(Artículo originalmente escrito para la revista online
mexicana El Faro Literario)
“Yet each man kills the thing he loves,
By each let this be heard,
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word,
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword!”
Oscar Wilde
Decía Poe
que el tema poético por excelencia era la muerte de una mujer joven y hermosa
en la flor de la vida. El natural terror sagrado ante la belleza femenina (ante
la posibilidad de la felicidad) y el pasmo metafísico de la muerte temprana
parecen confluir, en efecto, para ser el pilar de una corriente de pensamiento
intuitivo que él encarnó y definió, pero, por supuesto, no inventó. Es difícil
sacudirse ese terror –esa devoción- si no es comunicándolo, por medio de
palabras, es decir, de conjuros (que llaman, pero también protegen), de
representaciones infantiles y mágicas. Así lo hizo él, magníficamente, en los
más “románticos”, más oscuros y –curiosamente- menos impostados de sus cuentos
y poemas, esos que suelen ir titulados con nombres sonoros de mujer (Ligeia,
Eleonora, Anabel Lee…). Y lo hizo con maestría, plasmando mujeres gloriosas en
su delicado gesto de polvo y furia; mujeres arrebatadas por la fatalidad, el
destino o, directamente, el asesinato, y que a menudo volvían, porque la
esencia no es tan fácilmente eliminable. Acaso lo acuciaban al tiempo el pasado
y un presente que estaba llamando a la puerta con sonido de mal augurio y que
terminó en la muerte temprana de su prima Virginia Clem, con la que sostuvo un
poco iluminado matrimonio, probablemente blanco. Su literatura está, pues,
fuertemente enraizada en su vida, o al revés. O quizá, de manera general, vida
y literatura nunca han llegado a ser en realidad cosas distintas.
No es Poe
el único que plantea a la mujer –a la Diosa- como centro neurálgico del secreto
poético. Robert Graves en el arranque de su inabarcable “La Diosa Blanca”,
postula que todo el lenguaje del mito poético occidental deviene de un
primitivo “lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor
a la diosa Luna o Musa”, y sostiene que ese y sólo ese sigue siendo el lenguaje
poético verdadero. “Se podría decir”, afirma, “que la prueba de la visión de un
poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa Blanca(…) El motivo de que
los pelos se ericen, los ojos se humedezcan, la garganta se contraiga, la piel
hormiguee y la espina dorsal se estremezca cuando se escribe o se lee un
verdadero poema es que un verdadero poema es necesariamente una invocación a la
Diosa Blanca(…), el antiguo poder del terror y la lujuria, la araña o la abeja
reina cuyo abrazo significa la muerte”.
Sin
embargo Graves plantea una revolución general de carácter matriarcal y
neoarcaico, y su visión es más profunda y panorámica. Es un sacerdote donde Poe
era sólo un adorador (con gran talento pictórico). Este párrafo del inicio de
“La Diosa…” puede tomarse como caricatura y definición del Poe de las mujeres
muertas: “La palabra romántico (…) ha sido corrompida por el uso
indiscriminado. El poeta romántico típico del siglo XIX era físicamente
degenerado o enfermizo, aficionado a las drogas y a la melancolía,
peligrosamente desequilibrado y verdadero
poeta solamente en su respeto fatalista por la Diosa como la señora que regía
su destino”.
Necrópolis Pop
Lo que
Poe, en todo caso, no dijo -aunque acaso predijo- era que el tema poético se
iba a deslizar rápidamente de “la mujer que muere” a “la mujer que es
asesinada” y que finalmente su cualidad poética desaparecería en medio de la
charcutería cultural de finales del XX y principios del XXI. No supo del todo
que esa tradicional corriente de masacrar mujeres, inserta desde siempre en
nuestra sociedad, se convertiría pronto en un género de la ficción en sí mismo,
y después, supurando hacia fuera de las páginas, invadiría inevitablemente
todos los medios posibles de narración hasta convertir toda la cultura llana en
una especie de necrópolis pop.
Enciendo
la televisión y me entretengo, a veces, en contar los asesinatos femeninos del
día: las mujeres “en la flor de la edad” caen por docenas en una especie de
danza macabra, hasta tal modo intravenosa ya que apenas la advertimos. Mujeres
troceadas, envenenadas, diseccionadas, hechas a la parrilla, violadas post
mortem, finiquitadas por arma, agua o hambre, asesinadas en una serie
interminable de modos tecnológicamente refinados que harían palidecer –de
envidia- a los precursores más cercanos del asunto –la iglesia católica, claro,
con sus martirios sistemáticos, a veces seriamente hipersexualizados-. Como
exhibición posmoderna de atrocidades no tiene desperdicio, y aunque a uno le
canse, esa obsesión se ha convertido en una de las marcas de nuestro siglo.
Incluso la pornografía standard se ha acercado a ella claramente, hasta
convertirse en una saturante mascarada de tortura. Una pobre copia de Sade en
toda su incapacidad literaria y su falta de sentido esencial.
Y eso es
lo que hay, en parte, cuando el macho medio occidental (español, en este caso)
se conecta a la red y se da su recreativo paseo diario por el ala poco
iluminada: desprecio, ‘hatefucks’, y un recreo en la crueldad que ha olvidado
dónde empezó el odio. No es gran cosa, aunque reconozco que es mejor que las
apuestas deportivas, los adivinos vestidos de oropel del todo a cien y la
lobotomizada contrarreforma que, en algunos canales televisivos, proyecta una
derecha rupestre que sin duda nos merecemos, los de la península. Vivan las
cadenas.
Desenterramiento ritual
Vivimos
en ese sentido una violencia anti-matriarcal exacerbada e inconsciente que
probablemente espantaría a Graves y que, sin embargo, indica que ese
matriarcado pervive o está en proceso de renacer. Es fácil: no se agrede algo
con tanta saña y con tanta ambigüedad si no se lo considera un peligro
existente y real. No se reacciona con una virulencia viral de ese calibre si no
se intuye que el reino propio se tambalea. Las masacres predicen la debilidad,
y la debilidad precede a la caída. Quizá. Quizá sea el estertor iconoclasta de
un modelo que ha durado muchos siglos y que ha visto épocas más gloriosas. En otro
tiempo, en otro lugar –Provenza, probablemente- esa dominación fue lo
suficientemente ingeniosa para inventar una literatura que encerraba con
honores a la ‘femme’ en una bonita torre de marfil. Sustituir, integrar,
dominar. Ya ni de eso somos capaces.
Desde que
tengo uso de razón, el sancta sanctorum de esta cadena ritual de asesinatos y
adoraciones, ha sido la literatura policial, la novela negra. Al fin y al cabo,
es más fácil justificar los cadáveres si se está hablando de bajos fondos,
ajustes de cuentas o psicópatas. Allí, también, fue donde de algún modo, la
ambigüedad pervivió, donde –dentro de una literatura en general poco matizada-
los matices sobrevivieron, aunque fuera encarnados en conceptos torpes pero
certeros a la vez, como el de “mujer fatal” –la Diosa-. Poco amigo como soy de
los supuestos clásicos del género –Chandler y Hammet me cargan bastante, aunque
les respete de manera residual como precursores-, mi paladín particular del
asunto, aquel que –opino- ha llevado más lejos esa terrible ambigüedad, es
James Ellroy. No creo que nadie haya superado aún, tratando lo que tratamos,
esa fulgurante gema oscura que es “La Dalia Negra” y que arranca con esa
heladora dedicatoria de desenterramiento ritual:
"Para
Geneva Hilliker Ellroy 1915-1958
Madre:
veintinueve años después, esta despedida de sangre"
Pocas
respuestas encuentra el autor en su obra, sospecho, pero al cabo las novelas de
este porte confesional tienen bastante más de sanación a través del verbo que
de solución a un conflicto. Más de invocación calmante que de matemática. Ni
Poe ni Ellroy parecen encargados de resolver enigmas. Considerar que existe una
solución quizá sea en sí mismo erróneo o tarea de psicólogos y gurús de otro
porte. Ellos saben, sencillamente que está ahí; lo han probado en sus carnes (o
lo presienten) y lo presentan con el pulso del genio, la nítida línea que
atraviesa la oscuridad, el paseo del héroe por el mundo de los muertos del que
vuelven intactos pero con las manos manchadas de sangre y vacías.
“Al igual
que yo, mis personajes masculinos generalmente están obsesionados por las
mujeres y a menudo a través de ellas hallan la redención”, decía Ellroy en una
magistral entrevista publicada en la revista Los Inrockuptibles (edición para
España, marzo-abril de 1992, Ian McCulloch en portada). Después, preguntado por
la eterna presencia de los ‘serial killers’, comentaba: “Hace años, ese tema
(los asesinos en serie) era el vector de mi libido normal, sana y heterosexual.
Simplemente he transpuesto esa necesidad de ternura y de amor en el marco
perturbado de los ‘serial killers’. Es una extraña variante del romanticismo”
Masacre y venganza
Hace unos
años –dejando aparte la buena literatura y entrando en el cenagal del siglo- le
eché un ojo a los libros de la trilogía Millenium, de Stieg Larsson. La ola de fanatismo popular era tan alta que
sentí cierta curiosidad. Rápidos, inanes en lo literario y muy bien pensados en
lo publicitario, no son una lectura que uno vaya a repetir, pero encierran una
visión astuta y sintomática del estado de cosas en lo que a mujeres muertas se
refiere: la de la venganza. Son el ‘hatefuck’ invertido, el momento en el que
la víctima a la que vas a ejecutar saca un cuchillo de algún sitio, cambia la
mirada y te dice: “Tu y yo debemos tener una conversación”. Y te cagas de
miedo. La clave de su éxito, al menos entre mujeres inteligentes de entre
veinte y cuarenta y tantos, reside precisamente en eso: la víctima posible, esa
pequeña, marginal punk de la que abusan casi todos sus protectores oficiales
(la supuesta sociedad masculina), deviene en vengadora y la mujer tipo,
consciente de las humillaciones (reales o no) por la que su casta lleva pasando
tanto tiempo, siente interiormente reconfortada su ansia de sangre. Lisbeth
Salander está haciendo pagar a los hombres adecuados, simbólicos, por las
ofensas colectivas contra su género, y las mujeres que lo leen lo entienden y
se sienten, por un instante, vengadoras también (aunque, me temo, desde un
punto de vista demasiado visceral e irónicamente ‘macho’; han aprendido de
nuestra brutalidad y contestan con ella). Consigue así, el fallecido Larsson,
saltar del tema poético, que sería incapaz de abordar, a la justicia “social”,
en una pirueta apreciable. No sé si creía lo que predicaba o era sencillamente
muy listo, capaz de ver que ese elemento de venganza funcionaría en una trama
que por lo demás, se desbarranca, aséptica, por algunos de los peores tics del
género. Ya no lo sabremos, igual que él no podrá disfrutar los millones que
generó y que su muerte, probablemente, ha aumentado exponencialmente en otra
sarcástica mueca del destino.
No es,
por supuesto, el primer acto de venganza femenina que escenifica la cultura
popular. Hay uno por cada cien o cada mil agresiones, supongo. Y a veces son
simples excusas para mostrar la agresión de manera más cruda y salvaje; puros
trucos crueles. Otras veces no. El cine, sobre todo el de muy bajo presupuesto,
ha representado al ángel vengador femenino bajo distintos supuestos. Se me
vienen a la cabeza “Ms. 45” (Angel of Vengeance) del gran Abel ferrara,
protagonizada por esa figura trágica, tan pertinente aquí, que fue Zoë Lund. El
mismo Ferrara roza el tema de nuevo en “The Addiction”, un cuento moderno de
vampiros con Lily Taylor en estado de putrefacta gracia, como una heroína de
Poe y de Nietszche al tiempo, desbocada, vengativa y gloriosamente underground.
Recientemente, escuchando el EP “Natasha”, de la banda de grindcore Pig Destroyer, me encontré con que la letra de la única canción incluida era otro
ejemplo curioso de cuento de asesinato y venganza post-mortem que recomiendo a
los que estén interesados en estas investigaciones. No entrará en la historia
de la literatura pero indica a las claras que el género, en cierto modo, va
agotándose, y que el paso que sigue a la masacre es la venganza. Una venganza,
por cierto de la que Poe estará orgulloso, allá donde se encuentre.
Vampiros en La Plata
Mi último
encuentro con la Diosa –encubierta, casi imperceptible- tuvo ocasión hace un
par de días, mientras leía la soberbia novela de Juan Terranova “El vampiro
Argentino” (editorial Lengua de Trapo, 2011), probablemente uno de los pocos
libros nuevos que en los últimos tiempos ha conseguido retrotraerme a ese
estado de avidez y placer que la literatura consigue en los mejores casos.
Quizá uno de los rasgos más intrigantes de la novela, y uno de los que
demuestran que Terranova está en la primerísima línea de la escritura en lengua
española, sea su contención y su facilidad para hacer que las cosas vengan a la
mente precisamente por su ausencia, en medio del musculoso y muy firme relato
de una búsqueda policial donde, curiosamente, los asesinados son hombres (qué
descanso…). Si entramos en el terreno de los tópicos –Terranova me lo
perdonará, a él, creo, también le gusta jugar con el absurdo de lo común y su
ocasional gloria-, reconozco que me encontré a mí mismo regocijado con una
novela tan argentina y tan bonaerense en la que no se habla de fútbol más que
una vez –y es de fútbol alemán-. Si pasamos a lo político, me gusta, por
inhabitual e intrigante, el hecho de que en un libro que transcurre en un
universo posible en el que los nazis ganaron la guerra y son el imperio, apenas
se hable de los judíos. Cada una de esas ausencias –hay más- tiene, supongo,
uno o varios sentidos distintos sobre los que indagaremos en una próxima
entrevista, pero la que más me intrigaba a mí era, ya adentrado en el libro y
cautivado por él, la de la mujer. Cherchez la femme. Cherchez la femme. Y la
mujer no parecía estar en ningún sitio. Pero está. Tendrán que descubrirla
ustedes, en un final sutil; una contenida pincelada poética que dignifica e
ilumina definitivamente un libro ya grande de por sí.
No es
difícil pasar esa pincelada por alto si se lee torpemente, igual que en la vida
real pasamos por alto la vieja magia, sustituida vagamente por muñecas
hinchables, bustos parlantes, anuncios de colonia y otros ejemplos más o menos
evidentes de la degradación
Lean el
libro de Terranova, no es el único bueno que tiene. Y ojeen, si quieren, su
interesante blog “El conejo de la suerte”.
Hay otro
conejo de la suerte, pero ignoro si él lo conoce. Está en España, en la
Nacional IV. Es un burdel.
3 comentarios:
Lo peor de la diosa ahora es que no se reivindica como tal, en su esencial feminidad (que no feminismo).
Está tomando la máscara del rey del año...Pero no se le concede ni el año para el sacrificio, se la descuartiza en dos días.Y ella se deja.Las vengadoras como Salander -físico frágil , mente de hombre, emociones pasadas por la guillotina a excepción de la ira...menuda bomba!!- se quedan sólo para la literatura, como pírrico consuelo para el resto de las frustradas féminas.
Difícil me parece un retorno del matriarcado...el culto a lo femenino, el veradero culto a la madre tierra, se ha desvirtuado , y ha degenerado en un simple culto al sexo, al conejo de la suerte. El hombre adora la cáscara y desprecia el interior. La mujer cuida la cáscara y cambia su esencia por una que no le corresponde...y así va el mundo ,jaja...
Si de verdad se retornase al matriarcado , estaría adulterado, androginizado.Sería una diosa negra y machorra , la que regresase, sin un ápice de blancura y con atributos de hombre.
Si Graves levantase la cabeza estaría horrorizado de lo irreversible de la situación, el pobre.
Sí, Wilde decía que uno mata lo que ama...y ése también es el problema ahora, que amor queda poco.Ya no se mata por amor, se mata por amor propio, en esta era de exaltación del YO, o se mata el amor antes de que nazca, porque es una emoción "poco práctica", según algunos psicólogos...otro callejón sin salida.
Salud, un placer leerte.
Ah , y por cierto, para violencia anti-matriarcal exacerbada recomiendo la parte central de la magnífica "2666" de Roberto Bolaño, ya que andamos buscando a la diosa por aquí y por allá. En este caso la carga de asesinatos es tan brutal que uno adquiere conciencia del horror y de la dimensión de la cosa por pura saturación. Y lo peor de todo es que no es un juego literario, es la pura realidad mejicana...la hostia. Que se levante Graves a verlo desde su mediterránea tumba.
Muy de acuerdo en el primer comentario. Era un poco lo que trataba de decir, entre otras cosas. No he leído aún ese libro de Bolaño en concreto. Gracias!
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