Caía la noche y yo bajaba apresurando el paso por una calle desierta que ya había soñado antes. Podría haber sido Madrid, podría haber sido Tánger. Sabía que más abajo encontraría una frutería y una farmacia, pero que ya estarían cerradas.
Un niño de tez oscura en una bicicleta se ponía a rodar a mi
lado y me pedía unas monedas para cenar. Yo le contestaba sin mirarle, mientras
rebuscaba en el bolsillo.
-¿Quién te ha muerto?- me preguntaba, en un español
rudimentario.
-¿Eh?- contestaba yo sin mirar.
-¿Quién te ha muerto?
-Eso fue hace tiempo- respondía yo, pensando en mi padre, y
le ponía en la mano dos monedas. Una de ellas debía ser de cincuenta céntimos
de euro, pero relucía como una onza de oro.
Él no parecía muy convencido con mi respuesta, pero seguía
su camino calle abajo.
Al final la calle desembocaba en un gran descampado. Junto a un murete unas
cuantas personas hablaban bulliciosamente. El ambiente era festivo. Allí estaba
Dylan, con Sara, silenciosa, casi en sombra, y con una amante de pelo corto y negro que hablaba
por los codos. Él vestía de blanco, y todos cantaban una canción que hablaba de fases
lunares y de estrellas. Y en efecto, el cielo era espléndido, oscuro, poblado y
brillante. Yo reconocí la melodía de “Idiot wind” pero la letra era otra. En un
momento la luna apareció, amarilla, turbia, y todos se volvieron locos de
contento y avanzaron hacia los matorrales del descampado: la canción, al
parecer, había predicho con exactitud la conjunción estelar de aquella noche.
Avancé con ellos, la vegetación se hizo más densa. Había
cuerpos follando entre las hierbas, como si se hundiesen en un magma más
profundo que la simple tierra.
Estuve tentado de decirles que tuviesen cuidado, que el
suelo podría estar lleno de cristales o de chutas, que aquello no era el verano
del amor, que era otra cosa.
Pero la verdad, ni siquiera estaba seguro de ello.
Y entonces desperté.
(Soñado el 27-6-15)
(Soñado el 27-6-15)