Hay discos que son trampas para elefantes plantadas en medio
del callejón de la droga. Crees que sales a fumarte un canuto y echarte unas
risas con un toyboy que acabas de conocer y cuando te das cuenta estás
amordazado en un sótano con dos travelos negros enmascarados que están a punto
de darte lo tuyo, sea lo que sea lo tuyo. El primer largo de Claw Toe –engañoso,
enfermo, inesperadamente oscuro, potencialmente disfrutable- es exactamente
eso. Arranca como una efectiva demostración de Rock&Roll arcano y
humorístico (“Breakout”, “Geriatric Stalker”) y te deja bailar internándote en
una pista donde en realidad no hay nadie más (“Happy”, “Fascist Elect”). A
mitad de viaje notas que la iluminación ha decrecido y los teclados se han
vuelto extrañamente amenazantes, pero, qué cojones, es tu noche libre, a ver a
dónde lleva. Para cuando te arrepientes es muy, muy tarde, y te has embarcado
en una secuencia paisajística y terrible, en un hilo de horrísonas polaroids
emitidas desde el lugar donde se educan los asesinos en serie. En ese rush final, la oscuridad permea el hueso y se hace intensa, permanente, total. La
gracieta lateral se ha convertido en un chiste enfermo inoperable. Lo que había
empezado como un disco carnavalesco, oscurito pero festivo, es ahora un
desolado paseo por la ciudad zombificada, un mal sueño post Cramps que uno puede
disfrutar, mucho, pero sólo si le va ese tipo de marcha.
Escuchado superficialmente, el oyente notará sin duda esa
tensión creciente y esa deriva a negro, y el disco será interesante un rato. Pero
poniendo algo más de atención y leyendo las descojonantes y a menudo
desoladoras letras, dejándose llevar por el minimalista, amenazante uso de las
teclas (un diez para Laurence Ocampo), podrá además entenderlo como un comentario
ilustrado, panorámico, sobre un mundo en que todos vivimos de un modo u otro.
Ahí es donde el disco se vuelve extraordinario, siniestro y pertinente, hasta
resultar gozosamente molesto para nuestra querida corrección política. ¿Qué ha
pasado? Nos preguntaremos. Hace un momento estaba riéndome con un tema sobre un
pajero compulsivo que me recordaba lejanamente a Ian Dury (“Five Knuckle
Shuffle”), con una cosa infantiloide y familiar, y ahora de pronto estoy aquí,
en la puta Desolation Row. De repente esto es un mal viaje de LSD de Daniel
Johnston. El que lo dejó definitivamente pallá…
There's a
black man outside the barracks
Blowing a gasket.
Cars collide!
Smash and break the toys in the grass of the park where the children play.
But regardless of who's getting killed, or raped, or ripped off, or beaten, or
mugged we'll have sandwiches for lunch! Munch, munch, munch, munch!
Hay algo de genio en hacer esa transición de modo que el
oyente se deslice por ella como por un gozoso tobogán engrasado, sin darse
cuenta de que cae a un pozo de mierda seca y sueños anales en floración. Hay
algo de genio en hacerte pasear por la necrópolis sin que el pánico supere a la
fascinación y sin ponerse nunca épico. Hay algo de genio en hacer que el tren
de la bruja se convierta en el puto túnel oscuro donde las cosas malas pasan de
verdad. Hay algo de genio en que todas esas instantáneas en formato single de
tres minutos tengan de pronto sentido juntas, como celdillas de una urbe en silencioso colapso, claustrofóbica y jodidamente parecida a la vida de uno. O,
digamos, a las partes menos iluminadas de la vida de uno.
Claw Toe lo consigue en parte con la vieja e infalible
fórmula de las canciones punk de sustrato garagero, clásico, infectadas por los
tumores estrambóticos y aterradores que produce la cultura trash en su colisión
con la vida diaria (si es que ambas cosas no son sólo una). Están, más por su vibración
mental que por su sonido -voluntariamente bruto, grumoso, en roca- cerca de la
larga y variable dinastía grupos afectados por lo malsano. Digamos, salvas las
distancias, The Cramps, los primeros Dwarves, The thirteen Floor Elevators, The
Seeds. Por ejemplo. Siga usted con la lista. Lo consiguen también, coagulando
la amenaza con un rush final into the fuckin’ dark (“Vampire”, “Psychological
Destruction”, “Red Carpet Dystopia”, “Night Run”, “Vibration”) que es
estudiable como uno de los descensos al mal rollo mejor graduados y más
inesperados –y divertidos, para que negarlo- que recuerdo.
Cierran jocosamente con “Back Door”, ejerciendo como unos
Turbonegro de baja resolución, y sería fácil quedarse con eso. Más difícil pero
mucho más necesario es dejar pasar garganta abajo el retrato de nosotros mismos
que nos devuelve su chalado pero lúcido espejo. Ese en el que están los
desesperados turnos de noche, el merodeo sin sentido por los patios traseros de
occidente, el vampirismo metafórico y no metafórico, el anémico brillo azul de
las pantallas emitiendo porno amateur mientras la parienta duerme, la soledad
terminal del hombre blanco en bancarrota espiritual que inventa chistes sobre
sí mismo. Y todos los parques vacíos, todos los patios de atrás, todos los
crímenes posibles.
Hay algo de genio, sí, en hacer todo ese diario y vacío horror
tan divertido.
Debe ser eso que llaman Rock&Roll.
NOTA: Pronto tendremos entrevista con Mr. Darius Hurley, comandante de todo este sinsentido, para que nos cuente historias bonitas. Mientras, también vale la pena echarle un ojo al single y el EP anteriores de la banda, más ruidosos y algo más experimentales, pero igualmente disfrutables.
En un rapto de optimismo, semanas atrás, gasté dos días enteros, quizá tres, escuchando música fuera de mi radar habitual, flotando de bandcamp en bandcamp en una deriva gozosa e iluminadora de olvido y celebración de mí mismo. Durante esas jornadas de extraña alteración, especie de resaca retardada de mdma postoperatorio, todo me parecía glorioso, excéntrico o al menos peculiar: una suspensión del prejuicio en la que el gusto -esa bestia entrenada con crueldad y por tanto cruel- permanecía sin embargo atento. Tendré que hablar de ese lapso fabuloso que quizá haya sido lo más cercano a la felicidad que he experimentado en 2018, un año que ha sido para mí más una carnicería que un año. Más un matadero que un tiempo.
Al tercer día resucité a la grisedumbre del mundo: el viaje me dejó en una orilla fronteriza, ya que no del todo familiar. Por Navidad (anticipada) decidí regalarme unos cuantos discos de Sacred Bones Records a los que les tuve ganas hace dos o tres años. No sé si ahora aún se la tengo o fue sólo el pulso del pasado insatisfecho brotándome en las sienes; un mero afán compensatorio; el viejo y estúpido intento de llenar el hueco con materia. Ni siquiera, en realidad, sé si quiero tener o escuchar discos ya. Quizá escucharlos sí, a la contra de la mayoría, que prefiere tenerlos. En todo caso resultaron ser, todos ellos (llegaron puntualmente), artefactos y oscuridades muy paladeables para hipsters inadvertidos del nuevo milenio; buenos ejemplos de lo que somos algunos, a veces, a la espera de unos años veinte que nos rediman de todo este victimismo y toda esta autocompasión: sufrientes nadies a la alargada y estéril sombra de Nick Cave, digamos; dandis del indie lateral sin vocación alguna, por suerte; americanos de cloaca sintética. “Provincianos de la osa menor”, decía Battiatto, preciso, cósmicamente preciso como era su costumbre (y vestidos de gris claro, por no perdernos).
Ni me gusta ni me disgusta ser así, he de decir. Así de idiota. Saberlo me establece en una calma algo falsa pero nada incómoda. Me observo junto a mis congéneres, y me da pereza sentir desprecio o compasión por ellos o por mí. Sentir es una ausencia necesaria, de cuando en cuando.
Provincianos de la osa menor.
Quédense con esa línea y tiren el resto de este escrito a la basura.
A medias entre lo roto y lo pulido, entre lo underground y lo comercial para supuestas minorías, es quizá ese punto medio lo que me fascina del catálogo de ese sello, Sacred Bones. Y es lo mismo que me fascina de mí mismo, sospecho. A todos acaba por fascinarnos en cierta medida lo que nos es consustancial y medular, so pena de desaparición. Otro tanto puede decirse de Obey, de Exploded View, el disco que rescato hoy de la marea y su reflujo, de la resaca y su muerte, del inicio del fin de la transformación que me lleva a un lugar distinto. ¿Qué lugar? Apenas lo atisbo aún, pero no es este. Y la banda sonora del viaje es a medias la vieja cosa malforme en la que chapoteé muchos años y a medias un vaho de posibilidad hecho de cristal molido y vendido luego en la calle como polvo de estrellas. Te tangan, pero sólo porque es lo que deseas. ¿No es así? Todo en lo subyacente, cada día, en cada gesto menor, refleja un oculto anhelo de sacrificio. ¿No es así?
Obey hace bien el papel de vaporoso pero definido psicopompo para el caso; tan necesario para un hombre que avanza por los cuarenta y llega solo a fin de año; tan necesario para alejar las pulsiones de justicia retrospectiva que lo acechan, la tentación del ajuste de cuentas, de la evaluación, de la síntesis profética inevitablemente pixelada. No se trata, parece decirme el disco, de consignar lo que fue, los datos y cuentas de la pérdida, sino de avanzar gentilmente a través de la puerta invisible: “deja tus ropas aquí, yo te arrullararé el paso ejerciendo de pequeña Nico casera”. ¿Distingues, en esta cosa doméstica, el réquiem de la bienvenida, el fuego que incinera del que purifica la carne nueva? Asume que te gusta esa flauta solitaria que trina en “Letting Go of Childhood Dreams”. Apropiado, apropiado título, my little prince.
Cosa fantástica del arte, que siendo archivo puede ser también acto de abandono. ¡Dualidad maravillosa y siniestra! (dejen que me ponga valleinclanesco). Asombro de las ondas perpetuas y al tiempo cosa manifiesta oculta en la ola magnética que nos revuelca. Placer de que no todo sea pequeño dentro de la enormidad. Chapuzón, no por modesto menos indicativo de una totalidad con la que deseamos estar en paz. Y en igualdad. ¿Acaso no somos idénticos al todo? Igual de fútiles, inexistentes, igual de audibles (como un eco). Igual de presentes y totalitarios, extrañamente evidentes en la sombra. Sí, lo somos.
¿Pienso esto porque escucho este disco, acaso? Me inclino por pensar que, en cambio, el disco simplemente activa la compuerta de ese pensamiento clásico, preexistente, eterno e inexistente también él. ¿Es mágico, acaso, este disco? Al contrario, me resulta un disco cautivador pero sincrético y asumible. Eso es lo que me gusta de él. Eso es lo que me permite abrazarlo con tranquilidad, casi con un amor momentáneo. La magia de que se abra la compuerta la podrían haber provocado, lo sabemos, muchos otros discos, muchas otras luces. Pocas cosas más susceptibles de abrirse que un cierre aburrido de serlo. Todas las fortalezas desean caer (ya que para la caída fueron, precisamente construidas, a veces con mimo extraordinario).
No son, todos estos, sentimientos que floten en mi interior normalmente, se lo aseguro, querido amigo invisible, elusivo interlocutor, mon semblable, etc. Algo ha debido cambiar, pues, y yo me pliego a ese cambio con cómica reverencia. Literalmente, hago una reverencia y me río. Luego bailo, por dentro, escuchando “Come On Honey”, que se sale por la tangente y orbita burlonamente sobre el vértice polar de los Jesus and Mary Chain y coetáneos, ruidistas pero rockeros. Pongan el disco otra vez. Es Nochebuena y no hay nada mejor que hacer. Pongan el disco otra vez.
“Saber perdonar termina por uno mismo. Es así comprensible, en cierto modo, el perturbador narcisismo de los profetas y los santos”. Eso escribí hace un tiempo. Hay algo en este cambio de fase del que hablo que pide exactamente eso, perdón. Un perdón universal que a todos nos cuesta amputaciones internas y silenciosas, pero sin el cual el nuevo hombre no crecerá jamás. ¿Y si no quieres un nuevo hombre, qué quieres, pasados los cuarenta? Uno silencioso y alegre, que pueda pasarte la pena del mundo con un beso en la mano, transformada en algo luminoso. Estamos lejos. Estamos en la puerta.
Entendido, se puede hacer. Entendido, la entrega a la corriente es más un acto de voraz anestesia, de festiva dejadez, que un destino. La palabra destino carece de sentido.
He visto a Buda bajo su árbol que arde.
He visto a Kate Bush cabalgando un alma cromada a la primera sombra de las autopistas.
He visto a los osos jugando en mi patio, deseando conmigo una nieve perfecta y universal.
“Suelta la mano”, dicen todos. "Suelta la mano, baby".
Me gustan mucho algunas cosas que ha hecho Neil Hagerty en
solitario y con The Howling Hex. Creo que es un guitarrista extraordinario, original, a años luz
de su generación e innovador sin dejar de tener una raíz en el rock&roll
psicodélico de los sesenta y un ocasional ramalazo cincuentero que puede aparecer al fondo del cubo de basura. Si se escucha con cierta agudeza, ese origen permanece ahí incluso en cosas tan aparentemente experimentales como este
Denver, que no conocía y que escucho ahora mientras me fumo un pitu, en una
casa ajena en una ciudad ajena. Todas las casas y todas las ciudades me son ajenas,
en realidad, y algo de ajeno hay también en la música de Neil. Algo de inasible.
Es como un mapa muy muy detallado que te diese un extraño. Desconoces el lugar
que representa (Denver, really?), pero ahí están todo lo que el turista nunca
sabrá de esa urbe hipotética: los callejones, las alcantarillas, los tugurios
ilegales, los retretes con y sin vistas, las mutaciones animales, los patios
traseros donde grabamos nuestro glorioso porno casero, los senderos de los
gatos, los insalubres pisos de la droga, las galerías de tiro, la feria
subterránea, los parkings de noche donde los dioses menores juegan al pilla pilla, las deshechas camas de los amantes siempre
renovados, siempre desconocidos. Y la huella del viento subatómico que lo cruza
todo, partiendo en trocitos la toma vocal, desgraciando para siempre esas
tardes de la infancia que gastaste copiando a Hendrix. He aquí la postal del
boogie incinerado. La polaroid del día desastrado: “No quiero hacer nada pero
he hecho esto, ¿qué quieres? Soy así”. Y también tablas de precios y listas de
cosas por hacer que no se harán. Menús desvaídos de comida china. Tiendas de
fotocopias. El callejón, siempre el mismo, siempre otro, donde van a acabar mal
los secundarios de la peli.
-¿Qué peli?
-Esta peli.
No conozco muchos tipos con esa capacidad de evocación. O
quizá soy yo. Quizá me hace falta una revisión cerebral que, igual que Neil,
llevo dejando para mañana los últimos cuarenta años. Quizá nada de esto esté
cuando tú escuches el disco. Nada de esta luz alienígena y dopada. Nada de esta
fría gloria del suburbio del paraíso. Nada de esta nostalgia dropout deformada
a golpes. Nada de esta sombra quirúrgica y levemente malasana. Nada de este
drone que levita sobre un fin de semana permanente. Prueba, a ver.
Nunca he estado en Denver, donde Neil vive desde 2011. Ahora
me pregunto cómo hubiese sido este disco hecho en –pongamos- Tanger. Jódete
Kavafis.
Hay algo muy, muy extraño –quizá también muy saludable- en
una banda como The Men. Por un lado viven en una reinvención constante, e
incluso cuando pareció que su errática artesanía ruidista terminaba por
coagular en un clasicismo americano casi perfecto con Tomorrow’s Hits (2014), no tardaron en volver con un disco
visceral, inmediato, sucio y ciego, Devil Music (2016), que parecía establecer exactamente
lo contrario. Por otro lado esa reinvención que les es consustancial parece
consistir a menudo, y más que nunca en este “Drift” de adecuado nombre, en la ocupación
de cuerpos ajenos, modelos musicales ajenos, de un modo saltarín que oscila
entre el homenaje, la influencia y el chiste.
Curiosamente, es cuando rozan el
chiste que rozan también lo inefable. Son como una corriente eléctrica que se
empeñase en atravesar la historia siempre reciente de esta música que llamamos
Rock&Roll, y lo mismo se te aparecen en la puerta como una encarnación deshidratada
de The Stooges, que se ponen mistéricos y neofolk, auscultando impostadas
profundidades, o te levantan el difícil cadáver de The Creedence Clearwater Revival
y lo hacen bailar para ti con sutil y emocionante solemnidad, con preclaros
estribillos, con magia. Esto último era lo que hacían en el citado y glorioso Tomorrow’s Hits, que tanto escuchamos en
el coche hace ya un tiempo; y lo hacían adelantando por la derecha a toda su
generación de regurgitadores, con dos ventajas sobre ellos. La primera, que las
canciones eran soberbias, casi imbatibles en su perfecta redondez de rock
americano radiable a medio tiempo. La segunda, que ellos saben que todo es temporal, que no van a permanecer ese lugar
más que un rato, y eso los salva de la petrificada adoración sobre la que
muchos otros grupos construyen sus eficaces pero previsibles -y por tanto
aburridas- carreras.
“Hay una desafortunada justicia poética en Drift”, dice una reseña en Spin firmada
por Ian Cohen, “una banda llamada Los Hombres trabajando completamente dentro
del codificado canon del rock de tíos y sonando desorientados en 2018”. Reviso
esa afirmación mientras escucho el disco, y aparte de su tufo a pose (“quiero
parecer amigo de las chicas, que es lo que toca, a ver a quien puedo criticar
para que se note sutilmente”), lo cierto es que pienso que está equivocada.
Cierto es que la secuencia del disco es errática, que nada parece casar con la
supuesta fluidez que se le suele pedir a un disco como concepto unitario. Pero
cierto es también que a una banda como esta, bregada, rodada y con talento, se
le ha de suponer sobrada capacidad para obtener algo compacto y fluido si les
da la gana. A estas alturas de partido, si uno hace un cajón de sastre donde
cada canción es distinta y casi opuesta a la anterior no es porque no entienda
el valor de la secuencia, sino porque se lo está pasando voluntariamente por el
forro. Así pues, a mí el disco más que una
desorientación me parece todo lo contrario: un proceso público de reorientación,
fase uno. El momento en que los amigos que quedan se sientan en la mesa de la
cocina y se preguntan, “A ver, ¿qué tenemos? ¿Qué hemos aprendido a hacer?”.
Visto desde esa perspectiva, el disco es un hatillo de
hallazgos modestos y diversos que funcionan casi como muestras, una disfuncional
lista de la compra, una recapitulación televisada en la que sin aparente
esfuerzo se van evocando pasados y posibilidades de futuro. Y por ahí pasan los
citados Stooges cruzados con una versión desnutrida de Trans Am y un eco de
Gallon Drunk (“Maybe I’m Crazy”, “Secret Light”); disfrutables medios tiempos
de alt country oscuro a lo Bonnie Prince Billy con Nick Cave al fondo (”When I
Held You in my Arms”); la deliciosa “Rose on Top of the World”, de horizontes
amplios y dulce como navajas ocultas en melaza, y cuya conexión con Meat puppets
apuntaba acertadamente otro reseñista, en Pitchfork; “So High”, que circula en
vía paralela a los mejores Kill Devil Hills apareados con Vetiver, matraca
mudhoney más disfrutable que los putos Mudhoney (“Killed Someone”); miniaturas
de confesionario weird folk (“Sleep”, “Come to Me”) o malignos flotes oceánicos
(“Final Prayer”).
Cierro y vuelvo a pensar en los Meat Puppets, qué gran
banda. Salvas las distancias, hay algo en The Men, es cierto, que recuerda a la
absoluta libertad, la esquizofrenia y la vena alienadamente tradicionalista de
aquellos. Es muy de esperar, por tanto, conociendo el percal, que en el futuro
cercano los tipos nos salgan con algo distinto a todo esto que hoy exponen. En
todo caso, bastante me parece haber superado todas las mutaciones y existir
todavía. Eso es, supongo, una banda de verdad, un ente capaz de sobrevivir a su
propia esencia inestable y volatil, a los altos y a los bajos, a su propia
masculinidad en este caso –si así lo desea Mr. Cohen-, dejando siempre un
reguero de arte vivo. Mientras ese reguero, ese manantial, siga brotando, todo
lo demás es no sólo permisible, sino probablemente necesario.
Hay una canción de Nikki Sudden –una de las variantes de la
única canción que escribió Nikki Sudden, para ser más exactos, y que en esta
ocasión, además, es prestada(1)-
que se llama “Sailors of the Highway” (navegantes de la autopista). Debe estar en
el Texas o en el Dead Men Tell No Tales, o en alguna de esas joyas dispersas y
dejadas. Recuerdo que la letra era una difuminada secuencia de vaguedades
escapistas, pero el título refleja por sí mismo uno de los grados de calentura que
el rock&Roll ha logrado encarnar con precisión: la primigenia fiebre de la
huida, y, montado sobre ella, el delirio del no regreso, que es un grado más de
la enfermedad o de la gracia.
Si la observamos de cerca, sentados en su orilla, esa fiebre
es más bien un río, o una autopista(2), sí, que corta y alimenta a las
distintas obsesiones entrecruzadas y contagiosos clanes partidarios que el
Rock&Roll recoge, inventa y encarna: Las dinastías piratas; las líneas de
sangre heroinómanas; el rechazo del propio entorno y la búsqueda de una familia
elegida y alternativa; la obsesión por la verdad poética y su difusión a ras de
suelo; la busca del paraíso perdido en una tierra lejana pero a un tren de
distancia; la militancia minstrel; el hastío perdido y reencontrado en el
templo; la huida a la ciudad en busca del fulgor; el retiro al bosque en busca
del espíritu; el baile activista; el trance primigenio… todos esos temas y
cualquier otro que se nos ocurra dentro de esta tradición inevitablemente
romántica(3) están atravesados por esa “highway” mitológica, esa vena
cava metafórica cuyo navegante es el vagabundo vocacional. Su presencia,
siempre desastrada y principesca ha encontrado reflejos variables en incontables
tonadillas. Me vienen a la cabeza, muy a bote pronto, “Coyote” de Joni
Mitchell, las eternas carreteras perdidas del Dylan que recoge a Guthrie y
sigue refinándolo mucho después incluso de haberlo superado, “White Line Fever”
de Haggard, “White Line” de Neil Young, la tópica “Highway to Hell”, de AC DC,
“Bangkok” de Alex Chilton(4), “Have Love Will Travel”, de los Sonics.
Esas obras maestras de tres minutos, y otras diez mil, dan fe de esta
insistencia errabunda y sagrada. O esa insistencia en que en lo errabundo hay algo sagrado. Una insistencia, en todo caso, que convierte la escapada en
icono y herramienta, y que señala un camino cuyo doble sello es el de la
posibilidad y la necesidad.
En algún momento de mediados de los setenta -en medio del
éxito, las drogas, las giras mastodónticas- el tema se estilizará hasta
encontrar la forma, seca y estéril por sí misma, de la reflexión del millonario
sobre las miserias de “la vida en la carretera”. Se empobrece así, aunque siga
dando canciones, pero tal reducción no consigue erradicar -aunque sí dejar en
un (cómodo, fructífero) segundo plano- el riquísimo sustrato original.
Poniéndonos místicos, y algo de mística hay en “nuestra” música también, igual
que donde alguien sufre ahí está Dios, como dicen los curas, donde veas trenes con
destino incierto, estaciones pírricas, parejas que hacen autostop, chicos
perdidos, perros bajo la lluvia, cruentos intentos de borrar el origen y
sustituirlo por uno verdaderamente propio, hecho a mano, ese tipo de angustia
del que no encaja y está por tanto en tránsito sin dejar de buscar, bueno... ahí
estará sin duda presente este espíritu del que hablamos. Y habrá canciones,
claro. La comunidad del Rock&Roll puede considerarse perfectamente como una
comunidad migrante de vagabundos, físicos o no, metafísicos o no. Vocacionales,
decíamos antes. Inevitables, también. Y necesarios, por cierto.
Por suerte, la “modernidad”, esa cosa ya antigua, desarrolló
también –junto a la nefasta vertiente “los ricos también lloran”- una cultura
del viaje permanente que no era sino la versión 3.0, cromada, de lo que había
existido siempre y de lo que permanecerá. Conceptual y espiritualmente, aunque
entiendo que hace tiempo que se habrá convertido en un negocio embrutecido, la
idea de los “deadheads”(5), por ejemplo, no es menos hermosa (ni menos infantil)
que la de las herejías albigenses de principio siglo XIII(6). Dylan -siempre
Dylan-, empeñado en morir con las botas puestas a 150 bolos al año, tampoco
dista mucho de un modo de entender la existencia que aúna sacrificio y realización a través de la imagen de la carretera, al tiempo mística y funcional.
Hay otros mundos donde experimentar y otros modos de vivir
esa autopista de soledad y encuentros, claro, otras maneras de insistir en ser
entendido o no entendido, al estilo estajanovista, hasta que el bote está ya demasiado
mar adentro y no se puede uno volver atrás. La
diferencia, en un tiempo en el que todo se ha estilizado hasta la réplica y la
experiencia misma consiste casi siempre en el refinamiento de esa réplica (a
menudo virtual), es que en el negociado musical la tierra y el viaje físico son
aún posibles. Si la canción,
como he sostenido a menudo(7), es más antigua que la literatura que
consideramos “seria” y no es rama sino tronco de la tradición comunicativa que
es la más esencialmente humana; si la canción ha pervivido, eficaz, gracias a
su simplísima perfección tecnológica y su portabilidad, aquellos que la portan
se atienen también al uso arcaico del viaje y la presencia. Así, en lo musical,
el autopista, el río de fiebre, es al tiempo contenido -mensaje-, medio -modo
de transmisión- y médula, vida.
Yo mismo deseé en algún momento, pobre de mí, tener esa
vida, “girar”(8), vivir en la carretera. Lo hice en las (escasas) noches en que mi
banda funcionaba lo bastante bien y me daba por pensar que uno podría hacer
aquello cada día sin mayor problema, y quizá reventar, una jornada cualquiera,
en un pueblo de provincias, gloriosamente desconocido. Llegar de vuelta
a casa, como mucho, ya tarde para la extremaunción, que es como hay que volver,
porque todo el resto es fracaso y esclavitud. “Esclavitud” era un nombre de
mujer muy habitual en la Galicia rural en la que crecí, con toda la razón.
Conseguimos algunos simpáticos remedos del asunto; viajamos,
sí, y pocas veces he experimentado una sensación de libertad más punzante que
la de habitar una furgoneta cuando pasa uno las montañas que cierran la tierra
propia y se adentra en las planicies de otro mundo. Pocas veces una sensación
de definición e identidad mayor, al tiempo disuelta y resuelta, que la de ver
pasar el paisaje de gasolineras, silos y tierras de labor; que la de dejar
permanentemente atrás esas tierras, bien llamadas “de labor”. ¿En busca de qué?
Se preguntará el lector, escéptico: ¿No es cierto que lo que se encuentra en el
viaje no son sino las mismas esclavitudes que uno lleva dentro y que el hombre
implanta por doquier? No, no es cierto, querido lector. Le han engañado con el timo de Kavafis. Ya ese
sentimiento de liberación es algo tan dulcemente incomprensible y peligroso que
su mera presencia cambia para siempre la mente del ser de tierra adentro que
sale de su lugar predestinado. Ya en ese instante inicial e iniciático se ha
cambiado, y por tanto el mundo es a partir de entonces un mundo distinto, no
mejor o peor (eso lo decidirán uno y la vida), pero sin duda distinto.
Decía Emily Dickinson, refiriéndose a otra cosa y a lo mismo:
Exultation is the going
Of an inland soul to see
Past the houses, past the headlands
Into deep eternity
Bred as we among the mountains
Can the sailor understand
The divine intoxication
Of the first league out of land?
Ahora, a las puertas de una gira que me llevará por toda
España bajo la equívoca figura de “road manager”, echándole un cable a mi amigo portentoso músico Ben Salter, cuatro personas en una furgo por garitos pequeños, 22 fechas en 27
días en puritito modo “sailors of the highway”; ahora que el hecho se presenta una
vez más en su práctica y no en su teoría, en su realidad y no en su novela, he
fantaseado vagamente con hacer uno de esos diarios de gira que las
publicaciones del gremio intentan de vez en cuando, sin éxito. ¿Qué es lo que
falla en esos casos? Falla la sinceridad. Y falla cuando somos vagabundos
fracasados, pretendidos rebeldes con la mente podrida de pequeñoburguesía…
Hace un tiempo un colega que llevaba de gira a un dúo
medianamente conocido de artistas americanos de Rock&Roll me propuso una de
esos intentos de inmersión periodística. Al cabo de un tiempo con los colegas
me dijo que sí, que la historia –excesos por doquier, penalidades, decepciones,
gloria ocasional, suponemos, lo de siempre- tenía enjundia pero que no podría
ser. No podría ser contada. “Esto no lo pongas”. “Esto otro no quiero que los
sepa mi mujer”. Ese era el tema. “Habláis de la llegada del lunes”, decía alguien en un post de Facebook hace un tiempo, “como sí durante el fin de semana
os la estuviese chupando Scarlett Johannson en un yate”. Esto es una inversión macabra de esa chanza: tomáis vuestras miserables y tópicas transgresiones como
material imposible para vuestra vida real y genuflexa, y las escondéis en ese
no-tiempo de una gira. Y sois sepulcros encalados. Si yo hubiese sido mi amigo,
lo hubiese contado todo, a fuego. Al cabo, y poniéndonos en el problema, por
demás misérrimo, ¿cuáles son las posibilidades de que tu mujer americana de
clase media aprenda a leer castellano en los próximos cuatro siglos y encargue
por correo un número de una revista española que no sabe ni que existe? Cero.
Hay también probablemente, sobre el mero prejuicio de una
vida espiritual pobre, un pudor hacia la falta de magia de la realidad de una
gira -por comparación con el supuesto mito- que comparten narrador y narrado y que sólo se liberaría con un
contrapudor igualmente radical, descarnado, con una exposición del hueso pelado
en toda su magnificencia, esa que sólo unos pocos entendemos. ¿Eres un mierda?
cuéntalo. A ver si nos creemos que Hank Williams era Julio César. Ese cultivo
del mito a medias, esa traición, es especialmente triste, pero en ella se vive, casi
siempre. El mito como encubrimiento de fin de semana, no muy distinto al uso
del putero que dice que va a visitar a su tía enferma para poder ejercer un
rijo patético que por lo demás todos conocen o intuyen. Incluida su mujer, que
es probablemente la que sí habla con la tía enferma cada día. Esa es la otra
faz de la intoxicación de la que me ayudaba a hablar la señorita Dickinson, el
reverso grasiento y amortajado del ideal. La liberación convertida en
subterfugio. La tumba cercana.
El tema, en todo caso, es clásico incluso en sus pequeñeces
y miserias. Es evidente para el que
observe un poco (y ha sido contado con gran detalle y mucha mayor profundidad
que aquí, es obvio) que los mitos suelen tener una peregrinación detrás, un
viaje de origen, incluso los mitos bien afianzados en una popularidad genérica
(El Che, Mahoma, Madonna, Jesucristo…). En ese sentido, no encuentro viaje que
ejemplifique mejor el nudo social que nos ocupa que la parábola del Hijo
Pródigo, vigente hoy como siempre: El hijo pródigo es la metáfora de la vida
burguesa en sus dos fases. La segunda, la de la madurez, empieza con el fin de
ese viaje del que hablamos, la vuelta a casa y el enfrentamiento inevitable que
ello conlleva. Es en ese encuentro a muerte donde se forja el hombre social, se
demuestra el calado y la autoridad posibles y empieza la fantasía de la “vida
pública” que para la burguesía es sinónimo de “verdadera”. En la huida quizá
todo era caro, pero se gastaba sin especial tino, porque eso es parte de la
experiencia, gastar, ser generoso, no tener. Al regreso, en cambio, lo que
sucede es que todo tiene un precio, un precio que pesa sobre uno y que uno
paga, piedra a piedra, aunque no sea en monedas. La asunción de la madurez, por
lo general, es la asunción de una culpa, la explicitación de una deuda de una
deuda y su satisfacción.
Frente a tal escenario, Cristo, innovando, sostiene que no
hay deuda, o que tal deuda se salda con la magnanimidad paterna. Así, es
interesante apuntar, desviándonos, pero sólo ligeramente, que esta parábola es
un ejemplo peculiar de visión patriarcal revolucionaria. El hijo pródigo que
regresa al seno familiar (no ya el de la parábola, sino cualquiera, tú mismo,
que me lees) retorna por lo general a un entorno de estatismo matrilineal que, paciente, eterno, mítico en sí mismo (pero es otro mito), espera a que vuelva para poder golpearle con un “te lo dije” y aplicarle todas las detalladas tasas
que preceden no al perdón (que no existe en tal mitología) sino a la
reintegración al quieto magma del detalle, que paradójicamente borra memoria,
señal y número. En el detalle todos somos iguales (pero de esto hablaré otro
día). Es el “hombre nuevo”, no la mujer nueva, el padre, el que sacrifica un
cordero y hace que el retorno y la reintegración tomen el aspecto de una fiesta
instantánea y no de un largo purgatorio. El rechazo del “viejo hombre”,
sometido a la mujer, es la liberación a través un hombre nuevo que, en su
justicia, ya carecería de género, en realidad. Y sin embargo, para ese gesto
magnánimo “hacía falta un hombre”(9).
La rama escapista del Rock&Roll (y sus antecesores), por
su parte, presiente y anticipa una tercera dirección, una necesidad contraria a la establecida: la de
que esa vida pública no llegue a existir; la de que la vida, sin deudas
inventadas, perdonadas o no, sea para siempre privada, aun a costa de exhibirla
desnuda cada noche sobre las tablas de un escenario.
El autopista del que hablamos es, pues, en su centro, una
negación dela familia establecida como único paso primero de liberación. Es un
delirio de no regreso. Es una puesta en adopción. Lógico que, en consecuencia,
la búsqueda de la familia alternativa haya sido uno de los problemas centrales
de la contracultura a través de la historia y que el problema dentro del
problema haya sido el de cómo no replicar a la familia clásica dentro de la familia
nueva. El sujeto contracultural es, de algún modo, el niño violado que no desea
crecer para convertirse también en violador, lo que implica, necesariamente,
una desprogramación y un abandono de los criterios de autoridad insertados
desde el nacimiento. ¿Jodido, eh?
Y sin embargo, el viaje es también siempre un viaje a la
raíz, es decir, se intenta encontrar esa articulación futura mirando más atrás,
mucho más atrás, hacia una raíz anterior a la familia. Y es un viaje –de
modo superficial y profundo, ambos- al encuentro de todo aquello que echamos
instintivamente en falta y que a menudo ni siquiera sabemos nombrar. Hacia lo que nos ha sido amputado: ignoramos de qué se trata, pero
notamos el vacío, el hueco (casi toda la rebeldía es una cultura del hueco).
Es por ello fácil saber qué echa una
sociedad en falta. A nivel superficial, al menos, basta con observar el mito típico que encarnan
los lugares o las figuras hacia las que huyen los pretendidos “outcasts” de tal sociedad (los
que no huyen lo echan de menos también, por lo general, pero se contentan con
la anestesia social en sus diversas fórmulas). Esa escapada primera, sin
excesiva reflexión, es sin embargo equívoca. El americano que busca la cultura sólida y
milenaria en Europa, el europeo que busca el mito pionero de la nueva Jerusalén
en Norteamérica, o la pureza primitiva que él mismo ha inventado en los
territorios que el mismo ha expoliado del tercer mundo; el rockero de prestado
que intenta desatar la entraña por un proceso de invocación acumulativa
(coleccionismo) o fotográfica indican algunas de sus carencias pero son caras similares de una decepción. Lo que se
busca, al final, es algo más profundo que a falta de otro nombre llamaremos “libertad”, y
para buscarlo es necesario ser “otro hombre”. Uno que asuma que la busca es
interminable y sin más fruto probable que las cicatrices: una autopista eterna
que cesa con la muerte y es sin embargo y paradójicamente, una de las pocas vías de liberación.
Por supuesto, como con todo, el sistema burgués capitalista
ha sido hábil, dentro de su habitual falta de elegancia, creando sucedáneos del viaje de liberación iniciática. El año sabático de los estudiantes
anglosajones del primer mundo puede considerarse, por ejemplo, una réplica envenenada
para mentes más o menos abducidas. Es también uno de los pocos rasgos de
inteligencia policial burguesa que va más allá de la castración, metafórica o
no. Bajo la apariencia de un verdadero viaje físico y “espiritual” de
descubrimiento de uno mismo se empaqueta una cosa amorfa, asequible, sin
peligro para nadie, limitada en el tiempo y poco onerosa. A cambio de una
vuelta en fecha se perdonan las represalias, y todos contentos. Un “erasmus”
feliz del tiempo de permiso concedido es, quizá, lo menos Rock&Roll que
puedo imaginar ahora mismo, por detrás incluso de un contable, al que al menos
se le supone la condición animal o un grado alto de angustia existencial, una
de dos.
No hay viaje, en definitiva, sin peligro. Y hay que recordar,
volviendo a lo musical, que entre las lacras/suertes que se han impuesto a los
trovadores desde la noche de los tiempos, el viaje permanente es una de ellas,
junto con la pobreza o la ceguera. Más pobre que una rata, ciego perdido y de
puerta en puerta, seguido acaso por un perro sarnoso de ojos apaleados: ese es
el cristo trovador llevado a la cara A de su más pura cumbre iconográfica. Lo
cual no quiere decir que haya que tender a ello, pero sirve al tiempo de
emblema, advertencia y detalle de los pasos y los traspiés posibles. En el otro
lado de la carta, un vagabundo saltarín, hatillo al hombro, gasta su tiempo,
realmente libre, y en su cara hay un rictus, una mueca que el hombre común jamás
sabrá interpretar. Tampoco esa imagen debe ser tomada literalmente, aunque, como
la otra, puede perfectamente llegar a suceder con todo detalle en la vida real.
En ambas coagulaciones, que son una, hay en todo caso una incapacidad para la
posesión o la memoria propia, ambigua suerte destinada a quienes se encargan de acarrear la
memoria misma de los hombres.
Las historias que escucharemos en sus pasos, sean ellos trovadores, escritores o cualquier otro tipo de artista no vendido (se me veía ahora a la cabeza la magistral "Opus Nigrum", de Yourcenar, puro viaje), serán
luminosas en ocasiones, pero no serán sólo las de quien viaja, sino también las
de quienes debieron huir y no fueron capaces, las de quienes que lo intentaron
y fueron dramáticamente interceptados, las de quienes lo hicieron y fracasaron
tras un tiempo de exclusión, las de aquellos que triunfaron pero se
pervirtieron en el proceso. El arte libre, enraizado y fundido con el ser humano
ha de ensalzar el viaje y tomarlo en lo que vale, al fin y al cabo, sea cual
sea la suerte de este. Así, en las
canciones y los libros, e incluso en la anécdota que pasa de boca en boca no
pueden dejar de estar los maltrechos, no como peleles risibles, sino como
sombras del héroe ellos mismos. Y, como no, una de esas sombras es también la
de quienes regresan, por un día, bajo ropajes equívocos y atávicos: los siempre
sospechosos “strangers”, los “men in long black coats”, los acaso perversos “travelin’
salesman”, los que han elegido no regresar nunca pero pasar muchas veces; trasuntos
oscuros, al fin, del mismo trovador itinerante que está cantándolos, y al que
la colectividad aprecia fascinada durante la narración, pero frente al que
nunca dejará de ser suspicaz.
La
desconfianza sobre el que nunca volvió a casa y permanece en la carretera es
–no es difícil verlo en la cultura popular- punzante y permanente. Nuestro país,
sin ir nada lejos, ha sido, al menos en su cultura central, fieramente localista,
agresivamente antihospitalario con cualquier tipo de extranjería mental, ya sea
la más nimia. Quizá otras culturas, las de las zonas de costa, tráfico y contacto sean
algo más suaves, sin dejar de entrañar su peligro, o puedan desarrollar una
cultura de la hospitalidad sagrada, pero aquí, amigo, el pilón siempre está
cerca(10).
Y dicho todo esto, dejo para la próxima noche de nevada el
resto de reflexiones, desarrollos y preguntas que me asaltan (una respuesta siempre implica
al menos tres preguntas nuevas, tirando por lo bajo). Y regreso al principio:
Nikki Sudden, plomizo pero siempre cautivador, rasguea esa guitarra de la que
parecen caer piezas de a ocho, tintineando sobre el suelo de la taberna
mientras fuera llueve. Él, que convirtió la dejadez en arte y que poseía
el don impagable de una voz flemática e inconfundible. Recuerdo otra ocasión en su presencia,
a la orilla del Atlántico: cinco minutos antes del show se había apostado con
Santi H. que podía tocarse “Dead Flowers”, aunque no la recordaba bien. Y lo hizo. Tenía 46 años entonces, y
sólo le quedaban cuatro sobre la tierra. Quién lo iba a saber. Estaba de paso,
como siempre, y tengo una foto suya comiendo helado de turrón, irónicamente
feliz en un pueblo que ni era el suyo ni conocía siquiera. “Me han dicho que la
cocaína es muy buena aquí en O Groove”. Y así era. Y así fue.
Hoy sin embargo escucho también otro disco, mientras
finalizo este texto algo deslavazado y anarcoide. Obra maestra sin paliativos
(hicieron canciones mejores pero no un disco mejor), Tonight at the Arizona (2005) retrataba a los Felice Brothers, otros
vagabundos vocacionales de libro, en su juvenil y emocional cumbre creativa. Eran, con los deadly Snakes de Porcella (2005), la retrovanguardia de un Rock&Roll que superaba
la senda de The Band sin dejar de rendirles tributo, internándose pobremente
abrigado en territorio “hobo”.
La música en sí misma transporta, ese es otro
viaje, similar, que todos los interesados conocemos (“I spent a week there the
other night”, que decía Moe Tucker). Nada transporta igual, pienso mientras escucho la doliente y bellísima "Christmas Song". Quizá por eso
detesto escuchar discos con cascos, como ahora, mientras a unos metros mi madre ve noticias 24
horas durante 24 horas, como una oca francesa voluntaria. El viaje y la atadura combinados me
chirrían. Yo necesito espacio hasta para esto: casa abierta, sonido para el
vecino y los animales del campo. Viaje para todos, quieran o no.
Escucho a los Felice brothers, de todas maneras, y pienso en Lee Marvin
dejando el pueblo minero que se derrumba y se reconstruye. Y pienso en el
emperador del Polo Norte y en los jóvenes talegueros nimbados de misterio, dios
los guarde. Me gustaría tomar este disco precioso y traducir todas sus letras
para quien me esté leyendo, para encontrar dónde está el viaje, dónde el vagabundo, dónde el Cristo, dónde el hijo que regresa, dónde el sentido, dónde su falta. Y cantarle cada canción, incluso, si supiese.
Pero nadie me paga, y la gasolina cuesta dinero.
Todo sailor of the highway lo sabe, hasta los que estamos en
casa, escribiendo, atados a nuestro propio afán de comunicación y de libertad.
NOTAS
1 - ·”Sailors of the Highway” es una composición de
Marc Bolan publicada grabada por primera vez con T-Rex el 3 de agosto de 1971.
Digo aquí que es de Nikki porque en mi recuerdo, sentimentalmente, por decirlo
así, le pertenece a él. La de Sudden fue la primera versión que escuché y
permanece como mi favorita, pese a que es apenas un esqueleto acústico y melódicamente y
a nivel de arreglos la original es sin duda superior.
2 - “Benéfica autopista perdida”, había escrito. La adjetivación
excesiva es romántica también, pero a menudo prescindible, y desprenderse poco a poco de ella es el trabajo de una vida
3 - El núcleo de toda contracultura desde hace mucho (¿cuanto?) es en mi opinión esencialmente romántico, incluso cuando toma la forma de vanguardia nihilista aniquiladora (véase, por ejemplo, el Black Metal). Pero esa es una larga discusión que queda pendiente.
4 - Mi conocimiento de la carrera de Alex Chilton en solitario es muy superficial y sólo hace poco conocí este tema, cumbre del yonquismo rockero. Les recomiendo la lectura de este excelente ARTÍCULO de mi amigo Carlos Rego sobre el cantante de Big Star y los Box Tops.
5 - "Deadhead", fanático de los Grateful Dead constituido en errante tribu jipi. Búsque un poco, querido lector, que hay que moverse.
6 - La herejía albigense. Igual que en la anterior pero en plan carnicería. No quedó ni uno, pobres. ¿O sí?
7- Ver "Santos y Francotiradores" o "El puño y la Letra", mis dos ensayos sobre música y literatura publicados por 66RPM
8 - Se me ocurre ahora, mientras escribo, que girar evoca también la imagen de uno girando sobre uno mismo, como una peonza loca y feliz. Nunca lo había pensado en este contexto.
9 - El tema es evidentemente demasiado serio y ambiguo como para finiquitarlo en un párrafo, pero prometo volver sobre él en próximas ediciones de este sinsentido digital.
10 - En su música los irlandeses han sido capaces en bastantes ocasiones de, sin restar dramatismo, dar la bienvenida al
fracasado igual que al héroe, al estilo crístico. Aprendan.
El hombre es esta noche, esta vacía nada, que en su
simplicidad lo encierra todo, una riqueza de representaciones sin cuento (…) Lo
que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo,
cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza
ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo
percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible:
a uno le cuelga delante la noche del mundo.
HEGEL
Son las ocho en Madrid.
Salgo de la estación de Tribunal. Por mi cabeza, desfila una línea de bajo a
contratiempo que se despliega sobre un sonido espeso de guitarras ambientales.
En la acera, el intenso tráfico ha sido sustituido por una manada de ciervos
hambrientos que han emergido de los laberínticos túneles, abriendo un agujero
en la realidad como si de un poema de Leopoldo María Panero se tratase. Tienen
la piel cubierta de conchas. El gesto, altivo y serio. De pronto, el cielo se
emborrona de nubes y un olor a plomo y azufre asciende de las alcantarillas.
El Señor de los Nâzgul aparece tras una esquina. Es bastante
alto. Pelo corto, barba y playeras. No es un atuendo que distinga precisamente
a los siervos de Sauron. Fuma un cigarrillo tras otro y afirma tener resaca. Lo
delatan sus ojos verdes y su voz ronca de cansancio. Camina decidido y nos
internamos por el barrio de Malasaña, donde vivió en una época lejana, cuando
era pasto de locos y ojerosos periodistas que corrían libres. Desataban
trifulcas en el Café Neón.
Me pregunta por el trabajo. Yo, sobre su vida de ermitaño en
los páramos de Angmar, al norte del norte, donde el Señor Oscuro amansa a las
fieras. Trae malas noticias de la Comarca, los hobbits han tomado
definitivamente el poder y lo han convertido de fascismo invertido y buenas
intenciones. “Quedamos pocos”, afirma tajante. Atravesamos la calle de la Palma
de arriba a abajo y nos detenemos en los escaparates de las tiendas de discos,
entre libros de Tom Waits y ángeles caídos.
Como una fusión entre Tolkien y Lou Reed. “Sí, la verdad,
esas dos cosas flotaban en mi cabeza cuando pensé en el título del álbum. Era
una idea que me perseguía desde hacía tiempo”. Seguimos caminando y
contemplamos a lo lejos una nueva manada de ciervos blancos despellejados. “Yo
no los he desatado, yo no soy nadie”. Contra todo pronóstico, exhala una
confesión que me deja helado: “Vamos a ver, chaval, Sauron no existe, yo no soy
su siervo, deja de verme así solo por el título del álbum que acabo de sacar”.
Vale, Luis. Lo reconozco. Sé que dormitas en la calavera de
un gato y que de algún modo todos tenemos la aspiración de huir a alguna
mansión hecha de huesos con nuestra Madre Digital particular. Pero esto es
demasiado.
Demasiado para tan poco tiempo: “El disco fue grabado en
apenas cuatro días”. Esto viene a colación de que su predecesor, el fantástico Death
of a Flower (Discos Belamarth, Gog Artifacts, 2016), parece un disco más
directo y espontáneo, mientras que este reúne a la perfección las
características de lo que se podría considerar un álbum reflexivo, espacial y
para ser cocinado -o deglutido- a fuego lento.
La apertura, una deslumbrante y luminosa pieza de synth y
efectos a lo John Cale construida con tan solo dos acordes, habla de llevar “el
sol en una silla de ruedas”. En un ingenioso choque de contrastes entre luz y
oscuridad, el creador del universo, amoral en su raíz, lleva vida y muerte al
mundo sin preguntarse nada. La voz, reposada y tranquila arrastra lánguidos
cantos del Oeste. El Nâzgul despierta y amanece lenta y progresivamente con
esta iluminación.
Tras este ascenso a las alturas, toca bajar a la Tierra, al
terreno llano, al subsuelo. “Hole of a Soul” es precisamente eso. Un manifiesto
nihilista en el que se incide en esa “falta de necesidad”. Una descripción
exhaustiva de la mansión en la que habita Broke Lord, en la que la paz y la
ausencia de deseo, “fuera de todo daño o amor”, contempla el pasar de los días.
Simple y directa, apuntala hasta el más mínimo sentido de vanidad. Al margen de
todas las pasiones y los anhelos, la figura de un animal que se yergue sobre la
noche ilustrado el vasto camino de la nada. “Ilumination” es una nueva
invitación a dejarse llevar, anular el pensamiento y abandonar toda tentativa
de acción posible. La producción y la interpretación adoptan un sonido cercano
a The Fall, con un Mark E. Smith difunto, sonriendo tras las pistas.
“Digital Mother” se trenza como un diálogo sostenido entre
guitarra y bajo con una ecualización muy psych-rock. La voz cavernosa de Broke
Lord recita unas líneas que hablan de nuevo de esa muerte más allá de la vida,
de esa confluencia de los astros que invita a soñar y a dejarse guiar por un
valle deshabitado en el que ya no hay nada que anhelar: “As I´ve never been
here I can sing with no words”. También, parece ser un canto de amor hacia lo
natural en detrimento de las exigencias de mercado, siempre interesadas. Un
retiro al bosque, donde solo el amor es posible.
Y aquí es cuando llegamos a la mejor canción de todo el
disco, un tema que según su autor “llevaba años compuesta pero nunca había sido
grabada”, y que rescató para formar parte de este Nâzgul Says sombrío y tallado
en alabastro. Alguien solo llega hasta aquí en base a su sólida experiencia y
dilatada carrera. “Eve of All Churches Burning” es una liturgia del cabreo, la
violencia o el canibalismo: bebés usados como ceniceros, amigos con resaca al
otro lado del teléfono, una vuelta a casa por Navidad, la sangre lenta que
mancha un río brumoso. La invocación de los ciervos para acabar con lo humano.
La irrupción de lo monstruoso a lo Lynch. Un post-punk psicodélico de una
España negra, yerma y olvidada. Satanismo rural templado con un fondo etéreo de
guitarras en la Noche de los Muertos Vivientes. La entonación de Macky Chuca, punk
rock heroine, digna de antología. Más allá de las primeras impresiones, o de
las inevitables referencias al dark folk, Broke Lord parece hallar un nuevo
género: rock ritual; pues todo apunta a que “Eve of all Churches Burning” es un
artefacto paramusical que traslada al oyente a una realidad reservada y anclada
en la experiencia de lo fúnebre, lo telúrico o, de nuevo, al más oscuro pozo
del nihilismo.
Con “New Town” se inicia la segunda parte del disco. Después
de tanta oscuridad, merece la pena detenerse en una cotidiana reflexión sobre
los tiempos pasados y presentes o los Neutral Milk Hotel. Todo vale. Diríamos
que esta es la canción verdaderamente política de Broke Lord, en la que admite
que “los ciegos dirigen a los ciegos”. De igual modo, parece hablar de alguien,
alguien desconocido pero a quién quiere o admira muchísimo. “New Town” es una
conversación mantenida a dos bandas: con los músicos y con el oyente. Un tema
laberíntico cuya producción vuelve a remitirnos al Lou Reed del New York. Una
delicia para escuchar en esos días vacíos en los que nada ocurre. La siguiente,
“Read it on my palm”, resulta ser una jugada clásica y conocida de la factoría
Broke Lord. Más próxima a Death of a
flower, tiene un sabor a rock áspero cantinero con una fantástica guitarra de Asier
Maiah a lo Marc Ribot. Tiene sabor a whiskey y suena campestre, pero elegante.
“Así que vives en Madrid pero te mueves igual que Iggy Pop”.
Con esta peculiar sentencia amanece “Everybody is Weak”, un tema con el que su
autor vuelve a erigirse como sabio y portavoz de una generación de melómanos
irredentos. “Oh, pobre chico /bienvenido a la época dorada de la estupidez (…)
en la que la gente ya no sabe cómo permanecer consigo misma /porque todo el
mundo es débil”. Sin duda, un puñetazo en la mesa. Con “Pay in rain” Broke Lord
vuelve a la elegancia, en un registro vocal y actitud frente al micrófono
similar a la de uno de sus más canónicos maestros: el sepulcral Michael Gira.
Aquí recibimos ecos de sus valorados Angels of Light o del propio Bob Dylan en
discos como Oh Mercy (1989) o Time out of mind (1997).
Y llegamos al final con “I wanna go to the beach”, un
perfecto cierre a este viaje al fin de la noche que comenzó con luz y, contra
todo pronóstico, acaba con luz. En el fondo, después de tanto tiempo enterrado
en el subsuelo, Broke Lord despega por todo lo alto en este tema en el que
expresa una serie de peticiones personales a la par que dirige un mensaje a
todas esas personas por las que se sintió en deuda o más bien al revés, le
debieron algo. “I wanna go to the beach” es el deseo final de un viaje sin
deseos, la última aspiración, hasta cierto punto cómica, de una oración
dirigida a la nada que es este Nâzgul Says. Quién sabe si con ironía o
intención real. Tan solo él lo sabrá, camuflado en su capucha gris, serio,
delante del Club Misterio.
(Reseña a cargo de Enrique Zamorano para Rock I+D)
(Texto publicado originalmente el 31 de marzo de 2017 en la
sección "El
Fotografo de Instantes" que coordina Luis Moner para la web
"Música en la mochila")
No soy tendente a la nostalgia. O, mejor, tiendo a no usarla
como motor principal, porque uno acaba en casa en pantuflas, llorando sobre un
mal disco de Tom Petty, emocionado con la imagen de su propia juventud
malgastada. Y comprando muchas cosas inútiles para combatir o justificar tal
emoción de senectud precoz. Sin embargo hay un tipo de nostalgia inevitable y
acaso benéfica, que dota de la necesaria pátina dorada a épocas que fueron en
realidad conflictivas pero que ya ni tienen arreglo ni lo precisan. Una
nostalgia que es como una mano que se posa y perdona. Fugaz, momentánea,
profunda. Esa me vale.
Hilado inseparablemente a
ella, Franco Battiato es para mí -entre otras cosas más razonadas- un
viaje de vuelta a casa, desde el Algarve, quizá -podría ser desde Madrid– en
algún momento fijado en el ámbar lejano y difuso de los años ochenta. Por
entonces los trayectos eran largos y tediosos, y la familia era lo único que
uno conocía, en realidad. Y la única música en la que podíamos coincidir mis
padres, mis hermanas menores y yo estaba en aquellos discos del genio de
Catania. Los tangos que cantaba mi padre y que ahora paladeo, agridulces, en el
recuerdo, me parecían entonces ridículos. Los recopilatorios de La Década
Prodigiosa de mis hermanas, intolerables. Mi tendencia incipiente hacia el
ruido, por su parte, no hubiese tenido buena acogida y yo lo sabía. Quedaba
Franco. El lapso de sus discos era un lapso de placer y de atención. Las
canciones reinaban, y aquel extraño colectivo que éramos las dejaba flotar
dentro, aprendiendo -o reaprendiendo, en el caso de mis viejos- lo que es la
emoción. En este caso la emoción de Battiato, extrañamente delicada e
intelectual, levitante pero corpórea.
No recuerdo cual fue el
primer disco suyo que escuché, exactamente: probablemente
"Nómadas" o "Ecos de danzas sufi", apaños en
castellano que recopilaban sus éxitos más redondos y tarareables. Las
versiones, bien traducidas por cierto, eran muy espectaculares; sin embargo
carecían aquellos discos de la dinámica entre ataque y contemplación que
–descubriría pronto- sí tenían los originales.
"La voce del Padrone"–algo ahora difícilmente
comprensible, pero cierto- vendió en su momento más de un millón de discos en
Italia. Hay un excelente directo en youtube, de un año después (82), en el que
se puede comprobar que era ya un artista masivo aunque perfectamente ubicado en
sus propias coordenadas, tan humanistas como marcianas. La música tenía en el
disco esa levedad primorosamente esculpida que aludía al tiempo a la modernidad
y a algo eterno y casi espacial; y tenía aquel instinto pop finísimo,
sorprendente en alguien que venía de la música experimental. Las sobresalientes
letras eran crípticas aún para el niño que era yo, con un cierto arcaísmo
revolucionario típico de Battiato y que llevaba a pensar aunque fuese
perfectamente capaz del slogan, de la frase definitiva y sintética. En eso
siempre ha sido un genio, bien dentro de una misma canción, oscilando grácilmente
entre pensamiento y estribillo, bien en el recorrido de un disco completo. En
"La voce...", sin ir más lejos, se alternan muy sabiamente los
momentos de zen nueva ola (“A Wonderful summer…”, la emocionante “Gli
uccelli”) con el pop de combate (“Bandera bianca”, “Centro di gravitá
permanente”), las demoradas órbitas sensuales (“Sentimiento nuevo”) y las
deliciosas majaradas posmodernas (“Cucurrucucu”).
A Battiato puede
enfocarlo uno, ahora que el pasado es pasado, casi como quiera. Rercientemente,
por ejemplo, mi buen amigo David Bizarro publicó
en Karate Press un genial análisis de su lado esotérico. Yo
tuve, por otro lado, el placer de comprobar su condición de animal de directo
dos veces. Una acompañado de orquesta, sentado en una alfombra casi voladora y
entregado al arabesco opiáceo y mediterráneo (bien guiado por su eterno
colaborador Giusto Pio). La otra, memorable, en el palacio de Congresos
de Madrid, con dos bandas de rock y haciendo entrar en éxtasis
al personal a base de clásicos y experimentación versátil. Dos caras casi
opuestas. Battiato es también, en nuestra extraña
memoria pop española, acaso el único artista que sobrevivió integro a
una parodia de Martes y Trece. Meterse con su nariz, al cabo, es como
meterse con la de Cleopatra. El tipo vuela unos cuantos miles de
kilómetros por encima del asunto, caricatura él mismo, icono de un pop inteligente
y crítico como podría serlo el mejor Woody Allen, al tiempo a caballo
y a despecho de sus taras.
En todo caso, “La Voce
del padrone” es una perfecta puerta de entrada a su universo (aún conservo
la cinta de la edición en castellano, aunque me he aficionado a escuchar el
original y fingir que sé parlotear en su italiano ondulante como el agua). Se
me antoja una síntesis perfecta de la calma integradora
que Franco concedía a aquella familia mía en acelerado proceso hacia
la disfuncionalidad. Vuelvo a él y al resto de sus discos cada cierto tiempo,
igual que intento leerme “La Isla del Tesoro” una vez al año. Hay –es
una categoría peculiar- artistas inagotables que desde un aparente kitsch de su
época han ido haciéndose en lugar de viejos, modernos. Han ido ganando sentido
en lugar de perderlo, hasta ser clásicos atemporales en crecimiento
perpetuo.
Y pese a todo, cuando lo escucho sigo siendo consciente de
que, junto al impecable y detallista conjunto de hits de pop meditativo y al
tiempo guerrillero, está ahí también mi vida vieja, esa que se encuentra al
fondo del armario, reconocible a duras penas pero iluminada al fulgor de las
canciones. El tono fantasmal de los viajes, las voces, los lugares y las luces
de algo irrecuperable. O recuperable sólo a través de la voz de un siciliano
extravagante. Ese es uno de los poderes de la música, es de suponer. Y contra
ese tipo de vida no se lucha.
Cosas curiosas del “Outta Here” de The Gories en esta casa
solitaria: es el primer disco del grupo que me oigo de cabo a rabo y que tengo
en formato físico, y, extrañamente, he necesitado varias escuchas para percibir
lo realmente bueno que es. Pese a que es carnaza de la que me suele gustar, las
primeras pasadas me dejaron un regusto a deja vu e intrascendencia. Sólo en la
tercera y la cuarta me dejé llevar, y, sin ponerlos aún a la altura de,
digamos, Oblivians o Cramps, he de reconocer que son fantásticos. Es muy
probable que esto se deba a haberlos escuchado ahora por primera vez con calma.
Cuando no se hace algo en su momento los artefactos van atesorando nuevas
posibilidades: a veces se descargan, otras veces se envenenan, a menudo uno
interpone ya tantos fantasmas entre sí mismo y el hecho que el proceso de
apartarlos lleva un rato. Lo que exactamente en su vértice significa algo puede
significar cosas distintas fuera de época y contexto.
Por supuesto conocía a The Gories y había escuchado
bastantes temas suyos sueltos, e incluso tengo dos o tres discos de proyectos
posteriores de Mick Collins que no me disgustan. Todo el que ha transitado por
los inframundos del Rock&Roll en los noventa los conoce y los respeta y se
sabe la idea: al tiempo continuadores y reactivadores de una tradición espartana,
cacharrera y arcaica, un ala reintegracionista del Rock&Roll que mira hacia
el origen con saludable saña punk. Pero eso es la teoría y nada más.
Cuando salió este disco, en el 92, hace un cuartito de siglo,
yo tenía 17 años y muy poco dinero, y en esas circunstancias uno se pensaba
mucho lo que compraba y lo que no. De hecho recuerdo estar en una tienda en
Madrid con un disco de The Gories en una mano y uno de los New Christs en la
otra, sopesándolos como quien elige entre dos epifanías. Compré el de New
Christs, finalmente. Era “Born Out of Time”, acojonante recopilatorio que
incluía lo mejor de su obra maestra, “Distemper”, y que alteró mi vida musical
para bien, llevándome a una Australia ruidosa y sentimental que casi tres
décadas después aún no he abandonado. La vida del amante de la música
adolescente era así: a veces tenías que elegir entre dos obras maestras, y cada
una te llevaría por un camino completamente diferente. Lo digo sin nostalgia
alguna.
Claro que no hay que ponerse dramático, luego estaban el
intercambio de cintas, las tardes con colegas en los bares de rock (los bares
de rock por entonces, aunque no dudo que habría snobs, igual que siempre, eran
algo bastante llano y comunal), los compañeros de piso, que en mi caso tenían
extraordinarias colecciones de discos que me abrieron mucho el oído y otros
momentos compartidos y esenciales. De hecho en aquella casa en la que pienso
ahora (esto fue más bien hacia el 97), yo ponía el hardcore, las barrabasadas
ruidistas (Foetus, Unsane), el Rock&Roll brutote, algo de experimentación y
ciertas novedades de la época (Mogwai, Arab Strap), y mis compañeros, más
clásicos y perfeccionistas, aportaban otras caras del espectro: de Big Star y
los Flaming Groovies a la insolente crema inglesa de The Smiths, The The, Echo
& The Bunnymen, Prefab Sprout o Stone Roses. También se añadió un cuarto inquilino,
algo después, que tenía todos los discos en solitario de Joe Tempest, pero eso
es otra historia. Años de iniciación, que bonitos, casi emocionantes, quedan
vistos desde aquí, ¿verdad?
En aquella época fructífera y educativa, sobre todo gracias
a la revista Ruta 66, en la que acabaría escribiendo, llegué a conocer a muchas
bandas ruidosas y primitivas que estaban más o menos en el lado Gories, aunque no tan puros en su
fórmula regresiva: The Oblivians (mi grupo favorito de ese rollo, sin duda), Pussy
galore, The New Bomb Turks (demoledores y más punk, pero cercanos aunque fuera
por el descacharrado sello del sello Crypt), The Humpers (más pedestres, pero
queribles), Lazy Cowgirls (escuchen su
asalto al You’re Gonna Miss Me del
disco “Radio Cowgirl” y sabrán por qué eran grandes) y otro millón. Por otro lado,
si se bajaba a la catacumba del citado mundo australiano que yo transitaba
tanto, no era difícil encontrar formulaciones que, pese a lo inevitablemente
grandilocuente del “high energy”, tenían la misma sintética furia y el mismo
desprecio por el acabado (Powder Monkeys, Seminal Rats). Al fin y al cabo se
trataba de lo crudo, la carne humana chisporroteando en la parrilla. En cada
ciudad y cada entorno las maneras variaban, los giros eran propios o heredados
de distinta tienda de saldos, pero todo aquel mar de cubetas vacías, angustia
adolescente sostenida en el tiempo y aullido animal invocado con guitarras
desembocaba más o menos en una visión común.
De hecho hay bandas aparentemente lejanas que comparten esa
esencia y ejercen de lúcidos cruces de caminos. Pienso por ejemplo en los Royal
Trux, de los que hablamos aquí en algún momento y que a la vez actualizaban
mitología y mantenían espíritu. Su tóxica reutilización de la chatarra blues y
boogie y sus picados noise tenían tanto en común por actitud con los de mick
Collins como, por ejemplo, con el blues tejano canallesco y festivo, o con
Dylan, o con el NY ruidista. Con su propia generación conectaban, en cambio,
por drogas, imagen, fragmentación del discurso
y posturita en los medios. Con los Trux en el centro de la mesa puedes
ir en un paso a John Spencer y su mugre original, en uno a Albini y a Nirvana,
en uno a los ZZ Top más burlescos, en uno a The Gories, en uno al puto infierno.
En uno a tu barrio mental, seguro.
No es descabellado ni estúpido, así, entender que el
Rock&Roll más crudo, en su maravillosa disgregación de subescenas y
pandillas enfrentadas y a veces irreconciliables es también en cierto modo la
misma cosa, o la misma amalgama de cosas puestas en la mesa de mercadillo,
entre cachivaches arcanos y bajo un epígrafe donde se lee “No me da la gana”.
Esa rebeldía primigenia, instintiva e infantiloide era su grandeza y la sigue
siendo. Y esa grandeza, aunque a menudo, posicionados, no nos lo queramos
reconocer, la comparten sus distintas líneas, incluso las aparentemente regias
y mainstream, incluso, a menudo, las intelectualizadas. En el núcleo siempre
está esa frase: “No me da la gana”, la primera que el niño aprende a decir contra
la familia, y la más difícil de mantener: la comparten Jim Morrison
alcoholizándose en los bares de viejos de Sunset Strip, Ian Mac Culloch
fumándose desdeñosamente un piti frente a un fotógrafo de moda, Iron Maiden
escupiendo The Trooper en un sótano, Dylan Carlson comprando un fusco de
segunda mano, Julian Cope invocando a Odin mientras escucha a Funkadelic, Mark
E. Smith preguntándose qué es lo que acaba de decir, los Beasts of Bourbon
metiéndose caballo en la playa donde Iggy hace surf, Pig Champion viendo arder
una moto mientras desayuna gachas en un diner de mierda, David Yow con el cuello
partido en un hospital austríaco, Patti Smith meándose en escena, a modo de
oración, los Beastie Boys riéndose de ti y de tu prima, Public Enemy takin da
power back, Unsane viendo pasar el metro lleno de zombis, Varg Vikerness
disparando con escopetas de aire comprimido contra un MacDonalds, los Crass
cagando ecológico, Lee Scratch Perry quemando su estudio, GG Allin diciendo “te
quiero”, Set Putnam ordenando su colección de comics, J Mascis sordo como una
tapia recitando a Emily Dickinson… todas y cada una de las bandas de
extrarradio que acaban de terminar su primer tema de mierda y piensan “esto es
un hit”. Todos y cada uno de los locos furiosos que se agitan en el barrio como
un mono en una caja, sin saber salir pero intentándolo. El hombre que busca el acorde
secreto y el que sueña el acorde perfecto mientras friega platos en nueva
Orleans.
Tampoco es descabellado apuntar que, como todas las músicas
no aburridas nacidas en la postmodernidad, el Rock&Roll fue creado por jóvenes
y que para que tales jóvenes pudiesen pasar de canturrear doo-woop en las esquinas
a calcinarte con un rayo tuvo que suceder algo concreto: el primer mundo
inventó y empezó a fabricar en masa cacharros para hacer ruido BARATOS y
PORTABLES.
La portabilidad y la necesidad de una nueva familia elegida,
no impuesta, son quizá los dos rasgos dominantes de la cultura juvenil desde
entonces hasta hoy. La era de la portabilidad no empieza con la familia de clase
media americana, pero se refina con ella, sin duda, y con ella muta hacia
horizontes nuevos.
Tal portabilidad se codificó entonces, entre otros
elementos, en una fender y un ampli a precio asequible, industrial. Ahora incluso
a nosotros eso nos parece un mamotreto insufrible, y observamos, tratando de
entender, a los chavales que rapean en el parque usando un i-pod y una nube.
Ahora la tecnología ha entrado en otra de sus fases de crecimiento exponencial
y no entendemos nada. Igual que nada entendía, probablemente, un padre de los
años cincuenta en Minneapolis al que le habían vendido que la historia había
cesado y el reino estaba aquí, cuando su hijo se piraba a la costa oeste sin
avisar, con una guitarra en la mano. Los chavales del parque tampoco entienden
nada, claro, pero a ellos les da igual, porque no lo saben. ¿Qué quiero? No sé,
pero lo quiero para ayer. 1
En el aspecto espiritual y en el de actitud originaria, es
posible que el underground americano, esa chiquillada que se comió a sí misma,
no haya inventado nada. Es una actitud que ya estaba allí, y basta leer lo que
Camus dice de los dandis para verlo (les dejo a ustedes el trabajo). Sin embargo,
no se puede entender el pop sin los elementos “tecnológicos”, y ahí américa sí
cambió el mapa de las cosas. Así pues, en tiempo record y solapando realidades –permítanme
que simplifique muuuucho- el Rock&Roll nació del aullido de liberación del
esclavo y del llanto europeo del pionero y se convirtió también en la explosión
de tedio antifamiliar, profundamente burgués, que lo habría de dominar en
adelante2. Y lo hizo, como decimos, volviéndose duplicable,
portable, exportable y comunicable a la velocidad de la luz.
La cultura popular es una cosa, el “pop”, la propia formulación
del vocablo lo indica, otra, mucho más rápida. Cuando tratas de entender qué ha
sucedido, ya ha sucedido hace eones y eres viejo. Y todo es un recuerdo. Yo
escuchando a los Gories con cascos, en cd, en mi ordenador, mientras escribo esto,
soy un recuerdo y además uno un poco absurdo y triste. Una de esas mutaciones
que estuvieron a punto de funcionar pero que no, que se extinguen, y miran a su
hacha de sílex mellada, poco lograda, con una perplejidad que roza la tristeza
cósmica.
El mito underground americano, frontera (física y mental) e
infancia (física y mental). Lo veo y pienso en una cruzada de los niños que
hubiese estado a punto de triunfar. ¿Te imaginas la Jerusalén infantil?
Contagiosa, a caballos del ímpetu, la pasión, la técnica y el negocio;
fascinante para quien no encaja… El mono quiso ser parte de esa cruzada y ahora
mira a su hacha mellada, y mira a los chavales que rapean (ya cae la noche, el
parque desierto). Y lo invade un nosequé que será el último sentimiento de esa
mutación fracasada.
Diría que existe la posibilidad de que ambos mundos se
encuentren, el mío y el de esos chavales, si no supiese que los mundos nuevos
se crean negando (que no aniquilando) a los anteriores. Así pues, me resigno.
Sé que el punto de partida sigue siendo idéntico desde el mismo origen del
hombre, aunque las formas se nos vayan volviendo indescifrables. Yo las suyas
las intuyo, pero ya no sé nada cierto sobre esa portabilidad que ha pasado a ser
ajena y que evoluciona hacia lo perfectamente no físico. Igualmente, voy
perdiendo contacto con sus códigos, sus guiños, y nada sé de una mitología
nueva que sin duda ha de existir.
Pero, regresemos al principio, a aquel 92 en que salió “Outta
Here”, o a aquel 97 donde yo sopesaba
dos discos tratando de decidir (no recuerdo la tienda, pero era muy cara). Por
entonces, hacía mucho que el mundo de la música “rock” se había convertido en
algo mastodóntico, pero gran parte de la resistencia consistía aún, precisamente,
en usar su carácter fundacional y mantenerlo portable, asequible, utilizable
por alguien con poco dinero y muchas ganas. Una de las maneras -la manera, si
se piensa bien- era esa guerra de guerrillas tipo Gories, y en eso la banda de
ese guitarrista soberbio que es el negrata Collins fue preclara: bandas que
conscientemente habían abdicado, por radicalidad, de cualquier intento de ser
masivos, que habían incluso rebajado cualquier pretensión de trascendencia
intelectual para poder moverse más rápido, en un tercer o cuarto punk que
viajaba ligero de equipaje. Golpea y muévete. Haz daño pequeño, pero que se
infecte y se recuerde. Gánate a la base, gánate a la peña, gánate a los chicos
que dicen no. Incluso el título del disco del que hablamos podría ser, en esto,
sintomático: “fuera de aquí”. Huye, escapa. Sé un fantasma.
El mito de la contracultura americana de los cincuenta se
parecía a eso, pero con pretensiones existencialistas y la presencia de una
búsqueda. La de los sesenta se parecía a eso, pero con la posibilidad de un
triunfo y bastante trascendentalismo de palo. El de los ochenta fue una
trinchera punk de inusitada efervescencia de la que habrá que hablar aún muchas
veces. El de los noventa fue un conato de supervivencia barrido por la vulgaridad
de lo masivo que dominó en adelante, provocando una progresiva separación entre
realidad y ficción (la ficción es lo que la gente suele llamar “realidad”) y
una de las paradojas más interesantes de la historia del arte: que la época más
rica en producción sea la más pobre en impacto.
Por supuesto todas estas cosas ya sólo nos interesan a unos
cuantos enfermos (efectivamente, la herida se infectaba). The Gories siguen
tocando, creo haber oído que se habían reunido. Me resbala bastante, claro. Ya
no me hacen falta coartadas porque la misma coartada soy yo3. Conmigo,
tuvieron su oportunidad y yo la dejé pasar, y ahora ya no me cambiarán la vida.
Lo hicieron sus colegas por ellos. Gracias. Ahora bien, el disco, aunque sea a
tercera escucha, entra, y por un momento la memoria arde. Y eso es todo.
Quizá deba irme al parque a charlar con los chavales, aún a
sabiendas que les pareceré un colgado y me mirarán con esa mezcla de
condescendencia, cariño y miedo no expresado al futuro con el que yo miré
tantas veces, también, a muchos colgados que me predecían, hace un cuarto de
siglo.
1 “We want the world and we want it
now!”, ¿recuerdan?
2 No se huye de la familia hasta que no hay nada
más de lo que huir, claro. La fobia al clan surge sólo cuando uno no le tiene
pánico a los guepardos, el capataz de la plantación y otras cosas así.
3 Como habrá advertido usted, sagaz lector, todos
los temas esbozados aquí han sido tratados antes por gente muy sesuda y tendrán
que ser tratados después, porque son temas centrales de nuestra época, aunque
rara vez se reconozca. Yo uso la música poppara acercarme a ellos porque cada
uno accede a la calle desde su casa, claro. Sin embargo es probable que no vuelva
sobre tales temas en un tiempo. ¿Por qué? Porque no me da la gana. Esa
prerrogativa, principio y fin, es, al cabo, lo mejor y quizá lo único que me ha
dado el Rock&Roll.
Dice la vieja mitología familiar que mi abuela paterna, de
joven, asistió una vez a un baile de sociedad en un arcano casino de provincias
y un admirador se acercó tras su entrada y le espetó, devoto: “Carmen, ¡Así se
cruza un salón!”. Con los Salad Boys y Blown
Up, el tema que arranca su segundo largo, se podría exclamar algo similar:
“Joe, ¡Así se empieza un disco de Power Pop!”. Y digo Joe porque aunque hay más
gente en el disco, no mucha, las doce canciones que forman esta joya
inadvertida están todas firmadas por Joe Sampson (y arregladas por él, aparte
de alguna colaboración), y porque el hecho está lo bastante destacado en los créditos
como para suponer que no sólo él ES la banda sino que le gusta que quede bien
clarito (en algunas se especifica que se ocupa de las voces, la guitarra, el
bajo y el superego, gran instrumento).
En todo caso, sí, Blown
Up es una de las maneras perfectas de empezar un disco así, al tiempo
afirmando y despistando; aclarando capacidades, aspiraciones y talentos pero
revelando sólo de modo muy subyacente de que va el asunto final; haciéndole a
uno desperezar las piernas y el cerebro pero intuir, al tiempo, lejanamente,
que el disco que se viene va a apelar también, irremediablemente, al corazón.
El power pop tiene problemas de definición. Algunos de ellos
provienen de hechos simples: muchas las bandas que integran tan difusa escena o,
digamos, pulsión, suelen olvidar la parte “power” y a menudo, además, carecer
de verdadera capacidad para la verdadera orfebrería pop (que no es cosa
sencilla). Por otro lado, todos los elementos que supuestamente lo constituyen
(el empuje, el nervio enroscados en gozosa síntesis con la capacidad melódica y
emocional) están ya consignados en el Rock&Roll mismo.
Podríamos argumentar, para solventar el nudo, que el power
pop se define, en todo caso, por aquello del rock&Roll que decide
conscientemente no asimilar: resume y funde, como este, elementos encontrados,
pero elimina de la ecuación el macarreo que los amalgamaba, el cinismo, la coña
marinera, la sublimación heroica y barrial, la violencia pura. Es un género
limpio de coartadas, por tanto, en el que hay que hilar fino o es mejor
abandonar. Por poner ejemplos personales, para mi power pop son -porque consiguen
esa reducción tan difícil- The Posies en sus momentos álgidos (“Frosting on the
Beater”, esencialmente) o los Sugar pluscuamperfectos de “Copper Blue”, o los
Big Star que aún no se habían desbarrancado en los picos de tristeza profunda
de “Sister Lovers”, o los Dü del “Candy Apple Grey”, o Elvis Costello cuando va
encendido, o el Joe Jackson de “I’m the Man”, y todos esos son enfoques muy distintos,
pero al menos alejados de la reiterada materia obtusa que ofrecen los pesos
medios del género.
Los chicos de la ensalada consiguen ese encaje del que
hablamos con suficiencia, y lo que es más, lo hacen logrando al tiempo otras
dos cosas que van encadenadas: un disco de madurez (de tránsito hacia ella, de
encuentro con ella) y un disco de desengaño (esa cosa tan frágil, tan
dificilísima, tan aterradora). Mientras lo escuchaba a buen volumen por primera
vez he percibido esto con claridad meridiana. Explicar el porqué ya no es tan
sencillo.
Sin embargo, incluso visto desde parámetros meramente
musicales, si se usa una lupa y algo de reflexión personal, se pueden encontrar
guías: superficialmente estamos ante un disco variado y conciso que picotea en
varias tradiciones sin perder personalidad (desde The Saints a la herencia
Flying Nun, desde el ruidismo melódico post Dü hasta REM, pasando por un Alex
Chilton sepultado bastante abajo). Esa personalidad, sin embargo, se obtiene de
modo peculiar, gracias a una singular capacidad de las canciones para
mantenerse “fijas”. Y es que pese a su estructura aparentemente clásica, una
escucha detallada ofrece sorpresas: el fraseo de Sampson es muy suyo y poco
habitual en un género que tiende a arrojarse a por el premio demasiado rápido,
y los estribillos –clave del género por lo habitual, porque el power pop como
“marca” es casi siempre previsible y burgués- existen, pero más como frases
clave que como estribillos musicales en sí. A menudo no hay crescendos hacia
ellos, sino que están ahí, suspendidos, y eso es todo; colocados en lo que
tradicionalmente podría considerarse un “puente” (ese concepto abtruso que
merecería un artículo en sí mismo). Son, digamos, momentos en los que el
discurso encalla en el arrecife de una idea central a veces apenas esbozada, a
veces críptica. Ideas centrales que acaso sólo algunos, según su día, según su
época, según su emocionalidad, puedan ver claramente.
Para ellos, será claro que
ya desde el primer receso, en Blown Up,
algo no marcha bien para el que canta:
“So how did you turn this down when
You’ve turned up so much to find this?”
Cuando escuché su excelente álbum anterior, “Metalmania”, y
me leí las letras, he de reconocer que no encontré demasiado que rascar. Sin
ser malas, estaban aún en un estado de deshilachado embrión. Ahora, sin
embargo, y aunque por la vaguedad de muchos pasajes casi se podría pensar que
el autor no está en exceso interesado en ellas, existen en casi todas las
canciones esos momentos clave en los que una o dos líneas consiguen congelar el
tiempo sentimental, como si hubiesen logrado encerrar para nosotros, en una
crisálida, el dolor de la pérdida.
…Pasa de modo mayúsculo en el segundo tema, la demoledora Hatred:
“If I would be under you
Would you enjoy me?”
…Fluye, de modo menos sintético, en Psych Slasher:
“Someone new, but not a dreamer (…)
Someone new, but not a thinker (…)
He will surely answer for all the blame that’s
Formed as a cancer in the family brain (…)”
…Atraviesa
dolorosamente Right Time:
“See the night’s sun? Blink and it’s gone…
It’s blinking non-stop”
…Reina definitivamente en esa Exaltation reminiscente de The Jazz Butcher que marca la mitad del
disco.
“I can’t have silence on other hillsides
You won’t have meaning coming (…)”
…Desemboca finalmente en ese casi oculto “So, going so so”
que cierra, repetido, opaco, el penúltimo tema, Going Down Slow:
“So, going so so...
So, going so so...
So, going so so…”
He citado en total seis temas de los doce; son los que
juntos y no revueltos hubieran dado un disco tan energético como desolador. De
los otros seis, dos bajan ligeramente el nivel (Choking Sick y Scenic Route
to Nowhere) y otros cuatro lo mantienen pero menos infectados por esa
parálisis terminal que trae la incomprensión sobre el propio dolor: sobre sus
causas, sus fines, su utilidad, su desaparición… Quizá haya sido el mismo
Sampson, compasivo -si es realmente tan inteligente como con seguridad cree- el
que haya facilitado tal rebaja en el contenido: un EP con esas seis canciones
hubiese sido de una tensión emocional difícil de superar.
Pero, ¿no pueden ser todo esto imaginaciones mías?, pensará
quien, sin profundizar más, escuche los temas, briosos, límpidos, ruidosos en
su justa medida (esa capacidad para casi sepultar la voz sin que pierda punch
emotivo que se inventó en Minneapolis y que usan aquí y allá). Oh, no, lo sentimos. Uno conoce estas
cosas. Uno sabe distinguir incluso en un arranque tan cromado como el de este “This
is Glue” la cápsula amarga que yace dentro. Irremisiblemente amarga pero por
desgracia sólo casi letal. Sabe también que en otro estado mental o sin el
aprendizaje del tiempo, ni siquiera hubiese percibido el hecho con claridad, y
que quizá esta reseña estaría ahora discutiendo sobre si lo que se oye en In Heaven y en Under the Bed es el fantasma de Michael Stipe dictando frases
repetidas. O sobre la influencia de The Saints en toda la música posterior a
ellos facturada en las antípodas. O sobre si los Lemonheads eran para tanto o
no. O sobre si es “With a Girl Like You” lo que hace eco dentro del caparazón
del tema cuatro (¿la escuchan?). Cosas así, que también importan, o tampoco
importan. De ese modo, el “disfrute” no hubiese sido igual, porque el proceso no
hubiese dolido igual. No hubiese dolido tanto, y el disco, el mismo disco,
hubiese sido inferior. Hay discos para la guerra, incluso para la guerra de los
sábados por la noche. Los hay para el crepúsculo de las pasiones. Los hay para
cantar con los niños. Los hay para el desamor.
En cuanto a la maestría de Sampson para cazar ese pico
helado y repartirlo en cositas de tres minutos, llámalo power pop, o rock and
roll, o solo pop, o la sabiduría coagulada de unos miles de años de contadores
no tanto de historias como de emociones; la artesanía de la polaroid del estado
de ánimo llevada a su suma imperfección. Las polaroids son siempre imperfectas,
esa es su magia, y en eso gran parte de la música popular ha sido sabia y
acorde no sólo con su época sino con las necesidades profundas del ser humano:
ha sabido dar imperfección a aquello que la requería.
He entrecomillado antes “disfrute”. Al parecer mientras
presentaba “Blood on the Tracks” en un programa de televisión, una periodista
le comentó a Dylan que había disfrutado mucho del disco. El viejo zorro le
contestó que nunca lograba entender como la gente podía “disfrutar” de “that
kind of pain” (ese tipo de dolor). Se puede, de aquella manera, queremos
suponer, Bob, cuando uno es parte del sentimiento mismo. Y ello alude, acaso,
al mismo método con el que uno a veces se enfrenta a la mortalidad: rara vez el
pánico metafísico nos ataca mientras lidiamos con la cuestión a pecho
descubierto, mientras escribimos o cantamos sobre ella, porque la escritura y
el canto son en sí mismos hechizos de protección aunque encaren el problema de
modo directo. Es en el olvido de la cotidianeidad, en la visión periférica, en
cambio, cuando sucede, cuando caemos, cuando vemos, cuando lloramos.
Es entonces, del mismo modo, sólo desde el centro del desamor desde donde se
puede percibir en toda su espléndida nada el desamor, sin ser incinerado. Es desde
esa batalla y esa pertenencia, desde
donde se puede percibir en todo su amargo esplendor la gloria de cosas como Psych Slasher o Right Time sin que esa gloria te destruya. La gloria de poder
asistir enteros a nuestro propio y doloroso acontecer, cantado por otro humano.
La triste gloria de que también a ese acontecer se sobrevive; de que también se
sobrevive a ese paseo en carne viva que sólo el pop sabe encarnar así. A veces.
Consuman bajo su responsabilidad, my brokenhearted
f(r)iends.