (un diez para Laurence Ocampo), podrá además entenderlo como un comentario ilustrado, panorámico, sobre un mundo en que todos vivimos de un modo u otro. Ahí es donde el disco se vuelve extraordinario, siniestro y pertinente, hasta resultar gozosamente molesto para nuestra querida corrección política. ¿Qué ha pasado? Nos preguntaremos. Hace un momento estaba riéndome con un tema sobre un pajero compulsivo que me recordaba lejanamente a Ian Dury (“Five Knuckle Shuffle”), con una cosa infantiloide y familiar, y ahora de pronto estoy aquí, en la puta Desolation Row. De repente esto es un mal viaje de LSD de Daniel Johnston. El que lo dejó definitivamente pallá…

There's a black man outside the barracks
Blowing a gasket.
Cars collide!
Smash and break the toys in the grass of the park where the children play.
But regardless of who's getting killed, or raped, or ripped off, or beaten, or mugged we'll have sandwiches for lunch!
Munch, munch, munch, munch!

Hay algo de genio en hacer esa transición de modo que el oyente se deslice por ella como por un gozoso tobogán engrasado, sin darse cuenta de que cae a un pozo de mierda seca y sueños anales en floración. Hay algo de genio en hacerte pasear por la necrópolis sin que el pánico supere a la fascinación y sin ponerse nunca épico. Hay algo de genio en hacer que el tren de la bruja se convierta en el puto túnel oscuro donde las cosas malas pasan de verdad. Hay algo de genio en que todas esas instantáneas en formato single de tres minutos tengan de pronto sentido juntas, como celdillas de una urbe en silencioso colapso, claustrofóbica y jodidamente parecida a la vida de uno. O, digamos, a las partes menos iluminadas de la vida de uno.

Claw Toe lo consigue en parte con la vieja e infalible fórmula de las canciones punk de sustrato garagero, clásico, infectadas por los tumores estrambóticos y aterradores que produce la cultura trash en su colisión con la vida diaria (si es que ambas cosas no son sólo una). Están, más por su vibración mental que por su sonido -voluntariamente bruto, grumoso, en roca- cerca de la larga y variable dinastía grupos afectados por lo malsano. Digamos, salvas las distancias, The Cramps, los primeros Dwarves, The thirteen Floor Elevators, The Seeds. Por ejemplo. Siga usted con la lista. Lo consiguen también, coagulando la amenaza con un rush final into the fuckin’ dark (“Vampire”, “Psychological Destruction”, “Red Carpet Dystopia”, “Night Run”, “Vibration”) que es estudiable como uno de los descensos al mal rollo mejor graduados y más inesperados –y divertidos, para que negarlo- que recuerdo.

Cierran jocosamente con “Back Door”, ejerciendo como unos Turbonegro de baja resolución, y sería fácil quedarse con eso. Más difícil pero mucho más necesario es dejar pasar garganta abajo el retrato de nosotros mismos que nos devuelve su chalado pero lúcido espejo. Ese en el que están los desesperados turnos de noche, el merodeo sin sentido por los patios traseros de occidente, el vampirismo metafórico y no metafórico, el anémico brillo azul de las pantallas emitiendo porno amateur mientras la parienta duerme, la soledad terminal del hombre blanco en bancarrota espiritual que inventa chistes sobre sí mismo. Y todos los parques vacíos, todos los patios de atrás, todos los crímenes posibles.

Hay algo de genio, sí, en hacer todo ese diario y vacío horror tan divertido.

Debe ser eso que llaman Rock&Roll.


NOTA: Pronto tendremos entrevista con Mr. Darius Hurley, comandante de todo este sinsentido, para que nos cuente historias bonitas. Mientras, también vale la pena echarle un ojo al single y el EP anteriores de la banda, más ruidosos y algo más experimentales, pero igualmente disfrutables.


viernes, enero 18, 2019

Provincianos de una osa menor – algunas vaguedades y una reseña sesgada de OBEY, de Exploded View (Sacred Bones, 2018)

En un rapto de optimismo, semanas atrás, gasté dos días enteros, quizá tres, escuchando música fuera de mi radar habitual, flotando de bandcamp en bandcamp en una deriva gozosa e iluminadora de olvido y celebración de mí mismo. Durante esas jornadas de extraña alteración, especie de resaca retardada de mdma postoperatorio, todo me parecía glorioso, excéntrico o al menos peculiar: una suspensión del prejuicio en la que el gusto -esa bestia entrenada con crueldad y por tanto cruel- permanecía sin embargo atento. Tendré que hablar de ese lapso fabuloso que quizá haya sido lo más cercano a la felicidad que he experimentado en 2018, un año que ha sido para mí más una carnicería que un año. Más un matadero que un tiempo.

Al tercer día resucité a la grisedumbre del mundo: el viaje me dejó en una orilla fronteriza, ya que no del todo familiar. Por Navidad (anticipada) decidí regalarme unos cuantos discos de Sacred Bones Records a los que les tuve ganas hace dos o tres años. No sé si ahora aún se la tengo o fue sólo el pulso del pasado insatisfecho brotándome en las sienes; un mero afán compensatorio; el viejo y estúpido intento de llenar el hueco con materia. Ni siquiera, en realidad, sé si quiero tener o escuchar discos ya. Quizá escucharlos sí, a la contra de la mayoría, que prefiere tenerlos. En todo caso resultaron ser, todos ellos (llegaron puntualmente), artefactos y oscuridades muy paladeables para hipsters inadvertidos del nuevo milenio; buenos ejemplos de lo que somos algunos, a veces, a la espera de unos años veinte que nos rediman de todo este victimismo y toda esta autocompasión: sufrientes nadies a la alargada y estéril sombra de Nick Cave, digamos; dandis del indie lateral sin vocación alguna, por suerte; americanos de cloaca sintética. “Provincianos de la osa menor”, decía Battiatto, preciso, cósmicamente preciso como era su costumbre (y vestidos de gris claro, por no perdernos).

Ni me gusta ni me disgusta ser así, he de decir. Así de idiota. Saberlo me establece en una calma algo falsa pero nada incómoda. Me observo junto a mis congéneres, y me da pereza sentir desprecio o compasión por ellos o por mí. Sentir es una ausencia necesaria, de cuando en cuando.

Provincianos de la osa menor.

Quédense con esa línea y tiren el resto de este escrito a la basura.

A medias entre lo roto y lo pulido, entre lo underground y lo comercial para supuestas minorías, es quizá ese punto medio lo que me fascina del catálogo de ese sello, Sacred Bones. Y es lo mismo que me fascina de mí mismo, sospecho. A todos acaba por fascinarnos en cierta medida lo que nos es consustancial y medular, so pena de desaparición. Otro tanto puede decirse de Obey, de Exploded View, el disco que rescato hoy de la marea y su reflujo, de la resaca y su muerte, del inicio del fin de la transformación que me lleva a un lugar distinto. ¿Qué lugar? Apenas lo atisbo aún, pero no es este. Y la banda sonora del viaje es a medias la vieja cosa malforme en la que chapoteé muchos años y a medias un vaho de posibilidad hecho de cristal molido y vendido luego en la calle como polvo de estrellas. Te tangan, pero sólo porque es lo que deseas. ¿No es así? Todo en lo subyacente, cada día, en cada gesto menor, refleja un oculto anhelo de sacrificio. ¿No es así?

Obey hace bien el papel de vaporoso pero definido psicopompo para el caso; tan necesario para un hombre que avanza por los cuarenta y llega solo a fin de año; tan necesario para alejar las pulsiones de justicia retrospectiva que lo acechan, la tentación del ajuste de cuentas, de la evaluación, de la síntesis profética inevitablemente pixelada. No se trata, parece decirme el disco, de consignar lo que fue, los datos y cuentas de la pérdida, sino de avanzar gentilmente a través de la puerta invisible: “deja tus ropas aquí, yo te arrullararé el paso ejerciendo de pequeña Nico casera”. ¿Distingues, en esta cosa doméstica, el réquiem de la bienvenida, el fuego que incinera del que purifica la carne nueva? Asume que te gusta esa flauta solitaria que trina en “Letting Go of Childhood Dreams”. Apropiado, apropiado título, my little prince.

Cosa fantástica del arte, que siendo archivo puede ser también acto de abandono. ¡Dualidad maravillosa y siniestra! (dejen que me ponga valleinclanesco). Asombro de las ondas perpetuas y al tiempo cosa manifiesta oculta en la ola magnética que nos revuelca. Placer de que no todo sea pequeño dentro de la enormidad. Chapuzón, no por modesto menos indicativo de una totalidad con la que deseamos estar en paz. Y en igualdad. ¿Acaso no somos idénticos al todo? Igual de fútiles, inexistentes, igual de audibles (como un eco). Igual de presentes y totalitarios, extrañamente evidentes en la sombra. Sí, lo somos.

¿Pienso esto porque escucho este disco, acaso? Me inclino por pensar que, en cambio, el disco simplemente activa la compuerta de ese pensamiento clásico, preexistente, eterno e inexistente también él. ¿Es mágico, acaso, este disco? Al contrario, me resulta un disco cautivador pero sincrético y asumible. Eso es lo que me gusta de él. Eso es lo que me permite abrazarlo con tranquilidad, casi con un amor momentáneo. La magia de que se abra la compuerta la podrían haber provocado, lo sabemos, muchos otros discos, muchas otras luces. Pocas cosas más susceptibles de abrirse que un cierre aburrido de serlo. Todas las fortalezas desean caer (ya que para la caída fueron, precisamente construidas, a veces con mimo extraordinario).

No son, todos estos, sentimientos que floten en mi interior normalmente, se lo aseguro, querido amigo invisible, elusivo interlocutor, mon semblable, etc. Algo ha debido cambiar, pues, y yo me pliego a ese cambio con cómica reverencia. Literalmente, hago una reverencia y me río. Luego bailo, por dentro, escuchando “Come On Honey”, que se sale por la tangente y orbita burlonamente sobre el vértice polar de los Jesus and Mary Chain y coetáneos, ruidistas pero rockeros. Pongan el disco otra vez. Es Nochebuena y no hay nada mejor que hacer. Pongan el disco otra vez.

“Saber perdonar termina por uno mismo. Es así comprensible, en cierto modo, el perturbador narcisismo de los profetas y los santos”. Eso escribí hace un tiempo. Hay algo en este cambio de fase del que hablo que pide exactamente eso, perdón. Un perdón universal que a todos nos cuesta amputaciones internas y silenciosas, pero sin el cual el nuevo hombre no crecerá jamás. ¿Y si no quieres un nuevo hombre, qué quieres, pasados los cuarenta? Uno silencioso y alegre, que pueda pasarte la pena del mundo con un beso en la mano, transformada en algo luminoso. Estamos lejos. Estamos en la puerta.

Entendido, se puede hacer. Entendido, la entrega a la corriente es más un acto de voraz anestesia, de festiva dejadez, que un destino. La palabra destino carece de sentido.

He visto a Buda bajo su árbol que arde.

He visto a Kate Bush cabalgando un alma cromada a la primera sombra de las autopistas.

He visto a los osos jugando en mi patio, deseando conmigo una nieve perfecta y universal.

“Suelta la mano”, dicen todos. "Suelta la mano, baby".

Y así debe ser.

Neil Hagerty & The Howling Hex - DENVER (Approved for Indica Mix) (2016)



Me gustan mucho algunas cosas que ha hecho Neil Hagerty en solitario y con The Howling Hex. Creo que es un guitarrista extraordinario, original, a años luz de su generación e innovador sin dejar de tener una raíz en el rock&roll psicodélico de los sesenta y un ocasional ramalazo cincuentero que puede aparecer al fondo del cubo de basura. Si se escucha con cierta agudeza, ese origen permanece ahí incluso en cosas tan aparentemente experimentales como este Denver, que no conocía y que escucho ahora mientras me fumo un pitu, en una casa ajena en una ciudad ajena. Todas las casas y todas las ciudades me son ajenas, en realidad, y algo de ajeno hay también en la música de Neil. Algo de inasible. Es como un mapa muy muy detallado que te diese un extraño. Desconoces el lugar que representa (Denver, really?), pero ahí están todo lo que el turista nunca sabrá de esa urbe hipotética: los callejones, las alcantarillas, los tugurios ilegales, los retretes con y sin vistas, las mutaciones animales, los patios traseros donde grabamos nuestro glorioso porno casero, los senderos de los gatos, los insalubres pisos de la droga, las galerías de tiro, la feria subterránea, los parkings de noche donde los dioses menores juegan al pilla pilla, las deshechas camas de los amantes siempre renovados, siempre desconocidos. Y la huella del viento subatómico que lo cruza todo, partiendo en trocitos la toma vocal, desgraciando para siempre esas tardes de la infancia que gastaste copiando a Hendrix. He aquí la postal del boogie incinerado. La polaroid del día desastrado: “No quiero hacer nada pero he hecho esto, ¿qué quieres? Soy así”. Y también tablas de precios y listas de cosas por hacer que no se harán. Menús desvaídos de comida china. Tiendas de fotocopias. El callejón, siempre el mismo, siempre otro, donde van a acabar mal los secundarios de la peli.

-¿Qué peli?

-Esta peli.

No conozco muchos tipos con esa capacidad de evocación. O quizá soy yo. Quizá me hace falta una revisión cerebral que, igual que Neil, llevo dejando para mañana los últimos cuarenta años. Quizá nada de esto esté cuando tú escuches el disco. Nada de esta luz alienígena y dopada. Nada de esta fría gloria del suburbio del paraíso. Nada de esta nostalgia dropout deformada a golpes. Nada de esta sombra quirúrgica y levemente malasana. Nada de este drone que levita sobre un fin de semana permanente. Prueba, a ver.

Nunca he estado en Denver, donde Neil vive desde 2011. Ahora me pregunto cómo hubiese sido este disco hecho en –pongamos- Tanger. Jódete Kavafis.

-¿Tienes fuego?

-Sí, toma.

-Gracias, little prince.