Wooden Wand – Death Seat (Young God Records, 2010)
Afirmaba un colega el otro día que las reseñas no deberían
nunca decir si un disco es bueno o malo, sino simplemente describir aquello que
contiene, y que no le parecían de recibo aquellas que indicaban que un disco
era “una mierda”. Yo no puedo estar más en desacuerdo con él. Dentro de las permanentes
guerras de taifas que van constituyendo los gustos y contragustos de una época.
Dentro de esa eterna y necesaria corriente del hombre juzgándose a sí mismo a través de la historia (porque sobre nada hay tanto pensado y escrito como sobre el gusto), ningún momento me
parece más peligroso que ese de falsa paz en el que la crítica se pliega
finalmente al panegírico indiscriminado, a la palmada en el hombro, a la cadena
de favores y a la gentileza general, babosa y gratuita, olvidándose de hacer
honor a su nombre: crítica.
Por otro lado, y ya viéndolo de modo perfectamente
pragmático, si yo te advierto que un disco es una mierda, tú puedes muy bien
terminar pensando lo contrario, que para eso eres tú y no yo, pero quizá te
acerques al artefacto con una cierta precaución que te evite irte a casa con un
mamotreto indescifrable, un condón usado a precio de nuevo o una castaña
pilonga. Así que ahí va: este disco es una mierda, y hubiese agradecido que me lo advirtiese algún malvado crítico. Este disco no vale pa
ná, pese a lo impecable de su sonido y de su envase, y pese a venir avalado por
un sello, Young God Records, que por aquel entonces había sacado un buen puñado
de joyas, desde los soberbios trabajos de Angels of Light hasta los discos maestros de Devendrá Banhart (los tres iniciales) pasando por los apreciables primeros pasitos de
Akron/Family.
James Jackson Toth, alma de la cosa (por decir algo), parece aquí, de hecho, intentar acercarse por momentos a esos nombres: más de la mitad de las canciones se asemejan a un esfuerzo por asaltar la corona de esa americana mutada que algunos dieron en llamar weird folk; pero es un asalto tan desvaído que nadie en sus cabales podría tomarlo en serio. En el resto del trabajo, como confundido por su propia falta de empuje, parece virar hasta convertirse en un trasunto pobretón de Nick Cave, y por último, desanimado, suponemos, se refugia en una serie de apuntes que señalan ora al Dylan pastoral, ora la tradición trotamundos, quedando en el primer caso a unos cuantos años luz y fallando en el segundo por puro aburrimiento. Un juglar no puede permitirse aburrir a nadie.
Las razones de la debacle, hay que decirlo, son bastante simples. La esencial, que las canciones son mediocres, y que cuando te mides con primeros espadas lo mínimo que tienes que traer de casa es eso: canciones que amparen tu ambición, buenos cuentos, historias que la gente quiera oír una y otra vez, ganchos melódicos o narrativos, a ser posible de los dos. Actitud. Ganas. Sangre. Médula, en suma.
Revisándolo siete años después a la espera de haberme equivocado en su momento, apenas encuentro en este Death Seat dos o tres momentos en los que un tema parece cercano al despegue. En “The Mountain” lo roza por un momento, a caballo de esa frase bien cierta sobre la vida en el aislamiento campestre: “Tienes que acostumbrarte al silencio / porque nadie viene por aquí / pero ves más desde la montaña / que desde el puro suelo”. Sin embargo la vía desemboca en un estribillo fallido y perfectamente romo. Vuelve a acercarse en el tema que da título, pero, como un novato superado por la oportunidad, duda, no define, y su misma vaguedad se lo lleva río abajo. En un minuto ya no se le ve ni la cabeza.
Y así, como un río, es todo el resto del disco. Pero un río terroso, feo, ramplón e indeciso. Quiere ser el Mississipi y se queda en un afluente cualquiera de margenes ya deforestadas. En la pasable “Servant to Blues” falla al agarrarse torticeramente a Banhart y a Cave. Con la americana costumbrista y pacatamente oscura de “Bobby” hace que uno desee ponerse de inmediato algo verdaderamente glorioso de esa línea; Tonight at the Arizona de los Felice Brothers, digamos. Para cuando vas a mitad de ese tema, y es sólo el cuarto, el disco ya se está haciendo más largo que un día sin pan. Y de ahí va a peor. “I Wanna Make a Difference” es directamente mala de cojones, una tonadilla insulsa y cursi. “Ms Mowse”, un impersonator de Nick Cave intentando recuperar el pulso de su propio cadáver con aceptable oficio pero sin talento alguno. “Until Wrong Looks Right”, un indeciso paso zombi hacia Dylan. El resto, cajón de apuntes que pasa gaznate abajo con la pesadez que concede la falta de hallazgos. Un tema como “I Made You”, por ejemplo, define bien a todo el trabajo: su posible tremendismo útil se queda a medio movimiento, como un gesto congelado por la absoluta falta de imaginación compositiva y por una sorprendente incapacidad para crear atmósfera. Y un disco de este pelaje sin atmósfera no es ni medio disco. Digo sorprendente porque el equipo que apoyaba (Gira produciendo, gente de Lambchop, Grasshopper de Mercury Rev, Siobhan Duffy…) era de los que saben, normalmente, cómo conceder ese halo y ese espacio indispensables para que una buena colección de temas se puedan desarrollar.
Por FGL
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