Hay una canción de Nikki Sudden –una de las variantes de la única canción que escribió Nikki Sudden, para ser más exactos, y que en esta ocasión, además, es prestada(1)- que se llama “Sailors of the Highway” (navegantes de la autopista). Debe estar en el Texas o en el Dead Men Tell No Tales, o en alguna de esas joyas dispersas y dejadas. Recuerdo que la letra era una difuminada secuencia de vaguedades escapistas, pero el título refleja por sí mismo uno de los grados de calentura que el rock&Roll ha logrado encarnar con precisión: la primigenia fiebre de la huida, y, montado sobre ella, el delirio del no regreso, que es un grado más de la enfermedad o de la gracia.
Si la observamos de cerca, sentados en su orilla, esa fiebre
es más bien un río, o una autopista(2), sí, que corta y alimenta a las
distintas obsesiones entrecruzadas y contagiosos clanes partidarios que el
Rock&Roll recoge, inventa y encarna: Las dinastías piratas; las líneas de
sangre heroinómanas; el rechazo del propio entorno y la búsqueda de una familia
elegida y alternativa; la obsesión por la verdad poética y su difusión a ras de
suelo; la busca del paraíso perdido en una tierra lejana pero a un tren de
distancia; la militancia minstrel; el hastío perdido y reencontrado en el
templo; la huida a la ciudad en busca del fulgor; el retiro al bosque en busca
del espíritu; el baile activista; el trance primigenio… todos esos temas y
cualquier otro que se nos ocurra dentro de esta tradición inevitablemente
romántica(3) están atravesados por esa “highway” mitológica, esa vena
cava metafórica cuyo navegante es el vagabundo vocacional. Su presencia,
siempre desastrada y principesca ha encontrado reflejos variables en incontables
tonadillas. Me vienen a la cabeza, muy a bote pronto, “Coyote” de Joni
Mitchell, las eternas carreteras perdidas del Dylan que recoge a Guthrie y
sigue refinándolo mucho después incluso de haberlo superado, “White Line Fever”
de Haggard, “White Line” de Neil Young, la tópica “Highway to Hell”, de AC DC,
“Bangkok” de Alex Chilton(4), “Have Love Will Travel”, de los Sonics.
Esas obras maestras de tres minutos, y otras diez mil, dan fe de esta
insistencia errabunda y sagrada. O esa insistencia en que en lo errabundo hay algo sagrado. Una insistencia, en todo caso, que convierte la escapada en
icono y herramienta, y que señala un camino cuyo doble sello es el de la
posibilidad y la necesidad.
En algún momento de mediados de los setenta -en medio del
éxito, las drogas, las giras mastodónticas- el tema se estilizará hasta
encontrar la forma, seca y estéril por sí misma, de la reflexión del millonario
sobre las miserias de “la vida en la carretera”. Se empobrece así, aunque siga
dando canciones, pero tal reducción no consigue erradicar -aunque sí dejar en
un (cómodo, fructífero) segundo plano- el riquísimo sustrato original.
Poniéndonos místicos, y algo de mística hay en “nuestra” música también, igual
que donde alguien sufre ahí está Dios, como dicen los curas, donde veas trenes con
destino incierto, estaciones pírricas, parejas que hacen autostop, chicos
perdidos, perros bajo la lluvia, cruentos intentos de borrar el origen y
sustituirlo por uno verdaderamente propio, hecho a mano, ese tipo de angustia
del que no encaja y está por tanto en tránsito sin dejar de buscar, bueno... ahí
estará sin duda presente este espíritu del que hablamos. Y habrá canciones,
claro. La comunidad del Rock&Roll puede considerarse perfectamente como una
comunidad migrante de vagabundos, físicos o no, metafísicos o no. Vocacionales,
decíamos antes. Inevitables, también. Y necesarios, por cierto.
Por suerte, la “modernidad”, esa cosa ya antigua, desarrolló
también –junto a la nefasta vertiente “los ricos también lloran”- una cultura
del viaje permanente que no era sino la versión 3.0, cromada, de lo que había
existido siempre y de lo que permanecerá. Conceptual y espiritualmente, aunque
entiendo que hace tiempo que se habrá convertido en un negocio embrutecido, la
idea de los “deadheads”(5), por ejemplo, no es menos hermosa (ni menos infantil)
que la de las herejías albigenses de principio siglo XIII(6). Dylan -siempre
Dylan-, empeñado en morir con las botas puestas a 150 bolos al año, tampoco
dista mucho de un modo de entender la existencia que aúna sacrificio y realización a través de la imagen de la carretera, al tiempo mística y funcional.
Hay otros mundos donde experimentar y otros modos de vivir
esa autopista de soledad y encuentros, claro, otras maneras de insistir en ser
entendido o no entendido, al estilo estajanovista, hasta que el bote está ya demasiado
mar adentro y no se puede uno volver atrás. La
diferencia, en un tiempo en el que todo se ha estilizado hasta la réplica y la
experiencia misma consiste casi siempre en el refinamiento de esa réplica (a
menudo virtual), es que en el negociado musical la tierra y el viaje físico son
aún posibles. Si la canción,
como he sostenido a menudo(7), es más antigua que la literatura que
consideramos “seria” y no es rama sino tronco de la tradición comunicativa que
es la más esencialmente humana; si la canción ha pervivido, eficaz, gracias a
su simplísima perfección tecnológica y su portabilidad, aquellos que la portan
se atienen también al uso arcaico del viaje y la presencia. Así, en lo musical,
el autopista, el río de fiebre, es al tiempo contenido -mensaje-, medio -modo
de transmisión- y médula, vida.
Yo mismo deseé en algún momento, pobre de mí, tener esa
vida, “girar”(8), vivir en la carretera. Lo hice en las (escasas) noches en que mi
banda funcionaba lo bastante bien y me daba por pensar que uno podría hacer
aquello cada día sin mayor problema, y quizá reventar, una jornada cualquiera,
en un pueblo de provincias, gloriosamente desconocido. Llegar de vuelta
a casa, como mucho, ya tarde para la extremaunción, que es como hay que volver,
porque todo el resto es fracaso y esclavitud. “Esclavitud” era un nombre de
mujer muy habitual en la Galicia rural en la que crecí, con toda la razón.
Conseguimos algunos simpáticos remedos del asunto; viajamos,
sí, y pocas veces he experimentado una sensación de libertad más punzante que
la de habitar una furgoneta cuando pasa uno las montañas que cierran la tierra
propia y se adentra en las planicies de otro mundo. Pocas veces una sensación
de definición e identidad mayor, al tiempo disuelta y resuelta, que la de ver
pasar el paisaje de gasolineras, silos y tierras de labor; que la de dejar
permanentemente atrás esas tierras, bien llamadas “de labor”. ¿En busca de qué?
Se preguntará el lector, escéptico: ¿No es cierto que lo que se encuentra en el
viaje no son sino las mismas esclavitudes que uno lleva dentro y que el hombre
implanta por doquier? No, no es cierto, querido lector. Le han engañado con el timo de Kavafis. Ya ese
sentimiento de liberación es algo tan dulcemente incomprensible y peligroso que
su mera presencia cambia para siempre la mente del ser de tierra adentro que
sale de su lugar predestinado. Ya en ese instante inicial e iniciático se ha
cambiado, y por tanto el mundo es a partir de entonces un mundo distinto, no
mejor o peor (eso lo decidirán uno y la vida), pero sin duda distinto.
Decía Emily Dickinson, refiriéndose a otra cosa y a lo mismo:
Exultation is the going
Of an inland soul to see
Past the houses, past the headlands
Into deep eternity
Bred as we among the mountains
Can the sailor understand
The divine intoxication
Of the first league out of land?
Ahora, a las puertas de una gira que me llevará por toda
España bajo la equívoca figura de “road manager”, echándole un cable a mi amigo portentoso músico Ben Salter, cuatro personas en una furgo por garitos pequeños, 22 fechas en 27
días en puritito modo “sailors of the highway”; ahora que el hecho se presenta una
vez más en su práctica y no en su teoría, en su realidad y no en su novela, he
fantaseado vagamente con hacer uno de esos diarios de gira que las
publicaciones del gremio intentan de vez en cuando, sin éxito. ¿Qué es lo que
falla en esos casos? Falla la sinceridad. Y falla cuando somos vagabundos
fracasados, pretendidos rebeldes con la mente podrida de pequeñoburguesía…
Hace un tiempo un colega que llevaba de gira a un dúo
medianamente conocido de artistas americanos de Rock&Roll me propuso una de
esos intentos de inmersión periodística. Al cabo de un tiempo con los colegas
me dijo que sí, que la historia –excesos por doquier, penalidades, decepciones,
gloria ocasional, suponemos, lo de siempre- tenía enjundia pero que no podría
ser. No podría ser contada. “Esto no lo pongas”. “Esto otro no quiero que los
sepa mi mujer”. Ese era el tema. “Habláis de la llegada del lunes”, decía alguien en un post de Facebook hace un tiempo, “como sí durante el fin de semana
os la estuviese chupando Scarlett Johannson en un yate”. Esto es una inversión macabra de esa chanza: tomáis vuestras miserables y tópicas transgresiones como
material imposible para vuestra vida real y genuflexa, y las escondéis en ese
no-tiempo de una gira. Y sois sepulcros encalados. Si yo hubiese sido mi amigo,
lo hubiese contado todo, a fuego. Al cabo, y poniéndonos en el problema, por
demás misérrimo, ¿cuáles son las posibilidades de que tu mujer americana de
clase media aprenda a leer castellano en los próximos cuatro siglos y encargue
por correo un número de una revista española que no sabe ni que existe? Cero.
Hay también probablemente, sobre el mero prejuicio de una
vida espiritual pobre, un pudor hacia la falta de magia de la realidad de una
gira -por comparación con el supuesto mito- que comparten narrador y narrado y que sólo se liberaría con un
contrapudor igualmente radical, descarnado, con una exposición del hueso pelado
en toda su magnificencia, esa que sólo unos pocos entendemos. ¿Eres un mierda?
cuéntalo. A ver si nos creemos que Hank Williams era Julio César. Ese cultivo
del mito a medias, esa traición, es especialmente triste, pero en ella se vive, casi
siempre. El mito como encubrimiento de fin de semana, no muy distinto al uso
del putero que dice que va a visitar a su tía enferma para poder ejercer un
rijo patético que por lo demás todos conocen o intuyen. Incluida su mujer, que
es probablemente la que sí habla con la tía enferma cada día. Esa es la otra
faz de la intoxicación de la que me ayudaba a hablar la señorita Dickinson, el
reverso grasiento y amortajado del ideal. La liberación convertida en
subterfugio. La tumba cercana.
El tema, en todo caso, es clásico incluso en sus pequeñeces
y miserias. Es evidente para el que
observe un poco (y ha sido contado con gran detalle y mucha mayor profundidad
que aquí, es obvio) que los mitos suelen tener una peregrinación detrás, un
viaje de origen, incluso los mitos bien afianzados en una popularidad genérica
(El Che, Mahoma, Madonna, Jesucristo…). En ese sentido, no encuentro viaje que
ejemplifique mejor el nudo social que nos ocupa que la parábola del Hijo
Pródigo, vigente hoy como siempre: El hijo pródigo es la metáfora de la vida
burguesa en sus dos fases. La segunda, la de la madurez, empieza con el fin de
ese viaje del que hablamos, la vuelta a casa y el enfrentamiento inevitable que
ello conlleva. Es en ese encuentro a muerte donde se forja el hombre social, se
demuestra el calado y la autoridad posibles y empieza la fantasía de la “vida
pública” que para la burguesía es sinónimo de “verdadera”. En la huida quizá
todo era caro, pero se gastaba sin especial tino, porque eso es parte de la
experiencia, gastar, ser generoso, no tener. Al regreso, en cambio, lo que
sucede es que todo tiene un precio, un precio que pesa sobre uno y que uno
paga, piedra a piedra, aunque no sea en monedas. La asunción de la madurez, por
lo general, es la asunción de una culpa, la explicitación de una deuda de una
deuda y su satisfacción.
Frente a tal escenario, Cristo, innovando, sostiene que no
hay deuda, o que tal deuda se salda con la magnanimidad paterna. Así, es
interesante apuntar, desviándonos, pero sólo ligeramente, que esta parábola es
un ejemplo peculiar de visión patriarcal revolucionaria. El hijo pródigo que
regresa al seno familiar (no ya el de la parábola, sino cualquiera, tú mismo,
que me lees) retorna por lo general a un entorno de estatismo matrilineal que, paciente, eterno, mítico en sí mismo (pero es otro mito), espera a que vuelva para poder golpearle con un “te lo dije” y aplicarle todas las detalladas tasas
que preceden no al perdón (que no existe en tal mitología) sino a la
reintegración al quieto magma del detalle, que paradójicamente borra memoria,
señal y número. En el detalle todos somos iguales (pero de esto hablaré otro
día). Es el “hombre nuevo”, no la mujer nueva, el padre, el que sacrifica un
cordero y hace que el retorno y la reintegración tomen el aspecto de una fiesta
instantánea y no de un largo purgatorio. El rechazo del “viejo hombre”,
sometido a la mujer, es la liberación a través un hombre nuevo que, en su
justicia, ya carecería de género, en realidad. Y sin embargo, para ese gesto
magnánimo “hacía falta un hombre”(9).
La rama escapista del Rock&Roll (y sus antecesores), por
su parte, presiente y anticipa una tercera dirección, una necesidad contraria a la establecida: la de
que esa vida pública no llegue a existir; la de que la vida, sin deudas
inventadas, perdonadas o no, sea para siempre privada, aun a costa de exhibirla
desnuda cada noche sobre las tablas de un escenario.
El autopista del que hablamos es, pues, en su centro, una
negación dela familia establecida como único paso primero de liberación. Es un
delirio de no regreso. Es una puesta en adopción. Lógico que, en consecuencia,
la búsqueda de la familia alternativa haya sido uno de los problemas centrales
de la contracultura a través de la historia y que el problema dentro del
problema haya sido el de cómo no replicar a la familia clásica dentro de la familia
nueva. El sujeto contracultural es, de algún modo, el niño violado que no desea
crecer para convertirse también en violador, lo que implica, necesariamente,
una desprogramación y un abandono de los criterios de autoridad insertados
desde el nacimiento. ¿Jodido, eh?
Y sin embargo, el viaje es también siempre un viaje a la
raíz, es decir, se intenta encontrar esa articulación futura mirando más atrás,
mucho más atrás, hacia una raíz anterior a la familia. Y es un viaje –de
modo superficial y profundo, ambos- al encuentro de todo aquello que echamos
instintivamente en falta y que a menudo ni siquiera sabemos nombrar. Hacia lo que nos ha sido amputado: ignoramos de qué se trata, pero
notamos el vacío, el hueco (casi toda la rebeldía es una cultura del hueco).
Es por ello fácil saber qué echa una
sociedad en falta. A nivel superficial, al menos, basta con observar el mito típico que encarnan
los lugares o las figuras hacia las que huyen los pretendidos “outcasts” de tal sociedad (los
que no huyen lo echan de menos también, por lo general, pero se contentan con
la anestesia social en sus diversas fórmulas). Esa escapada primera, sin
excesiva reflexión, es sin embargo equívoca. El americano que busca la cultura sólida y
milenaria en Europa, el europeo que busca el mito pionero de la nueva Jerusalén
en Norteamérica, o la pureza primitiva que él mismo ha inventado en los
territorios que el mismo ha expoliado del tercer mundo; el rockero de prestado
que intenta desatar la entraña por un proceso de invocación acumulativa
(coleccionismo) o fotográfica indican algunas de sus carencias pero son caras similares de una decepción. Lo que se
busca, al final, es algo más profundo que a falta de otro nombre llamaremos “libertad”, y
para buscarlo es necesario ser “otro hombre”. Uno que asuma que la busca es
interminable y sin más fruto probable que las cicatrices: una autopista eterna
que cesa con la muerte y es sin embargo y paradójicamente, una de las pocas vías de liberación.
Por supuesto, como con todo, el sistema burgués capitalista
ha sido hábil, dentro de su habitual falta de elegancia, creando sucedáneos del viaje de liberación iniciática. El año sabático de los estudiantes
anglosajones del primer mundo puede considerarse, por ejemplo, una réplica envenenada
para mentes más o menos abducidas. Es también uno de los pocos rasgos de
inteligencia policial burguesa que va más allá de la castración, metafórica o
no. Bajo la apariencia de un verdadero viaje físico y “espiritual” de
descubrimiento de uno mismo se empaqueta una cosa amorfa, asequible, sin
peligro para nadie, limitada en el tiempo y poco onerosa. A cambio de una
vuelta en fecha se perdonan las represalias, y todos contentos. Un “erasmus”
feliz del tiempo de permiso concedido es, quizá, lo menos Rock&Roll que
puedo imaginar ahora mismo, por detrás incluso de un contable, al que al menos
se le supone la condición animal o un grado alto de angustia existencial, una
de dos.
No hay viaje, en definitiva, sin peligro. Y hay que recordar,
volviendo a lo musical, que entre las lacras/suertes que se han impuesto a los
trovadores desde la noche de los tiempos, el viaje permanente es una de ellas,
junto con la pobreza o la ceguera. Más pobre que una rata, ciego perdido y de
puerta en puerta, seguido acaso por un perro sarnoso de ojos apaleados: ese es
el cristo trovador llevado a la cara A de su más pura cumbre iconográfica. Lo
cual no quiere decir que haya que tender a ello, pero sirve al tiempo de
emblema, advertencia y detalle de los pasos y los traspiés posibles. En el otro
lado de la carta, un vagabundo saltarín, hatillo al hombro, gasta su tiempo,
realmente libre, y en su cara hay un rictus, una mueca que el hombre común jamás
sabrá interpretar. Tampoco esa imagen debe ser tomada literalmente, aunque, como
la otra, puede perfectamente llegar a suceder con todo detalle en la vida real.
En ambas coagulaciones, que son una, hay en todo caso una incapacidad para la
posesión o la memoria propia, ambigua suerte destinada a quienes se encargan de acarrear la
memoria misma de los hombres.
Las historias que escucharemos en sus pasos, sean ellos trovadores, escritores o cualquier otro tipo de artista no vendido (se me veía ahora a la cabeza la magistral "Opus Nigrum", de Yourcenar, puro viaje), serán
luminosas en ocasiones, pero no serán sólo las de quien viaja, sino también las
de quienes debieron huir y no fueron capaces, las de quienes que lo intentaron
y fueron dramáticamente interceptados, las de quienes lo hicieron y fracasaron
tras un tiempo de exclusión, las de aquellos que triunfaron pero se
pervirtieron en el proceso. El arte libre, enraizado y fundido con el ser humano
ha de ensalzar el viaje y tomarlo en lo que vale, al fin y al cabo, sea cual
sea la suerte de este. Así, en las
canciones y los libros, e incluso en la anécdota que pasa de boca en boca no
pueden dejar de estar los maltrechos, no como peleles risibles, sino como
sombras del héroe ellos mismos. Y, como no, una de esas sombras es también la
de quienes regresan, por un día, bajo ropajes equívocos y atávicos: los siempre
sospechosos “strangers”, los “men in long black coats”, los acaso perversos “travelin’
salesman”, los que han elegido no regresar nunca pero pasar muchas veces; trasuntos
oscuros, al fin, del mismo trovador itinerante que está cantándolos, y al que
la colectividad aprecia fascinada durante la narración, pero frente al que
nunca dejará de ser suspicaz.
La
desconfianza sobre el que nunca volvió a casa y permanece en la carretera es
–no es difícil verlo en la cultura popular- punzante y permanente. Nuestro país,
sin ir nada lejos, ha sido, al menos en su cultura central, fieramente localista,
agresivamente antihospitalario con cualquier tipo de extranjería mental, ya sea
la más nimia. Quizá otras culturas, las de las zonas de costa, tráfico y contacto sean
algo más suaves, sin dejar de entrañar su peligro, o puedan desarrollar una
cultura de la hospitalidad sagrada, pero aquí, amigo, el pilón siempre está
cerca(10).
Y dicho todo esto, dejo para la próxima noche de nevada el
resto de reflexiones, desarrollos y preguntas que me asaltan (una respuesta siempre implica
al menos tres preguntas nuevas, tirando por lo bajo). Y regreso al principio:
Nikki Sudden, plomizo pero siempre cautivador, rasguea esa guitarra de la que
parecen caer piezas de a ocho, tintineando sobre el suelo de la taberna
mientras fuera llueve. Él, que convirtió la dejadez en arte y que poseía
el don impagable de una voz flemática e inconfundible. Recuerdo otra ocasión en su presencia,
a la orilla del Atlántico: cinco minutos antes del show se había apostado con
Santi H. que podía tocarse “Dead Flowers”, aunque no la recordaba bien. Y lo hizo. Tenía 46 años entonces, y
sólo le quedaban cuatro sobre la tierra. Quién lo iba a saber. Estaba de paso,
como siempre, y tengo una foto suya comiendo helado de turrón, irónicamente
feliz en un pueblo que ni era el suyo ni conocía siquiera. “Me han dicho que la
cocaína es muy buena aquí en O Groove”. Y así era. Y así fue.
Hoy sin embargo escucho también otro disco, mientras
finalizo este texto algo deslavazado y anarcoide. Obra maestra sin paliativos
(hicieron canciones mejores pero no un disco mejor), Tonight at the Arizona (2005) retrataba a los Felice Brothers, otros
vagabundos vocacionales de libro, en su juvenil y emocional cumbre creativa. Eran, con los deadly Snakes de Porcella (2005), la retrovanguardia de un Rock&Roll que superaba
la senda de The Band sin dejar de rendirles tributo, internándose pobremente
abrigado en territorio “hobo”.
La música en sí misma transporta, ese es otro
viaje, similar, que todos los interesados conocemos (“I spent a week there the
other night”, que decía Moe Tucker). Nada transporta igual, pienso mientras escucho la doliente y bellísima "Christmas Song". Quizá por eso
detesto escuchar discos con cascos, como ahora, mientras a unos metros mi madre ve noticias 24
horas durante 24 horas, como una oca francesa voluntaria. El viaje y la atadura combinados me
chirrían. Yo necesito espacio hasta para esto: casa abierta, sonido para el
vecino y los animales del campo. Viaje para todos, quieran o no.
Escucho a los Felice brothers, de todas maneras, y pienso en Lee Marvin
dejando el pueblo minero que se derrumba y se reconstruye. Y pienso en el
emperador del Polo Norte y en los jóvenes talegueros nimbados de misterio, dios
los guarde. Me gustaría tomar este disco precioso y traducir todas sus letras
para quien me esté leyendo, para encontrar dónde está el viaje, dónde el vagabundo, dónde el Cristo, dónde el hijo que regresa, dónde el sentido, dónde su falta. Y cantarle cada canción, incluso, si supiese.
Pero nadie me paga, y la gasolina cuesta dinero.
Todo sailor of the highway lo sabe, hasta los que estamos en casa, escribiendo, atados a nuestro propio afán de comunicación y de libertad.
NOTAS
1 - ·”Sailors of the Highway” es una composición de
Marc Bolan publicada grabada por primera vez con T-Rex el 3 de agosto de 1971.
Digo aquí que es de Nikki porque en mi recuerdo, sentimentalmente, por decirlo
así, le pertenece a él. La de Sudden fue la primera versión que escuché y
permanece como mi favorita, pese a que es apenas un esqueleto acústico y melódicamente y
a nivel de arreglos la original es sin duda superior.
2 - “Benéfica autopista perdida”, había escrito. La adjetivación
excesiva es romántica también, pero a menudo prescindible, y desprenderse poco a poco de ella es el trabajo de una vida
3 - El núcleo de toda contracultura desde hace mucho (¿cuanto?) es en mi opinión esencialmente romántico, incluso cuando toma la forma de vanguardia nihilista aniquiladora (véase, por ejemplo, el Black Metal). Pero esa es una larga discusión que queda pendiente.
4 - Mi conocimiento de la carrera de Alex Chilton en solitario es muy superficial y sólo hace poco conocí este tema, cumbre del yonquismo rockero. Les recomiendo la lectura de este excelente ARTÍCULO de mi amigo Carlos Rego sobre el cantante de Big Star y los Box Tops.
5 - "Deadhead", fanático de los Grateful Dead constituido en errante tribu jipi. Búsque un poco, querido lector, que hay que moverse.
6 - La herejía albigense. Igual que en la anterior pero en plan carnicería. No quedó ni uno, pobres. ¿O sí?
7- Ver "Santos y Francotiradores" o "El puño y la Letra", mis dos ensayos sobre música y literatura publicados por 66RPM
8 - Se me ocurre ahora, mientras escribo, que girar evoca también la imagen de uno girando sobre uno mismo, como una peonza loca y feliz. Nunca lo había pensado en este contexto.
9 - El tema es evidentemente demasiado serio y ambiguo como para finiquitarlo en un párrafo, pero prometo volver sobre él en próximas ediciones de este sinsentido digital.
10 - En su música los irlandeses han sido capaces en bastantes ocasiones de, sin restar dramatismo, dar la bienvenida al
fracasado igual que al héroe, al estilo crístico. Aprendan.