Pocos discos tan fáciles y al tiempo tan difíciles de reseñar como el tercer asalto de Rizoma, Over the Garden Wall. Intentaremos sintetizar. Escuchado sin condicionante alguno y sin saber nada más de la banda que lo que el sonido aporta, conceptualmente a ciegas, la cosa parece sencilla: cucharones soperos de Stooges vía Mudhoney y guarnición de chicharra desbocada heredada de los MC5; nutritivo rancho, sin duda, que oscila, tallado en bruto, entre el punk expandido y el aborto psicodélico. Su sonido es monolítico pero anarca, espinoso y poco pulido por obra y gracia de una grabación urgente, en directo, y la voz está enterrada en la mezcla aunque presente (muy al estilo de cierto underground noventero), hasta el punto de cuajar en una especie de aullido ululante, gloriosamente ilegible por momentos, que, como todo el artefacto, elige la expresividad frente al idioma.
Mucha actitud, en suma, y un general talante agreste y lo-fi,
todo lo cual los hace saludables y energéticos para quienes gustamos del caos
ruidista trufado de guitarra psicoactiva recolectada a machetazos. Al tiempo
–suponemos- esos mismos parámetros los harán indescifrables o despreciables para
quienes necesitan líneas más definidas, trazos menos distorsionados; o para
quienes, simplemente, han abdicado del caos como elemento sanador (y en su
derecho están). En todo caso, Rizoma se muestran clásicos en más de un sentido,
porque es un grado del clasicismo, a estas alturas, habitar en la versión que
la era grunge (la de verdad, no la de los Stone Temple Pilots) ofreció a la
juventud de hace un cuarto de siglo sobre lo que era el Rock&Roll más
arisco. Son perfectamente situables, en ese sentido, entre aquel Incesticide de Nirvana que Cobain recolectó mientras esperaba su cargamento de metadona, el Superfuzz Bigmuff de los Honey y los inefables exabruptos de Tad en el
aserradero. Salvas las distancias, se entiende. Cercanos también, si no en
sonido sí en intención, a bandas de hace menos tiempo, como por ejemplo los
recordados Federation X, por cuanto saquean el pasado sin complejos pero se
presentan lozanos e incluso “modernos” (aunque en los Fed, la presencia de
Black Sabbath era MUCHO más evidente) .
¿Apropiacionismo? No otra cosa es la historia del Rock&Roll, así que nada que oponer en ese aspecto a lo que ofrece joven banda formada por Edu (guitarra, voz y concepto), Mareike Philipp (bajo) y Javi (batería actual, aunque los palos en el disco estuvieron a cargo de Nacho). Al final la diferencia entre una gran banda y una del montón la marcan otros elementos, y el primero suele ser la calidad misma de las canciones. En caso de tratarse de bandas que odien las canciones, acaso lo que importe sea el empaque de la formulación sonora y su capacidad para transportarnos y para, viniendo con la corriente, aportar afluentes y meandros nuevos, savia virgen, ya sea con cuentagotas. El espíritu, esa cosa volátil pero tan reconocible, no depende ni mucho menos de la pura originalidad, aunque uno siempre desee paladear también esa cosa nueva, ese residuo en el paladar de lo antes no visto.
Siendo briosos y expeditivos, brillantes por momentos dentro de su fragmentación, sospecho –porque los conozco- que Rizoma pueden y deben ir todavía unos cuantos pasos más lejos de la marca que ellos mismos establecen; que serán capaces de definirse finalmente como un ente único, sin tener por ello que renunciar a sus filias de base. También sospecho, por el contrario, que están dando más o menos lo que quieren, que su vivificante aunque derivativa nota al pie es un lodazal en el que les gusta revolcarse. Que están cómodos ahí.
Si en lugar de hacer este juicio a pelo, uno analiza el artefacto en contexto, la cosa cambia, claro. Y de ahí la importancia, en este caso, del tan ninguneado formato físico. Viene el disco empaquetado entre una deliciosa marea de garabatos a cargo de Edu, boscosa avalancha de amables monstruitos lejanamente reminiscentes de Sendak y acaso inspirados también, como el título del álbum, en la miniserie de animación “Más allá del jardín” (no la he visto, mis disculpas). Si consideramos la historieta como la polaroid de otro mundo distinto al superficial, como la incursión de un retratista en la floresta de uno de los undergrounds posibles en este país, tendremos que reconocer que es una toma amistosa pero ácida de tal entorno, y que en este caso parecen los animalillos de esa fauna (y no los críticos, que, intuyo, somos sus archienemigos) los afectados por la fiebre referencial de la que normalmente se acusa a los segundos: en el bosque subterráneo desde el que las fuerzas del bien y el natural freak quieren “tomar el control de todas las emisoras de TV y radio y hacer que suene ‘Trastorno Tripolar’ constantemente”, debatiéndose entre las imposiciones sociales de responsabilidad y la autocompasión del “teenage angst”, parece que la teoría de ataque consiste en ser el que más sabe de delicias sonoras más o menos fracturadas y de culto: listados están en esos papeles MC5, Robyn Hitchcock, Syd Barret, Extinción de los insectos, The Astronauts, Crass, Zounds, The Mob, Gong, Hawkwind, Simply Saucer, Velvet Underground, Pink Floyd, Exquirla, Toundra (hostia para ellos, porque todos sus discos son, dice un personaje, “una mierda gigantesca”), Royal Headache, Chrome Cranks, Unsane, Michael Gira, Cheater Slicks, Poison girls, Killdozer, Mekons…
Ignoramos si la estrategia de sepultar al mainstream en nombres y orgullo de élite
desposeída funcionará, por el momento Edu lo retrata todo con fino ojo irónico,
pero no hay acuse de recibo desde los pisos superiores. Suena, sin embargo, a
que tal osadía puede acabar como la viñeta sarcástica y genial de “The Local
Squat that travelled in time”, el excelente trallazo punk que cierra el disco: “La
okupa local que viajó en el tiempo fue dejada en un futuro a 5.000 años de aquí,
con sólo fríos insectos y en un desierto infinito, una buena oportunidad para
empezar una nueva sociedad. Discusiones de una semana de duración sobre los
derechos animales mientras gusanos gigantes se comen a los crust-punks fuera,
en el frío. Ahhh, la okupa local…”.
Entendiéndolo todo, pues, como una discreta carcajada naif, como un primer recodo reflexivo después de la inocencia que lo lleva a uno a montar una banda de punk, como no sólo una colección de ruido teledirigido sino también un esfuerzo por situar tal colección en un contexto (auto)crítico, la cosa adquiere un cariz distinto, y las preguntas se nos acumulan. Para contestarlas hemos contactado con Edu en persona, y pronto tendrán sus respuestas. Háganle entonces caso a él, y no a nosotros.
Mientras esperamos, seguimos escuchando el disco (en pases posteriores el cerebro lo procesa como algo más cohesionado, pero eso siempre pasa). Nos gusta “Financial Towers Melting Like Ice Cream”, que abre ambiciosamente la rodaja, pasando por encima de los seis minutos de duración, y que bien podrían ser en realidad, dos temas distintos ensamblados: ahí sigue el fantasma del riff de “I wanna be your dog” cortado con un tercio de Mudhoney y una mitad de Chrome Cranks y salpimentado con una visión achicharrada y visceral del solo de guitarra, wah y fuzz a chorro, que es marca de la casa (y de otras cuantas casas). Por aportar nombres a la lista de marras, el tipo de caos me remite a otros revisionistas excelsos, los Bevis Frond de Nick Saloman (igual que en otros casos, como “Over The Garden Wall” podríamos hablar de unos Oblivians metalizados).
Nos gusta también mucho “Black Mask…”, que viene después de la cabezona “Strange Lights Over Rural Spain”, donde el hilo del disco amenazaba con disgregarse, y que le devuelve la tensión, aumentando la acidez de la guitarra hasta crear una especie de chicle o engrudo que tratase de levitar pero estuviese inevitablemente unido al asfalto y a tu bota. El algo primitivo que tiene la banda casi se masca ahí, y las partes más graves son agrestes y brutas a mas no poder, con la guitarra y bajo al unísono, consiguiendo el pico comunicativo del trabajo. Difícil es decir qué es lo que comunica exactamente, pero eso ya es labor de cada quién.
A mí el asunto en su conjunto, vaivenes incluidos, me concede una cierta sensación de libertad y de ira positiva que, francamente, nunca sobra; y más aún si me detengo a paladear las muy cachondas y psicodélicas letras del libreto (sólo a medias respetadas en la grabación), dónde uno puede encontrar “amplios tentáculos rosas que dicen ‘hola’ a través de las ventanas del nuevo ayuntamiento de Madrid” convirtiendo la ciudad en un organismo vivo autofagocitante; o lugareños rurales que “visten máscaras y ropas exóticas y viven en túneles cavados en la roca” escuchando punk rock lentísimo ajenos “al progreso y a la ley”; o radios que dicen que es 1971 mientras la ciudad arde al ritmo de destructivos “saxofones cósmicos”.
Está, sí, la nostalgia de una revolución flotando sobre todo el artefacto, convirtiéndolo casi en lo opuesto a un disco de realismo naturalista; el fantasma White Panther latiendo en los cortafuegos de una España calcinada. Es muy discutible si esa revolución que se añora existió alguna vez o si demasiadas lecturas pequeñoburguesas sobre ella nos han convencido de que fue así. Más discutible aún si tiene posibilidad alguna de existir más allá de lo personal. En todo caso, tal nostalgia parece al menos productiva en este caso, no simple coartada (contra)cultural.
“Ah, mi música se está haciendo más lenta y más simple, y cada día amo más a los animales”, dicen en algún momento, en medio de la vorágine. Over the Garden Wall los retrata en mitad de ese camino al que le quedan aún muchas etapas, por suerte para todos.
///F.G.L
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