domingo, febrero 16, 2014

CHERCHEZ LA FEMME (I) - De Ellroy a Terranova (pasando por la Nacional IV)


 
 (Artículo originalmente escrito para la revista online mexicana El Faro Literario)








“Yet each man kills the thing he loves,
By each let this be heard,
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word,
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword!”

Oscar Wilde

 
Decía Poe que el tema poético por excelencia era la muerte de una mujer joven y hermosa en la flor de la vida. El natural terror sagrado ante la belleza femenina (ante la posibilidad de la felicidad) y el pasmo metafísico de la muerte temprana parecen confluir, en efecto, para ser el pilar de una corriente de pensamiento intuitivo que él encarnó y definió, pero, por supuesto, no inventó. Es difícil sacudirse ese terror –esa devoción- si no es comunicándolo, por medio de palabras, es decir, de conjuros (que llaman, pero también protegen), de representaciones infantiles y mágicas. Así lo hizo él, magníficamente, en los más “románticos”, más oscuros y –curiosamente- menos impostados de sus cuentos y poemas, esos que suelen ir titulados con nombres sonoros de mujer (Ligeia, Eleonora, Anabel Lee…). Y lo hizo con maestría, plasmando mujeres gloriosas en su delicado gesto de polvo y furia; mujeres arrebatadas por la fatalidad, el destino o, directamente, el asesinato, y que a menudo volvían, porque la esencia no es tan fácilmente eliminable. Acaso lo acuciaban al tiempo el pasado y un presente que estaba llamando a la puerta con sonido de mal augurio y que terminó en la muerte temprana de su prima Virginia Clem, con la que sostuvo un poco iluminado matrimonio, probablemente blanco. Su literatura está, pues, fuertemente enraizada en su vida, o al revés. O quizá, de manera general, vida y literatura nunca han llegado a ser en realidad cosas distintas.

No es Poe el único que plantea a la mujer –a la Diosa- como centro neurálgico del secreto poético. Robert Graves en el arranque de su inabarcable “La Diosa Blanca”, postula que todo el lenguaje del mito poético occidental deviene de un primitivo “lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor a la diosa Luna o Musa”, y sostiene que ese y sólo ese sigue siendo el lenguaje poético verdadero. “Se podría decir”, afirma, “que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa Blanca(…) El motivo de que los pelos se ericen, los ojos se humedezcan, la garganta se contraiga, la piel hormiguee y la espina dorsal se estremezca cuando se escribe o se lee un verdadero poema es que un verdadero poema es necesariamente una invocación a la Diosa Blanca(…), el antiguo poder del terror y la lujuria, la araña o la abeja reina cuyo abrazo significa la muerte”.

Sin embargo Graves plantea una revolución general de carácter matriarcal y neoarcaico, y su visión es más profunda y panorámica. Es un sacerdote donde Poe era sólo un adorador (con gran talento pictórico). Este párrafo del inicio de “La Diosa…” puede tomarse como caricatura y definición del Poe de las mujeres muertas: “La palabra romántico (…) ha sido corrompida por el uso indiscriminado. El poeta romántico típico del siglo XIX era físicamente degenerado o enfermizo, aficionado a las drogas y a la melancolía, peligrosamente desequilibrado y verdadero poeta solamente en su respeto fatalista por la Diosa como la señora que regía su destino”.

Necrópolis Pop

Lo que Poe, en todo caso, no dijo -aunque acaso predijo- era que el tema poético se iba a deslizar rápidamente de “la mujer que muere” a “la mujer que es asesinada” y que finalmente su cualidad poética desaparecería en medio de la charcutería cultural de finales del XX y principios del XXI. No supo del todo que esa tradicional corriente de masacrar mujeres, inserta desde siempre en nuestra sociedad, se convertiría pronto en un género de la ficción en sí mismo, y después, supurando hacia fuera de las páginas, invadiría inevitablemente todos los medios posibles de narración hasta convertir toda la cultura llana en una especie de necrópolis pop.

Enciendo la televisión y me entretengo, a veces, en contar los asesinatos femeninos del día: las mujeres “en la flor de la edad” caen por docenas en una especie de danza macabra, hasta tal modo intravenosa ya que apenas la advertimos. Mujeres troceadas, envenenadas, diseccionadas, hechas a la parrilla, violadas post mortem, finiquitadas por arma, agua o hambre, asesinadas en una serie interminable de modos tecnológicamente refinados que harían palidecer –de envidia- a los precursores más cercanos del asunto –la iglesia católica, claro, con sus martirios sistemáticos, a veces seriamente hipersexualizados-. Como exhibición posmoderna de atrocidades no tiene desperdicio, y aunque a uno le canse, esa obsesión se ha convertido en una de las marcas de nuestro siglo. Incluso la pornografía standard se ha acercado a ella claramente, hasta convertirse en una saturante mascarada de tortura. Una pobre copia de Sade en toda su incapacidad literaria y su falta de sentido esencial.

Y eso es lo que hay, en parte, cuando el macho medio occidental (español, en este caso) se conecta a la red y se da su recreativo paseo diario por el ala poco iluminada: desprecio, ‘hatefucks’, y un recreo en la crueldad que ha olvidado dónde empezó el odio. No es gran cosa, aunque reconozco que es mejor que las apuestas deportivas, los adivinos vestidos de oropel del todo a cien y la lobotomizada contrarreforma que, en algunos canales televisivos, proyecta una derecha rupestre que sin duda nos merecemos, los de la península. Vivan las cadenas.

Desenterramiento ritual

Vivimos en ese sentido una violencia anti-matriarcal exacerbada e inconsciente que probablemente espantaría a Graves y que, sin embargo, indica que ese matriarcado pervive o está en proceso de renacer. Es fácil: no se agrede algo con tanta saña y con tanta ambigüedad si no se lo considera un peligro existente y real. No se reacciona con una virulencia viral de ese calibre si no se intuye que el reino propio se tambalea. Las masacres predicen la debilidad, y la debilidad precede a la caída. Quizá. Quizá sea el estertor iconoclasta de un modelo que ha durado muchos siglos y que ha visto épocas más gloriosas. En otro tiempo, en otro lugar –Provenza, probablemente- esa dominación fue lo suficientemente ingeniosa para inventar una literatura que encerraba con honores a la ‘femme’ en una bonita torre de marfil. Sustituir, integrar, dominar. Ya ni de eso somos capaces.

Desde que tengo uso de razón, el sancta sanctorum de esta cadena ritual de asesinatos y adoraciones, ha sido la literatura policial, la novela negra. Al fin y al cabo, es más fácil justificar los cadáveres si se está hablando de bajos fondos, ajustes de cuentas o psicópatas. Allí, también, fue donde de algún modo, la ambigüedad pervivió, donde –dentro de una literatura en general poco matizada- los matices sobrevivieron, aunque fuera encarnados en conceptos torpes pero certeros a la vez, como el de “mujer fatal” –la Diosa-. Poco amigo como soy de los supuestos clásicos del género –Chandler y Hammet me cargan bastante, aunque les respete de manera residual como precursores-, mi paladín particular del asunto, aquel que –opino- ha llevado más lejos esa terrible ambigüedad, es James Ellroy. No creo que nadie haya superado aún, tratando lo que tratamos, esa fulgurante gema oscura que es “La Dalia Negra” y que arranca con esa heladora dedicatoria de desenterramiento ritual:

"Para Geneva Hilliker Ellroy 1915-1958
Madre: veintinueve años después, esta despedida de sangre"

 
La obsesión de Ellroy con el salvaje asesinato de su madre –nunca resuelto- ha marcado toda la literatura y la vida de ese hombre equivoco -pasado turbio, presente conservador, físico rocoso, pegada literaria cortante y descomunal, perfeccionismo llevado al extremo- que, de puertas afueras bravuconea y dice sobre sus libros cosas como “esta novela está escrita con semen, sangre y napalm”, pero que cuando se sienta a escribir lo hace –lo hacía, más bien- con la sequedad escalofriante de los heridos que conservan el coraje. Coraje para cavar en una tumba. Eso y no otra cosa –desenterrar a la mujer asesinada y hacerla, de nuevo caminar, explicar por qué nos posee desde más allá de la muerte. Todo muy Poe, todo muy Graves- es lo que hace de manera magistral en “La Dalia negra”, pico innegable de su panorámico “Cuarteto de Los Ángeles”, por mucho que el gran público recuerde mejor, era inevitable, ese “L.A. Confidencial” que se llevó al cine con cierta fortuna. Y para hacerlo, Ellroy usa otro crimen paralelo -igual de atroz, igualmente no resuelto-, dibujando a ráfagas de metralla un fresco de la época, un análisis de la obsesión volcada sobre la mujer y un triángulo amoroso de los más interesantes de la literatura contemporánea, el formado por los policías/boxeadores Bleichert y Blanchard y su compartida diosa particular.

Pocas respuestas encuentra el autor en su obra, sospecho, pero al cabo las novelas de este porte confesional tienen bastante más de sanación a través del verbo que de solución a un conflicto. Más de invocación calmante que de matemática. Ni Poe ni Ellroy parecen encargados de resolver enigmas. Considerar que existe una solución quizá sea en sí mismo erróneo o tarea de psicólogos y gurús de otro porte. Ellos saben, sencillamente que está ahí; lo han probado en sus carnes (o lo presienten) y lo presentan con el pulso del genio, la nítida línea que atraviesa la oscuridad, el paseo del héroe por el mundo de los muertos del que vuelven intactos pero con las manos manchadas de sangre y vacías.

“Al igual que yo, mis personajes masculinos generalmente están obsesionados por las mujeres y a menudo a través de ellas hallan la redención”, decía Ellroy en una magistral entrevista publicada en la revista Los Inrockuptibles (edición para España, marzo-abril de 1992, Ian McCulloch en portada). Después, preguntado por la eterna presencia de los ‘serial killers’, comentaba: “Hace años, ese tema (los asesinos en serie) era el vector de mi libido normal, sana y heterosexual. Simplemente he transpuesto esa necesidad de ternura y de amor en el marco perturbado de los ‘serial killers’. Es una extraña variante del romanticismo”

Masacre y venganza

Hace unos años –dejando aparte la buena literatura y entrando en el cenagal del siglo- le eché un ojo a los libros de la trilogía Millenium, de Stieg Larsson.  La ola de fanatismo popular era tan alta que sentí cierta curiosidad. Rápidos, inanes en lo literario y muy bien pensados en lo publicitario, no son una lectura que uno vaya a repetir, pero encierran una visión astuta y sintomática del estado de cosas en lo que a mujeres muertas se refiere: la de la venganza. Son el ‘hatefuck’ invertido, el momento en el que la víctima a la que vas a ejecutar saca un cuchillo de algún sitio, cambia la mirada y te dice: “Tu y yo debemos tener una conversación”. Y te cagas de miedo. La clave de su éxito, al menos entre mujeres inteligentes de entre veinte y cuarenta y tantos, reside precisamente en eso: la víctima posible, esa pequeña, marginal punk de la que abusan casi todos sus protectores oficiales (la supuesta sociedad masculina), deviene en vengadora y la mujer tipo, consciente de las humillaciones (reales o no) por la que su casta lleva pasando tanto tiempo, siente interiormente reconfortada su ansia de sangre. Lisbeth Salander está haciendo pagar a los hombres adecuados, simbólicos, por las ofensas colectivas contra su género, y las mujeres que lo leen lo entienden y se sienten, por un instante, vengadoras también (aunque, me temo, desde un punto de vista demasiado visceral e irónicamente ‘macho’; han aprendido de nuestra brutalidad y contestan con ella). Consigue así, el fallecido Larsson, saltar del tema poético, que sería incapaz de abordar, a la justicia “social”, en una pirueta apreciable. No sé si creía lo que predicaba o era sencillamente muy listo, capaz de ver que ese elemento de venganza funcionaría en una trama que por lo demás, se desbarranca, aséptica, por algunos de los peores tics del género. Ya no lo sabremos, igual que él no podrá disfrutar los millones que generó y que su muerte, probablemente, ha aumentado exponencialmente en otra sarcástica mueca del destino.

No es, por supuesto, el primer acto de venganza femenina que escenifica la cultura popular. Hay uno por cada cien o cada mil agresiones, supongo. Y a veces son simples excusas para mostrar la agresión de manera más cruda y salvaje; puros trucos crueles. Otras veces no. El cine, sobre todo el de muy bajo presupuesto, ha representado al ángel vengador femenino bajo distintos supuestos. Se me vienen a la cabeza “Ms. 45” (Angel of Vengeance) del gran Abel ferrara, protagonizada por esa figura trágica, tan pertinente aquí, que fue Zoë Lund. El mismo Ferrara roza el tema de nuevo en “The Addiction”, un cuento moderno de vampiros con Lily Taylor en estado de putrefacta gracia, como una heroína de Poe y de Nietszche al tiempo, desbocada, vengativa y gloriosamente underground. Recientemente, escuchando el EP “Natasha”, de la banda de grindcore Pig Destroyer, me encontré con que la letra de la única canción incluida era otro ejemplo curioso de cuento de asesinato y venganza post-mortem que recomiendo a los que estén interesados en estas investigaciones. No entrará en la historia de la literatura pero indica a las claras que el género, en cierto modo, va agotándose, y que el paso que sigue a la masacre es la venganza. Una venganza, por cierto de la que Poe estará orgulloso, allá donde se encuentre.

Vampiros en La Plata

Mi último encuentro con la Diosa –encubierta, casi imperceptible- tuvo ocasión hace un par de días, mientras leía la soberbia novela de Juan Terranova “El vampiro Argentino” (editorial Lengua de Trapo, 2011), probablemente uno de los pocos libros nuevos que en los últimos tiempos ha conseguido retrotraerme a ese estado de avidez y placer que la literatura consigue en los mejores casos. Quizá uno de los rasgos más intrigantes de la novela, y uno de los que demuestran que Terranova está en la primerísima línea de la escritura en lengua española, sea su contención y su facilidad para hacer que las cosas vengan a la mente precisamente por su ausencia, en medio del musculoso y muy firme relato de una búsqueda policial donde, curiosamente, los asesinados son hombres (qué descanso…). Si entramos en el terreno de los tópicos –Terranova me lo perdonará, a él, creo, también le gusta jugar con el absurdo de lo común y su ocasional gloria-, reconozco que me encontré a mí mismo regocijado con una novela tan argentina y tan bonaerense en la que no se habla de fútbol más que una vez –y es de fútbol alemán-. Si pasamos a lo político, me gusta, por inhabitual e intrigante, el hecho de que en un libro que transcurre en un universo posible en el que los nazis ganaron la guerra y son el imperio, apenas se hable de los judíos. Cada una de esas ausencias –hay más- tiene, supongo, uno o varios sentidos distintos sobre los que indagaremos en una próxima entrevista, pero la que más me intrigaba a mí era, ya adentrado en el libro y cautivado por él, la de la mujer. Cherchez la femme. Cherchez la femme. Y la mujer no parecía estar en ningún sitio. Pero está. Tendrán que descubrirla ustedes, en un final sutil; una contenida pincelada poética que dignifica e ilumina definitivamente un libro ya grande de por sí.

No es difícil pasar esa pincelada por alto si se lee torpemente, igual que en la vida real pasamos por alto la vieja magia, sustituida vagamente por muñecas hinchables, bustos parlantes, anuncios de colonia y otros ejemplos más o menos evidentes de la degradación

Lean el libro de Terranova, no es el único bueno que tiene. Y ojeen, si quieren, su interesante blog “El conejo de la suerte”.

Hay otro conejo de la suerte, pero ignoro si él lo conoce. Está en España, en la Nacional IV. Es un burdel.


 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo peor de la diosa ahora es que no se reivindica como tal, en su esencial feminidad (que no feminismo).
Está tomando la máscara del rey del año...Pero no se le concede ni el año para el sacrificio, se la descuartiza en dos días.Y ella se deja.Las vengadoras como Salander -físico frágil , mente de hombre, emociones pasadas por la guillotina a excepción de la ira...menuda bomba!!- se quedan sólo para la literatura, como pírrico consuelo para el resto de las frustradas féminas.
Difícil me parece un retorno del matriarcado...el culto a lo femenino, el veradero culto a la madre tierra, se ha desvirtuado , y ha degenerado en un simple culto al sexo, al conejo de la suerte. El hombre adora la cáscara y desprecia el interior. La mujer cuida la cáscara y cambia su esencia por una que no le corresponde...y así va el mundo ,jaja...
Si de verdad se retornase al matriarcado , estaría adulterado, androginizado.Sería una diosa negra y machorra , la que regresase, sin un ápice de blancura y con atributos de hombre.
Si Graves levantase la cabeza estaría horrorizado de lo irreversible de la situación, el pobre.

Sí, Wilde decía que uno mata lo que ama...y ése también es el problema ahora, que amor queda poco.Ya no se mata por amor, se mata por amor propio, en esta era de exaltación del YO, o se mata el amor antes de que nazca, porque es una emoción "poco práctica", según algunos psicólogos...otro callejón sin salida.


Salud, un placer leerte.

Anónimo dijo...

Ah , y por cierto, para violencia anti-matriarcal exacerbada recomiendo la parte central de la magnífica "2666" de Roberto Bolaño, ya que andamos buscando a la diosa por aquí y por allá. En este caso la carga de asesinatos es tan brutal que uno adquiere conciencia del horror y de la dimensión de la cosa por pura saturación. Y lo peor de todo es que no es un juego literario, es la pura realidad mejicana...la hostia. Que se levante Graves a verlo desde su mediterránea tumba.

Cowboy Iscariot dijo...

Muy de acuerdo en el primer comentario. Era un poco lo que trataba de decir, entre otras cosas. No he leído aún ese libro de Bolaño en concreto. Gracias!