sábado, enero 19, 2019

CLAW TOE - "Goblin Creme" (2016)



Hay discos que son trampas para elefantes plantadas en medio del callejón de la droga. Crees que sales a fumarte un canuto y echarte unas risas con un toyboy que acabas de conocer y cuando te das cuenta estás amordazado en un sótano con dos travelos negros enmascarados que están a punto de darte lo tuyo, sea lo que sea lo tuyo. El primer largo de Claw Toe –engañoso, enfermo, inesperadamente oscuro, potencialmente disfrutable- es exactamente eso. Arranca como una efectiva demostración de Rock&Roll arcano y humorístico (“Breakout”, “Geriatric Stalker”) y te deja bailar internándote en una pista donde en realidad no hay nadie más (“Happy”, “Fascist Elect”). A mitad de viaje notas que la iluminación ha decrecido y los teclados se han vuelto extrañamente amenazantes, pero, qué cojones, es tu noche libre, a ver a dónde lleva. Para cuando te arrepientes es muy, muy tarde, y te has embarcado en una secuencia paisajística y terrible, en un hilo de horrísonas polaroids emitidas desde el lugar donde se educan los asesinos en serie. En ese rush final, la oscuridad permea el hueso y se hace intensa, permanente, total. La gracieta lateral se ha convertido en un chiste enfermo inoperable. Lo que había empezado como un disco carnavalesco, oscurito pero festivo, es ahora un desolado paseo por la ciudad zombificada, un mal sueño post Cramps que uno puede disfrutar, mucho, pero sólo si le va ese tipo de marcha.

Escuchado superficialmente, el oyente notará sin duda esa tensión creciente y esa deriva a negro, y el disco será interesante un rato. Pero poniendo algo más de atención y leyendo las descojonantes y a menudo desoladoras letras, dejándose llevar por el minimalista, amenazante uso de las teclas (un diez para Laurence Ocampo), podrá además entenderlo como un comentario ilustrado, panorámico, sobre un mundo en que todos vivimos de un modo u otro. Ahí es donde el disco se vuelve extraordinario, siniestro y pertinente, hasta resultar gozosamente molesto para nuestra querida corrección política. ¿Qué ha pasado? Nos preguntaremos. Hace un momento estaba riéndome con un tema sobre un pajero compulsivo que me recordaba lejanamente a Ian Dury (“Five Knuckle Shuffle”), con una cosa infantiloide y familiar, y ahora de pronto estoy aquí, en la puta Desolation Row. De repente esto es un mal viaje de LSD de Daniel Johnston. El que lo dejó definitivamente pallá…

There's a black man outside the barracks
Blowing a gasket.
Cars collide!
Smash and break the toys in the grass of the park where the children play.
But regardless of who's getting killed, or raped, or ripped off, or beaten, or mugged we'll have sandwiches for lunch!
Munch, munch, munch, munch!

Hay algo de genio en hacer esa transición de modo que el oyente se deslice por ella como por un gozoso tobogán engrasado, sin darse cuenta de que cae a un pozo de mierda seca y sueños anales en floración. Hay algo de genio en hacerte pasear por la necrópolis sin que el pánico supere a la fascinación y sin ponerse nunca épico. Hay algo de genio en hacer que el tren de la bruja se convierta en el puto túnel oscuro donde las cosas malas pasan de verdad. Hay algo de genio en que todas esas instantáneas en formato single de tres minutos tengan de pronto sentido juntas, como celdillas de una urbe en silencioso colapso, claustrofóbica y jodidamente parecida a la vida de uno. O, digamos, a las partes menos iluminadas de la vida de uno.

Claw Toe lo consigue en parte con la vieja e infalible fórmula de las canciones punk de sustrato garagero, clásico, infectadas por los tumores estrambóticos y aterradores que produce la cultura trash en su colisión con la vida diaria (si es que ambas cosas no son sólo una). Están, más por su vibración mental que por su sonido -voluntariamente bruto, grumoso, en roca- cerca de la larga y variable dinastía grupos afectados por lo malsano. Digamos, salvas las distancias, The Cramps, los primeros Dwarves, The thirteen Floor Elevators, The Seeds. Por ejemplo. Siga usted con la lista. Lo consiguen también, coagulando la amenaza con un rush final into the fuckin’ dark (“Vampire”, “Psychological Destruction”, “Red Carpet Dystopia”, “Night Run”, “Vibration”) que es estudiable como uno de los descensos al mal rollo mejor graduados y más inesperados –y divertidos, para que negarlo- que recuerdo.

Cierran jocosamente con “Back Door”, ejerciendo como unos Turbonegro de baja resolución, y sería fácil quedarse con eso. Más difícil pero mucho más necesario es dejar pasar garganta abajo el retrato de nosotros mismos que nos devuelve su chalado pero lúcido espejo. Ese en el que están los desesperados turnos de noche, el merodeo sin sentido por los patios traseros de occidente, el vampirismo metafórico y no metafórico, el anémico brillo azul de las pantallas emitiendo porno amateur mientras la parienta duerme, la soledad terminal del hombre blanco en bancarrota espiritual que inventa chistes sobre sí mismo. Y todos los parques vacíos, todos los patios de atrás, todos los crímenes posibles.

Hay algo de genio, sí, en hacer todo ese diario y vacío horror tan divertido.

Debe ser eso que llaman Rock&Roll.


NOTA: Pronto tendremos entrevista con Mr. Darius Hurley, comandante de todo este sinsentido, para que nos cuente historias bonitas. Mientras, también vale la pena echarle un ojo al single y el EP anteriores de la banda, más ruidosos y algo más experimentales, pero igualmente disfrutables.


viernes, enero 18, 2019

Provincianos de una osa menor – algunas vaguedades y una reseña sesgada de OBEY, de Exploded View (Sacred Bones, 2018)

En un rapto de optimismo, semanas atrás, gasté dos días enteros, quizá tres, escuchando música fuera de mi radar habitual, flotando de bandcamp en bandcamp en una deriva gozosa e iluminadora de olvido y celebración de mí mismo. Durante esas jornadas de extraña alteración, especie de resaca retardada de mdma postoperatorio, todo me parecía glorioso, excéntrico o al menos peculiar: una suspensión del prejuicio en la que el gusto -esa bestia entrenada con crueldad y por tanto cruel- permanecía sin embargo atento. Tendré que hablar de ese lapso fabuloso que quizá haya sido lo más cercano a la felicidad que he experimentado en 2018, un año que ha sido para mí más una carnicería que un año. Más un matadero que un tiempo.

Al tercer día resucité a la grisedumbre del mundo: el viaje me dejó en una orilla fronteriza, ya que no del todo familiar. Por Navidad (anticipada) decidí regalarme unos cuantos discos de Sacred Bones Records a los que les tuve ganas hace dos o tres años. No sé si ahora aún se la tengo o fue sólo el pulso del pasado insatisfecho brotándome en las sienes; un mero afán compensatorio; el viejo y estúpido intento de llenar el hueco con materia. Ni siquiera, en realidad, sé si quiero tener o escuchar discos ya. Quizá escucharlos sí, a la contra de la mayoría, que prefiere tenerlos. En todo caso resultaron ser, todos ellos (llegaron puntualmente), artefactos y oscuridades muy paladeables para hipsters inadvertidos del nuevo milenio; buenos ejemplos de lo que somos algunos, a veces, a la espera de unos años veinte que nos rediman de todo este victimismo y toda esta autocompasión: sufrientes nadies a la alargada y estéril sombra de Nick Cave, digamos; dandis del indie lateral sin vocación alguna, por suerte; americanos de cloaca sintética. “Provincianos de la osa menor”, decía Battiatto, preciso, cósmicamente preciso como era su costumbre (y vestidos de gris claro, por no perdernos).

Ni me gusta ni me disgusta ser así, he de decir. Así de idiota. Saberlo me establece en una calma algo falsa pero nada incómoda. Me observo junto a mis congéneres, y me da pereza sentir desprecio o compasión por ellos o por mí. Sentir es una ausencia necesaria, de cuando en cuando.

Provincianos de la osa menor.

Quédense con esa línea y tiren el resto de este escrito a la basura.

A medias entre lo roto y lo pulido, entre lo underground y lo comercial para supuestas minorías, es quizá ese punto medio lo que me fascina del catálogo de ese sello, Sacred Bones. Y es lo mismo que me fascina de mí mismo, sospecho. A todos acaba por fascinarnos en cierta medida lo que nos es consustancial y medular, so pena de desaparición. Otro tanto puede decirse de Obey, de Exploded View, el disco que rescato hoy de la marea y su reflujo, de la resaca y su muerte, del inicio del fin de la transformación que me lleva a un lugar distinto. ¿Qué lugar? Apenas lo atisbo aún, pero no es este. Y la banda sonora del viaje es a medias la vieja cosa malforme en la que chapoteé muchos años y a medias un vaho de posibilidad hecho de cristal molido y vendido luego en la calle como polvo de estrellas. Te tangan, pero sólo porque es lo que deseas. ¿No es así? Todo en lo subyacente, cada día, en cada gesto menor, refleja un oculto anhelo de sacrificio. ¿No es así?

Obey hace bien el papel de vaporoso pero definido psicopompo para el caso; tan necesario para un hombre que avanza por los cuarenta y llega solo a fin de año; tan necesario para alejar las pulsiones de justicia retrospectiva que lo acechan, la tentación del ajuste de cuentas, de la evaluación, de la síntesis profética inevitablemente pixelada. No se trata, parece decirme el disco, de consignar lo que fue, los datos y cuentas de la pérdida, sino de avanzar gentilmente a través de la puerta invisible: “deja tus ropas aquí, yo te arrullararé el paso ejerciendo de pequeña Nico casera”. ¿Distingues, en esta cosa doméstica, el réquiem de la bienvenida, el fuego que incinera del que purifica la carne nueva? Asume que te gusta esa flauta solitaria que trina en “Letting Go of Childhood Dreams”. Apropiado, apropiado título, my little prince.

Cosa fantástica del arte, que siendo archivo puede ser también acto de abandono. ¡Dualidad maravillosa y siniestra! (dejen que me ponga valleinclanesco). Asombro de las ondas perpetuas y al tiempo cosa manifiesta oculta en la ola magnética que nos revuelca. Placer de que no todo sea pequeño dentro de la enormidad. Chapuzón, no por modesto menos indicativo de una totalidad con la que deseamos estar en paz. Y en igualdad. ¿Acaso no somos idénticos al todo? Igual de fútiles, inexistentes, igual de audibles (como un eco). Igual de presentes y totalitarios, extrañamente evidentes en la sombra. Sí, lo somos.

¿Pienso esto porque escucho este disco, acaso? Me inclino por pensar que, en cambio, el disco simplemente activa la compuerta de ese pensamiento clásico, preexistente, eterno e inexistente también él. ¿Es mágico, acaso, este disco? Al contrario, me resulta un disco cautivador pero sincrético y asumible. Eso es lo que me gusta de él. Eso es lo que me permite abrazarlo con tranquilidad, casi con un amor momentáneo. La magia de que se abra la compuerta la podrían haber provocado, lo sabemos, muchos otros discos, muchas otras luces. Pocas cosas más susceptibles de abrirse que un cierre aburrido de serlo. Todas las fortalezas desean caer (ya que para la caída fueron, precisamente construidas, a veces con mimo extraordinario).

No son, todos estos, sentimientos que floten en mi interior normalmente, se lo aseguro, querido amigo invisible, elusivo interlocutor, mon semblable, etc. Algo ha debido cambiar, pues, y yo me pliego a ese cambio con cómica reverencia. Literalmente, hago una reverencia y me río. Luego bailo, por dentro, escuchando “Come On Honey”, que se sale por la tangente y orbita burlonamente sobre el vértice polar de los Jesus and Mary Chain y coetáneos, ruidistas pero rockeros. Pongan el disco otra vez. Es Nochebuena y no hay nada mejor que hacer. Pongan el disco otra vez.

“Saber perdonar termina por uno mismo. Es así comprensible, en cierto modo, el perturbador narcisismo de los profetas y los santos”. Eso escribí hace un tiempo. Hay algo en este cambio de fase del que hablo que pide exactamente eso, perdón. Un perdón universal que a todos nos cuesta amputaciones internas y silenciosas, pero sin el cual el nuevo hombre no crecerá jamás. ¿Y si no quieres un nuevo hombre, qué quieres, pasados los cuarenta? Uno silencioso y alegre, que pueda pasarte la pena del mundo con un beso en la mano, transformada en algo luminoso. Estamos lejos. Estamos en la puerta.

Entendido, se puede hacer. Entendido, la entrega a la corriente es más un acto de voraz anestesia, de festiva dejadez, que un destino. La palabra destino carece de sentido.

He visto a Buda bajo su árbol que arde.

He visto a Kate Bush cabalgando un alma cromada a la primera sombra de las autopistas.

He visto a los osos jugando en mi patio, deseando conmigo una nieve perfecta y universal.

“Suelta la mano”, dicen todos. "Suelta la mano, baby".

Y así debe ser.

Neil Hagerty & The Howling Hex - DENVER (Approved for Indica Mix) (2016)



Me gustan mucho algunas cosas que ha hecho Neil Hagerty en solitario y con The Howling Hex. Creo que es un guitarrista extraordinario, original, a años luz de su generación e innovador sin dejar de tener una raíz en el rock&roll psicodélico de los sesenta y un ocasional ramalazo cincuentero que puede aparecer al fondo del cubo de basura. Si se escucha con cierta agudeza, ese origen permanece ahí incluso en cosas tan aparentemente experimentales como este Denver, que no conocía y que escucho ahora mientras me fumo un pitu, en una casa ajena en una ciudad ajena. Todas las casas y todas las ciudades me son ajenas, en realidad, y algo de ajeno hay también en la música de Neil. Algo de inasible. Es como un mapa muy muy detallado que te diese un extraño. Desconoces el lugar que representa (Denver, really?), pero ahí están todo lo que el turista nunca sabrá de esa urbe hipotética: los callejones, las alcantarillas, los tugurios ilegales, los retretes con y sin vistas, las mutaciones animales, los patios traseros donde grabamos nuestro glorioso porno casero, los senderos de los gatos, los insalubres pisos de la droga, las galerías de tiro, la feria subterránea, los parkings de noche donde los dioses menores juegan al pilla pilla, las deshechas camas de los amantes siempre renovados, siempre desconocidos. Y la huella del viento subatómico que lo cruza todo, partiendo en trocitos la toma vocal, desgraciando para siempre esas tardes de la infancia que gastaste copiando a Hendrix. He aquí la postal del boogie incinerado. La polaroid del día desastrado: “No quiero hacer nada pero he hecho esto, ¿qué quieres? Soy así”. Y también tablas de precios y listas de cosas por hacer que no se harán. Menús desvaídos de comida china. Tiendas de fotocopias. El callejón, siempre el mismo, siempre otro, donde van a acabar mal los secundarios de la peli.

-¿Qué peli?

-Esta peli.

No conozco muchos tipos con esa capacidad de evocación. O quizá soy yo. Quizá me hace falta una revisión cerebral que, igual que Neil, llevo dejando para mañana los últimos cuarenta años. Quizá nada de esto esté cuando tú escuches el disco. Nada de esta luz alienígena y dopada. Nada de esta fría gloria del suburbio del paraíso. Nada de esta nostalgia dropout deformada a golpes. Nada de esta sombra quirúrgica y levemente malasana. Nada de este drone que levita sobre un fin de semana permanente. Prueba, a ver.

Nunca he estado en Denver, donde Neil vive desde 2011. Ahora me pregunto cómo hubiese sido este disco hecho en –pongamos- Tanger. Jódete Kavafis.

-¿Tienes fuego?

-Sí, toma.

-Gracias, little prince.


sábado, diciembre 15, 2018

THE MEN – “Drift” (Sacred Bones, 2018)



Hay algo muy, muy extraño –quizá también muy saludable- en una banda como The Men. Por un lado viven en una reinvención constante, e incluso cuando pareció que su errática artesanía ruidista terminaba por coagular en un clasicismo americano casi perfecto con Tomorrow’s Hits (2014), no tardaron en volver con un disco visceral, inmediato, sucio y ciego, Devil Music (2016), que parecía establecer exactamente lo contrario. Por otro lado esa reinvención que les es consustancial parece consistir a menudo, y más que nunca en este “Drift” de adecuado nombre, en la ocupación de cuerpos ajenos, modelos musicales ajenos, de un modo saltarín que oscila entre el homenaje, la influencia y el chiste.

Curiosamente, es cuando rozan el chiste que rozan también lo inefable. Son como una corriente eléctrica que se empeñase en atravesar la historia siempre reciente de esta música que llamamos Rock&Roll, y lo mismo se te aparecen en la puerta como una encarnación deshidratada de The Stooges, que se ponen mistéricos y neofolk, auscultando impostadas profundidades, o te levantan el difícil cadáver de The Creedence Clearwater Revival y lo hacen bailar para ti con sutil y emocionante solemnidad, con preclaros estribillos, con magia. Esto último era lo que hacían en el citado y glorioso Tomorrow’s Hits, que tanto escuchamos en el coche hace ya un tiempo; y lo hacían adelantando por la derecha a toda su generación de regurgitadores, con dos ventajas sobre ellos. La primera, que las canciones eran soberbias, casi imbatibles en su perfecta redondez de rock americano radiable a medio tiempo. La segunda, que ellos saben que todo es  temporal, que no van a permanecer ese lugar más que un rato, y eso los salva de la petrificada adoración sobre la que muchos otros grupos construyen sus eficaces pero previsibles -y por tanto aburridas- carreras.

“Hay una desafortunada justicia poética en Drift”, dice una reseña en Spin firmada por Ian Cohen, “una banda llamada Los Hombres trabajando completamente dentro del codificado canon del rock de tíos y sonando desorientados en 2018”. Reviso esa afirmación mientras escucho el disco, y aparte de su tufo a pose (“quiero parecer amigo de las chicas, que es lo que toca, a ver a quien puedo criticar para que se note sutilmente”), lo cierto es que pienso que está equivocada. Cierto es que la secuencia del disco es errática, que nada parece casar con la supuesta fluidez que se le suele pedir a un disco como concepto unitario. Pero cierto es también que a una banda como esta, bregada, rodada y con talento, se le ha de suponer sobrada capacidad para obtener algo compacto y fluido si les da la gana. A estas alturas de partido, si uno hace un cajón de sastre donde cada canción es distinta y casi opuesta a la anterior no es porque no entienda el valor de la secuencia, sino porque se lo está pasando voluntariamente por el forro.  Así pues, a mí el disco más que una desorientación me parece todo lo contrario: un proceso público de reorientación, fase uno. El momento en que los amigos que quedan se sientan en la mesa de la cocina y se preguntan, “A ver, ¿qué tenemos? ¿Qué hemos aprendido a hacer?”.

Visto desde esa perspectiva, el disco es un hatillo de hallazgos modestos y diversos que funcionan casi como muestras, una disfuncional lista de la compra, una recapitulación televisada en la que sin aparente esfuerzo se van evocando pasados y posibilidades de futuro. Y por ahí pasan los citados Stooges cruzados con una versión desnutrida de Trans Am y un eco de Gallon Drunk (“Maybe I’m Crazy”, “Secret Light”); disfrutables medios tiempos de alt country oscuro a lo Bonnie Prince Billy con Nick Cave al fondo (”When I Held You in my Arms”); la deliciosa “Rose on Top of the World”, de horizontes amplios y dulce como navajas ocultas en melaza, y cuya conexión con Meat puppets apuntaba acertadamente otro reseñista, en Pitchfork; “So High”, que circula en vía paralela a los mejores Kill Devil Hills apareados con Vetiver, matraca mudhoney más disfrutable que los putos Mudhoney (“Killed Someone”); miniaturas de confesionario weird folk (“Sleep”, “Come to Me”) o malignos flotes oceánicos (“Final Prayer”).

Cierro y vuelvo a pensar en los Meat Puppets, qué gran banda. Salvas las distancias, hay algo en The Men, es cierto, que recuerda a la absoluta libertad, la esquizofrenia y la vena alienadamente tradicionalista de aquellos. Es muy de esperar, por tanto, conociendo el percal, que en el futuro cercano los tipos nos salgan con algo distinto a todo esto que hoy exponen. En todo caso, bastante me parece haber superado todas las mutaciones y existir todavía. Eso es, supongo, una banda de verdad, un ente capaz de sobrevivir a su propia esencia inestable y volatil, a los altos y a los bajos, a su propia masculinidad en este caso –si así lo desea Mr. Cohen-, dejando siempre un reguero de arte vivo. Mientras ese reguero, ese manantial, siga brotando, todo lo demás es no sólo permisible, sino probablemente necesario.

miércoles, octubre 31, 2018

SAILORS OF THE HIGHWAY - Un delirio de no regreso


 

Hay una canción de Nikki Sudden –una de las variantes de la única canción que escribió Nikki Sudden, para ser más exactos, y que en esta ocasión, además, es prestada(1)- que se llama “Sailors of the Highway” (navegantes de la autopista). Debe estar en el Texas o en el Dead Men Tell No Tales, o en alguna de esas joyas dispersas y dejadas. Recuerdo que la letra era una difuminada secuencia de vaguedades escapistas, pero el título refleja por sí mismo uno de los grados de calentura que el rock&Roll ha logrado encarnar con precisión: la primigenia fiebre de la huida, y, montado sobre ella, el delirio del no regreso, que es un grado más de la enfermedad o de la gracia.

Si la observamos de cerca, sentados en su orilla, esa fiebre es más bien un río, o una autopista(2), sí, que corta y alimenta a las distintas obsesiones entrecruzadas y contagiosos clanes partidarios que el Rock&Roll recoge, inventa y encarna: Las dinastías piratas; las líneas de sangre heroinómanas; el rechazo del propio entorno y la búsqueda de una familia elegida y alternativa; la obsesión por la verdad poética y su difusión a ras de suelo; la busca del paraíso perdido en una tierra lejana pero a un tren de distancia; la militancia minstrel; el hastío perdido y reencontrado en el templo; la huida a la ciudad en busca del fulgor; el retiro al bosque en busca del espíritu; el baile activista; el trance primigenio… todos esos temas y cualquier otro que se nos ocurra dentro de esta tradición inevitablemente romántica(3) están atravesados por esa “highway” mitológica, esa vena cava metafórica cuyo navegante es el vagabundo vocacional. Su presencia, siempre desastrada y principesca ha encontrado reflejos variables en incontables tonadillas. Me vienen a la cabeza, muy a bote pronto, “Coyote” de Joni Mitchell, las eternas carreteras perdidas del Dylan que recoge a Guthrie y sigue refinándolo mucho después incluso de haberlo superado, “White Line Fever” de Haggard, “White Line” de Neil Young, la tópica “Highway to Hell”, de AC DC, “Bangkok” de Alex Chilton(4), “Have Love Will Travel”, de los Sonics. Esas obras maestras de tres minutos, y otras diez mil, dan fe de esta insistencia errabunda y sagrada. O esa insistencia en que en lo errabundo hay algo sagrado. Una insistencia, en todo caso, que convierte la escapada en icono y herramienta, y que señala un camino cuyo doble sello es el de la posibilidad y la necesidad.

En algún momento de mediados de los setenta -en medio del éxito, las drogas, las giras mastodónticas- el tema se estilizará hasta encontrar la forma, seca y estéril por sí misma, de la reflexión del millonario sobre las miserias de “la vida en la carretera”. Se empobrece así, aunque siga dando canciones, pero tal reducción no consigue erradicar -aunque sí dejar en un (cómodo, fructífero) segundo plano- el riquísimo sustrato original. Poniéndonos místicos, y algo de mística hay en “nuestra” música también, igual que donde alguien sufre ahí está Dios, como dicen los curas, donde veas trenes con destino incierto, estaciones pírricas, parejas que hacen autostop, chicos perdidos, perros bajo la lluvia, cruentos intentos de borrar el origen y sustituirlo por uno verdaderamente propio, hecho a mano, ese tipo de angustia del que no encaja y está por tanto en tránsito sin dejar de buscar, bueno... ahí estará sin duda presente este espíritu del que hablamos. Y habrá canciones, claro. La comunidad del Rock&Roll puede considerarse perfectamente como una comunidad migrante de vagabundos, físicos o no, metafísicos o no. Vocacionales, decíamos antes. Inevitables, también. Y necesarios, por cierto.

Por suerte, la “modernidad”, esa cosa ya antigua, desarrolló también –junto a la nefasta vertiente “los ricos también lloran”- una cultura del viaje permanente que no era sino la versión 3.0, cromada, de lo que había existido siempre y de lo que permanecerá. Conceptual y espiritualmente, aunque entiendo que hace tiempo que se habrá convertido en un negocio embrutecido, la idea de los “deadheads”(5), por ejemplo, no es menos hermosa (ni menos infantil) que la de las herejías albigenses de principio siglo XIII(6). Dylan -siempre Dylan-, empeñado en morir con las botas puestas a 150 bolos al año, tampoco dista mucho de un modo de entender la existencia que aúna sacrificio y realización a través de la imagen de la carretera, al tiempo mística y funcional.

Hay otros mundos donde experimentar y otros modos de vivir esa autopista de soledad y encuentros, claro, otras maneras de insistir en ser entendido o no entendido, al estilo estajanovista, hasta que el bote está ya demasiado mar adentro y no se puede uno volver atrás. La diferencia, en un tiempo en el que todo se ha estilizado hasta la réplica y la experiencia misma consiste casi siempre en el refinamiento de esa réplica (a menudo virtual), es que en el negociado musical la tierra y el viaje físico son aún posibles. Si la canción, como he sostenido a menudo(7), es más antigua que la literatura que consideramos “seria” y no es rama sino tronco de la tradición comunicativa que es la más esencialmente humana; si la canción ha pervivido, eficaz, gracias a su simplísima perfección tecnológica y su portabilidad, aquellos que la portan se atienen también al uso arcaico del viaje y la presencia. Así, en lo musical, el autopista, el río de fiebre, es al tiempo contenido -mensaje-, medio -modo de transmisión- y médula, vida.

Yo mismo deseé en algún momento, pobre de mí, tener esa vida, “girar”(8), vivir en la carretera. Lo hice en las (escasas) noches en que mi banda funcionaba lo bastante bien y me daba por pensar que uno podría hacer aquello cada día sin mayor problema, y quizá reventar, una jornada cualquiera, en un pueblo de provincias, gloriosamente desconocido. Llegar de vuelta a casa, como mucho, ya tarde para la extremaunción, que es como hay que volver, porque todo el resto es fracaso y esclavitud. “Esclavitud” era un nombre de mujer muy habitual en la Galicia rural en la que crecí, con toda la razón.

Conseguimos algunos simpáticos remedos del asunto; viajamos, sí, y pocas veces he experimentado una sensación de libertad más punzante que la de habitar una furgoneta cuando pasa uno las montañas que cierran la tierra propia y se adentra en las planicies de otro mundo. Pocas veces una sensación de definición e identidad mayor, al tiempo disuelta y resuelta, que la de ver pasar el paisaje de gasolineras, silos y tierras de labor; que la de dejar permanentemente atrás esas tierras, bien llamadas “de labor”. ¿En busca de qué? Se preguntará el lector, escéptico: ¿No es cierto que lo que se encuentra en el viaje no son sino las mismas esclavitudes que uno lleva dentro y que el hombre implanta por doquier? No, no es cierto, querido lector. Le han engañado con el timo de Kavafis. Ya ese sentimiento de liberación es algo tan dulcemente incomprensible y peligroso que su mera presencia cambia para siempre la mente del ser de tierra adentro que sale de su lugar predestinado. Ya en ese instante inicial e iniciático se ha cambiado, y por tanto el mundo es a partir de entonces un mundo distinto, no mejor o peor (eso lo decidirán uno y la vida), pero sin duda distinto.

Decía Emily Dickinson, refiriéndose a otra cosa y a lo mismo:

Exultation is the going
Of an inland soul to see
Past the houses, past the headlands
Into deep eternity
Bred as we among the mountains
Can the sailor understand
The divine intoxication
Of the first league out of land?

Ahora, a las puertas de una gira que me llevará por toda España bajo la equívoca figura de “road manager”, echándole un cable a mi amigo portentoso músico Ben Salter, cuatro personas en una furgo por garitos pequeños, 22 fechas en 27 días en puritito modo “sailors of the highway”; ahora que el hecho se presenta una vez más en su práctica y no en su teoría, en su realidad y no en su novela, he fantaseado vagamente con hacer uno de esos diarios de gira que las publicaciones del gremio intentan de vez en cuando, sin éxito. ¿Qué es lo que falla en esos casos? Falla la sinceridad. Y falla cuando somos vagabundos fracasados, pretendidos rebeldes con la mente podrida de pequeñoburguesía…

Hace un tiempo un colega que llevaba de gira a un dúo medianamente conocido de artistas americanos de Rock&Roll me propuso una de esos intentos de inmersión periodística. Al cabo de un tiempo con los colegas me dijo que sí, que la historia –excesos por doquier, penalidades, decepciones, gloria ocasional, suponemos, lo de siempre- tenía enjundia pero que no podría ser. No podría ser contada. “Esto no lo pongas”. “Esto otro no quiero que los sepa mi mujer”. Ese era el tema. “Habláis de la llegada del lunes”, decía alguien en un post de Facebook hace un tiempo, “como sí durante el fin de semana os la estuviese chupando Scarlett Johannson en un yate”. Esto es una inversión macabra de esa chanza: tomáis vuestras miserables y tópicas transgresiones como material imposible para vuestra vida real y genuflexa, y las escondéis en ese no-tiempo de una gira. Y sois sepulcros encalados. Si yo hubiese sido mi amigo, lo hubiese contado todo, a fuego. Al cabo, y poniéndonos en el problema, por demás misérrimo, ¿cuáles son las posibilidades de que tu mujer americana de clase media aprenda a leer castellano en los próximos cuatro siglos y encargue por correo un número de una revista española que no sabe ni que existe? Cero.

Hay también probablemente, sobre el mero prejuicio de una vida espiritual pobre, un pudor hacia la falta de magia de la realidad de una gira -por comparación con el supuesto mito- que comparten narrador y narrado y que sólo se liberaría con un contrapudor igualmente radical, descarnado, con una exposición del hueso pelado en toda su magnificencia, esa que sólo unos pocos entendemos. ¿Eres un mierda? cuéntalo. A ver si nos creemos que Hank Williams era Julio César. Ese cultivo del mito a medias, esa traición, es especialmente triste, pero en ella se vive, casi siempre. El mito como encubrimiento de fin de semana, no muy distinto al uso del putero que dice que va a visitar a su tía enferma para poder ejercer un rijo patético que por lo demás todos conocen o intuyen. Incluida su mujer, que es probablemente la que sí habla con la tía enferma cada día. Esa es la otra faz de la intoxicación de la que me ayudaba a hablar la señorita Dickinson, el reverso grasiento y amortajado del ideal. La liberación convertida en subterfugio. La tumba cercana.

El tema, en todo caso, es clásico incluso en sus pequeñeces y miserias.  Es evidente para el que observe un poco (y ha sido contado con gran detalle y mucha mayor profundidad que aquí, es obvio) que los mitos suelen tener una peregrinación detrás, un viaje de origen, incluso los mitos bien afianzados en una popularidad genérica (El Che, Mahoma, Madonna, Jesucristo…). En ese sentido, no encuentro viaje que ejemplifique mejor el nudo social que nos ocupa que la parábola del Hijo Pródigo, vigente hoy como siempre: El hijo pródigo es la metáfora de la vida burguesa en sus dos fases. La segunda, la de la madurez, empieza con el fin de ese viaje del que hablamos, la vuelta a casa y el enfrentamiento inevitable que ello conlleva. Es en ese encuentro a muerte donde se forja el hombre social, se demuestra el calado y la autoridad posibles y empieza la fantasía de la “vida pública” que para la burguesía es sinónimo de “verdadera”. En la huida quizá todo era caro, pero se gastaba sin especial tino, porque eso es parte de la experiencia, gastar, ser generoso, no tener. Al regreso, en cambio, lo que sucede es que todo tiene un precio, un precio que pesa sobre uno y que uno paga, piedra a piedra, aunque no sea en monedas. La asunción de la madurez, por lo general, es la asunción de una culpa, la explicitación de una deuda de una deuda y su satisfacción.

Frente a tal escenario, Cristo, innovando, sostiene que no hay deuda, o que tal deuda se salda con la magnanimidad paterna. Así, es interesante apuntar, desviándonos, pero sólo ligeramente, que esta parábola es un ejemplo peculiar de visión patriarcal revolucionaria. El hijo pródigo que regresa al seno familiar (no ya el de la parábola, sino cualquiera, tú mismo, que me lees) retorna por lo general a un entorno de estatismo matrilineal que, paciente, eterno, mítico en sí mismo (pero es otro mito), espera a que vuelva para poder golpearle con un “te lo dije” y aplicarle todas las detalladas tasas que preceden no al perdón (que no existe en tal mitología) sino a la reintegración al quieto magma del detalle, que paradójicamente borra memoria, señal y número. En el detalle todos somos iguales (pero de esto hablaré otro día). Es el “hombre nuevo”, no la mujer nueva, el padre, el que sacrifica un cordero y hace que el retorno y la reintegración tomen el aspecto de una fiesta instantánea y no de un largo purgatorio. El rechazo del “viejo hombre”, sometido a la mujer, es la liberación a través un hombre nuevo que, en su justicia, ya carecería de género, en realidad. Y sin embargo, para ese gesto magnánimo “hacía falta un hombre”(9). 

La rama escapista del Rock&Roll (y sus antecesores), por su parte, presiente y anticipa una tercera dirección, una necesidad contraria a la establecida: la de que esa vida pública no llegue a existir; la de que la vida, sin deudas inventadas, perdonadas o no, sea para siempre privada, aun a costa de exhibirla desnuda cada noche sobre las tablas de un escenario.

El autopista del que hablamos es, pues, en su centro, una negación dela familia establecida como único paso primero de liberación. Es un delirio de no regreso. Es una puesta en adopción. Lógico que, en consecuencia, la búsqueda de la familia alternativa haya sido uno de los problemas centrales de la contracultura a través de la historia y que el problema dentro del problema haya sido el de cómo no replicar a la familia clásica dentro de la familia nueva. El sujeto contracultural es, de algún modo, el niño violado que no desea crecer para convertirse también en violador, lo que implica, necesariamente, una desprogramación y un abandono de los criterios de autoridad insertados desde el nacimiento. ¿Jodido, eh?

Y sin embargo, el viaje es también siempre un viaje a la raíz, es decir, se intenta encontrar esa articulación futura mirando más atrás, mucho más atrás, hacia una raíz anterior a la familia. Y es un viaje –de modo superficial y profundo, ambos- al encuentro de todo aquello que echamos instintivamente en falta y que a menudo ni siquiera sabemos nombrar. Hacia lo que nos ha sido amputado: ignoramos de qué se trata, pero notamos el vacío, el hueco (casi toda la rebeldía es una cultura del hueco). 

Es por ello fácil saber qué echa una sociedad en falta. A nivel superficial, al menos, basta con observar el mito típico que encarnan los lugares o las figuras hacia las que huyen los pretendidos “outcasts” de tal sociedad (los que no huyen lo echan de menos también, por lo general, pero se contentan con la anestesia social en sus diversas fórmulas). Esa escapada primera, sin excesiva reflexión, es sin embargo equívoca. El americano que busca la cultura sólida y milenaria en Europa, el europeo que busca el mito pionero de la nueva Jerusalén en Norteamérica, o la pureza primitiva que él mismo ha inventado en los territorios que el mismo ha expoliado del tercer mundo; el rockero de prestado que intenta desatar la entraña por un proceso de invocación acumulativa (coleccionismo) o fotográfica indican algunas de sus carencias pero son caras similares de una decepción. Lo que se busca, al final, es algo más profundo que a falta de otro nombre llamaremos “libertad”, y para buscarlo es necesario ser “otro hombre”. Uno que asuma que la busca es interminable y sin más fruto probable que las cicatrices: una autopista eterna que cesa con la muerte y es sin embargo y paradójicamente, una de las pocas vías de liberación.

Por supuesto, como con todo, el sistema burgués capitalista ha sido hábil, dentro de su habitual falta de elegancia, creando sucedáneos del viaje de liberación iniciática. El año sabático de los estudiantes anglosajones del primer mundo puede considerarse, por ejemplo, una réplica envenenada para mentes más o menos abducidas. Es también uno de los pocos rasgos de inteligencia policial burguesa que va más allá de la castración, metafórica o no. Bajo la apariencia de un verdadero viaje físico y “espiritual” de descubrimiento de uno mismo se empaqueta una cosa amorfa, asequible, sin peligro para nadie, limitada en el tiempo y poco onerosa. A cambio de una vuelta en fecha se perdonan las represalias, y todos contentos. Un “erasmus” feliz del tiempo de permiso concedido es, quizá, lo menos Rock&Roll que puedo imaginar ahora mismo, por detrás incluso de un contable, al que al menos se le supone la condición animal o un grado alto de angustia existencial, una de dos.

No hay viaje, en definitiva, sin peligro. Y hay que recordar, volviendo a lo musical, que entre las lacras/suertes que se han impuesto a los trovadores desde la noche de los tiempos, el viaje permanente es una de ellas, junto con la pobreza o la ceguera. Más pobre que una rata, ciego perdido y de puerta en puerta, seguido acaso por un perro sarnoso de ojos apaleados: ese es el cristo trovador llevado a la cara A de su más pura cumbre iconográfica. Lo cual no quiere decir que haya que tender a ello, pero sirve al tiempo de emblema, advertencia y detalle de los pasos y los traspiés posibles. En el otro lado de la carta, un vagabundo saltarín, hatillo al hombro, gasta su tiempo, realmente libre, y en su cara hay un rictus, una mueca que el hombre común jamás sabrá interpretar. Tampoco esa imagen debe ser tomada literalmente, aunque, como la otra, puede perfectamente llegar a suceder con todo detalle en la vida real. En ambas coagulaciones, que son una, hay en todo caso una incapacidad para la posesión o la memoria propia, ambigua suerte destinada a quienes se encargan de acarrear la memoria misma de los hombres.

Las historias que escucharemos en sus pasos, sean ellos trovadores, escritores o cualquier otro tipo de artista no vendido (se me veía ahora a la cabeza la magistral "Opus Nigrum", de Yourcenar, puro viaje), serán luminosas en ocasiones, pero no serán sólo las de quien viaja, sino también las de quienes debieron huir y no fueron capaces, las de quienes que lo intentaron y fueron dramáticamente interceptados, las de quienes lo hicieron y fracasaron tras un tiempo de exclusión, las de aquellos que triunfaron pero se pervirtieron en el proceso. El arte libre, enraizado y fundido con el ser humano ha de ensalzar el viaje y tomarlo en lo que vale, al fin y al cabo, sea cual sea la suerte de este.  Así, en las canciones y los libros, e incluso en la anécdota que pasa de boca en boca no pueden dejar de estar los maltrechos, no como peleles risibles, sino como sombras del héroe ellos mismos. Y, como no, una de esas sombras es también la de quienes regresan, por un día, bajo ropajes equívocos y atávicos: los siempre sospechosos “strangers”, los “men in long black coats”, los acaso perversos “travelin’ salesman”, los que han elegido no regresar nunca pero pasar muchas veces; trasuntos oscuros, al fin, del mismo trovador itinerante que está cantándolos, y al que la colectividad aprecia fascinada durante la narración, pero frente al que nunca dejará de ser suspicaz.  

La desconfianza sobre el que nunca volvió a casa y permanece en la carretera es –no es difícil verlo en la cultura popular- punzante y permanente. Nuestro país, sin ir nada lejos, ha sido, al menos en su cultura central, fieramente localista, agresivamente antihospitalario con cualquier tipo de extranjería mental, ya sea la más nimia. Quizá otras culturas, las de las zonas de costa, tráfico y contacto sean algo más suaves, sin dejar de entrañar su peligro, o puedan desarrollar una cultura de la hospitalidad sagrada, pero aquí, amigo, el pilón siempre está cerca(10).

Y dicho todo esto, dejo para la próxima noche de nevada el resto de reflexiones, desarrollos y preguntas que me asaltan (una respuesta siempre implica al menos tres preguntas nuevas, tirando por lo bajo). Y regreso al principio: Nikki Sudden, plomizo pero siempre cautivador, rasguea esa guitarra de la que parecen caer piezas de a ocho, tintineando sobre el suelo de la taberna mientras fuera llueve. Él, que convirtió la dejadez en arte y que poseía el don impagable de una voz flemática e inconfundible. Recuerdo otra ocasión en su presencia, a la orilla del Atlántico: cinco minutos antes del show se había apostado con Santi H. que podía tocarse “Dead Flowers”, aunque no la recordaba bien. Y lo hizo. Tenía 46 años entonces, y sólo le quedaban cuatro sobre la tierra. Quién lo iba a saber. Estaba de paso, como siempre, y tengo una foto suya comiendo helado de turrón, irónicamente feliz en un pueblo que ni era el suyo ni conocía siquiera. “Me han dicho que la cocaína es muy buena aquí en O Groove”. Y así era. Y así fue.

Hoy sin embargo escucho también otro disco, mientras finalizo este texto algo deslavazado y anarcoide. Obra maestra sin paliativos (hicieron canciones mejores pero no un disco mejor), Tonight at the Arizona (2005) retrataba a los Felice Brothers, otros vagabundos vocacionales de libro, en su juvenil y emocional cumbre creativa. Eran, con los deadly Snakes de Porcella (2005), la retrovanguardia de un Rock&Roll que superaba la senda de The Band sin dejar de rendirles tributo, internándose pobremente abrigado en territorio “hobo”. 

La música en sí misma transporta, ese es otro viaje, similar, que todos los interesados conocemos (“I spent a week there the other night”, que decía Moe Tucker). Nada transporta igual, pienso mientras escucho la doliente y bellísima "Christmas Song". Quizá por eso detesto escuchar discos con cascos, como ahora, mientras a unos metros mi madre ve noticias 24 horas durante 24 horas, como una oca francesa voluntaria. El viaje y la atadura combinados me chirrían. Yo necesito espacio hasta para esto: casa abierta, sonido para el vecino y los animales del campo. Viaje para todos, quieran o no.

Escucho a los Felice brothers, de todas maneras, y pienso en Lee Marvin dejando el pueblo minero que se derrumba y se reconstruye. Y pienso en el emperador del Polo Norte y en los jóvenes talegueros nimbados de misterio, dios los guarde. Me gustaría tomar este disco precioso y traducir todas sus letras para quien me esté leyendo, para encontrar dónde está el viaje, dónde el vagabundo, dónde el Cristo, dónde el hijo que regresa, dónde el sentido, dónde su falta. Y cantarle cada canción, incluso, si supiese.

Pero nadie me paga, y la gasolina cuesta dinero.

Todo sailor of the highway lo sabe, hasta los que estamos en casa, escribiendo, atados a nuestro propio afán de comunicación y de libertad.




NOTAS

1 - ·”Sailors of the Highway” es una composición de Marc Bolan publicada grabada por primera vez con T-Rex el 3 de agosto de 1971. Digo aquí que es de Nikki porque en mi recuerdo, sentimentalmente, por decirlo así, le pertenece a él. La de Sudden fue la primera versión que escuché y permanece como mi favorita, pese a que es apenas un esqueleto acústico y melódicamente y a nivel de arreglos la original es sin duda superior.

2 - “Benéfica autopista perdida”, había escrito. La adjetivación excesiva es romántica también, pero a menudo prescindible, y desprenderse poco a poco de ella es el trabajo de una vida

3 - El núcleo de toda contracultura desde hace mucho (¿cuanto?) es en mi opinión esencialmente romántico, incluso cuando toma la forma de vanguardia nihilista aniquiladora (véase, por ejemplo, el Black Metal). Pero esa es una larga discusión que queda pendiente.

4 - Mi conocimiento de la carrera de Alex Chilton en solitario es muy superficial y sólo hace poco conocí este tema, cumbre del yonquismo rockero. Les recomiendo la lectura de este excelente ARTÍCULO de mi amigo Carlos Rego sobre el cantante de Big Star y los Box Tops.

5 - "Deadhead", fanático de los Grateful Dead constituido en errante tribu jipi. Búsque un poco, querido lector, que hay que moverse.

6 - La herejía albigense. Igual que en la anterior pero en plan carnicería. No quedó ni uno, pobres. ¿O sí?

7- Ver "Santos y Francotiradores" o "El puño y la Letra", mis dos ensayos sobre música y literatura publicados por 66RPM

8 - Se me ocurre ahora, mientras escribo, que girar evoca también la imagen de uno girando sobre uno mismo, como una peonza loca y feliz. Nunca lo había pensado en este contexto.

9 - El tema es evidentemente demasiado serio y ambiguo como para finiquitarlo en un párrafo, pero prometo volver sobre él en próximas ediciones de este sinsentido digital.

10 - En su música los irlandeses han sido capaces en bastantes ocasiones de, sin restar dramatismo, dar la bienvenida al fracasado igual que al héroe, al estilo crístico. Aprendan.



sábado, septiembre 08, 2018

BROKE LORD - "Nazgul Says" (Orphan Records/Cosmic Tentacles, 2018)




El hombre es esta noche, esta vacía nada, que en su simplicidad lo encierra todo, una riqueza de representaciones sin cuento (…) Lo que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo, cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo.

HEGEL


Son las ocho  en Madrid. Salgo de la estación de Tribunal. Por mi cabeza, desfila una línea de bajo a contratiempo que se despliega sobre un sonido espeso de guitarras ambientales. En la acera, el intenso tráfico ha sido sustituido por una manada de ciervos hambrientos que han emergido de los laberínticos túneles, abriendo un agujero en la realidad como si de un poema de Leopoldo María Panero se tratase. Tienen la piel cubierta de conchas. El gesto, altivo y serio. De pronto, el cielo se emborrona de nubes y un olor a plomo y azufre asciende de las alcantarillas.

El Señor de los Nâzgul aparece tras una esquina. Es bastante alto. Pelo corto, barba y playeras. No es un atuendo que distinga precisamente a los siervos de Sauron. Fuma un cigarrillo tras otro y afirma tener resaca. Lo delatan sus ojos verdes y su voz ronca de cansancio. Camina decidido y nos internamos por el barrio de Malasaña, donde vivió en una época lejana, cuando era pasto de locos y ojerosos periodistas que corrían libres. Desataban trifulcas en el Café Neón.

Me pregunta por el trabajo. Yo, sobre su vida de ermitaño en los páramos de Angmar, al norte del norte, donde el Señor Oscuro amansa a las fieras. Trae malas noticias de la Comarca, los hobbits han tomado definitivamente el poder y lo han convertido de fascismo invertido y buenas intenciones. “Quedamos pocos”, afirma tajante. Atravesamos la calle de la Palma de arriba a abajo y nos detenemos en los escaparates de las tiendas de discos, entre libros de Tom Waits y ángeles caídos.

Como una fusión entre Tolkien y Lou Reed. “Sí, la verdad, esas dos cosas flotaban en mi cabeza cuando pensé en el título del álbum. Era una idea que me perseguía desde hacía tiempo”. Seguimos caminando y contemplamos a lo lejos una nueva manada de ciervos blancos despellejados. “Yo no los he desatado, yo no soy nadie”. Contra todo pronóstico, exhala una confesión que me deja helado: “Vamos a ver, chaval, Sauron no existe, yo no soy su siervo, deja de verme así solo por el título del álbum que acabo de sacar”.

Vale, Luis. Lo reconozco. Sé que dormitas en la calavera de un gato y que de algún modo todos tenemos la aspiración de huir a alguna mansión hecha de huesos con nuestra Madre Digital particular. Pero esto es demasiado.

Demasiado para tan poco tiempo: “El disco fue grabado en apenas cuatro días”. Esto viene a colación de que su predecesor, el fantástico Death of a Flower (Discos Belamarth, Gog Artifacts, 2016), parece un disco más directo y espontáneo, mientras que este reúne a la perfección las características de lo que se podría considerar un álbum reflexivo, espacial y para ser cocinado -o deglutido- a fuego lento.

La apertura, una deslumbrante y luminosa pieza de synth y efectos a lo John Cale construida con tan solo dos acordes, habla de llevar “el sol en una silla de ruedas”. En un ingenioso choque de contrastes entre luz y oscuridad, el creador del universo, amoral en su raíz, lleva vida y muerte al mundo sin preguntarse nada. La voz, reposada y tranquila arrastra lánguidos cantos del Oeste. El Nâzgul despierta y amanece lenta y progresivamente con esta iluminación.

Tras este ascenso a las alturas, toca bajar a la Tierra, al terreno llano, al subsuelo. “Hole of a Soul” es precisamente eso. Un manifiesto nihilista en el que se incide en esa “falta de necesidad”. Una descripción exhaustiva de la mansión en la que habita Broke Lord, en la que la paz y la ausencia de deseo, “fuera de todo daño o amor”, contempla el pasar de los días. Simple y directa, apuntala hasta el más mínimo sentido de vanidad. Al margen de todas las pasiones y los anhelos, la figura de un animal que se yergue sobre la noche ilustrado el vasto camino de la nada. “Ilumination” es una nueva invitación a dejarse llevar, anular el pensamiento y abandonar toda tentativa de acción posible. La producción y la interpretación adoptan un sonido cercano a The Fall, con un Mark E. Smith difunto, sonriendo tras las pistas.

“Digital Mother” se trenza como un diálogo sostenido entre guitarra y bajo con una ecualización muy psych-rock. La voz cavernosa de Broke Lord recita unas líneas que hablan de nuevo de esa muerte más allá de la vida, de esa confluencia de los astros que invita a soñar y a dejarse guiar por un valle deshabitado en el que ya no hay nada que anhelar: “As I´ve never been here I can sing with no words”. También, parece ser un canto de amor hacia lo natural en detrimento de las exigencias de mercado, siempre interesadas. Un retiro al bosque, donde solo el amor es posible.

Y aquí es cuando llegamos a la mejor canción de todo el disco, un tema que según su autor “llevaba años compuesta pero nunca había sido grabada”, y que rescató para formar parte de este Nâzgul Says sombrío y tallado en alabastro. Alguien solo llega hasta aquí en base a su sólida experiencia y dilatada carrera. “Eve of All Churches Burning” es una liturgia del cabreo, la violencia o el canibalismo: bebés usados como ceniceros, amigos con resaca al otro lado del teléfono, una vuelta a casa por Navidad, la sangre lenta que mancha un río brumoso. La invocación de los ciervos para acabar con lo humano. La irrupción de lo monstruoso a lo Lynch. Un post-punk psicodélico de una España negra, yerma y olvidada. Satanismo rural templado con un fondo etéreo de guitarras en la Noche de los Muertos Vivientes. La entonación de Macky Chuca, punk rock heroine, digna de antología. Más allá de las primeras impresiones, o de las inevitables referencias al dark folk, Broke Lord parece hallar un nuevo género: rock ritual; pues todo apunta a que “Eve of all Churches Burning” es un artefacto paramusical que traslada al oyente a una realidad reservada y anclada en la experiencia de lo fúnebre, lo telúrico o, de nuevo, al más oscuro pozo del nihilismo.

Con “New Town” se inicia la segunda parte del disco. Después de tanta oscuridad, merece la pena detenerse en una cotidiana reflexión sobre los tiempos pasados y presentes o los Neutral Milk Hotel. Todo vale. Diríamos que esta es la canción verdaderamente política de Broke Lord, en la que admite que “los ciegos dirigen a los ciegos”. De igual modo, parece hablar de alguien, alguien desconocido pero a quién quiere o admira muchísimo. “New Town” es una conversación mantenida a dos bandas: con los músicos y con el oyente. Un tema laberíntico cuya producción vuelve a remitirnos al Lou Reed del New York. Una delicia para escuchar en esos días vacíos en los que nada ocurre. La siguiente, “Read it on my palm”, resulta ser una jugada clásica y conocida de la factoría Broke Lord. Más próxima a  Death of a flower, tiene un sabor a rock áspero cantinero con una fantástica guitarra de Asier Maiah a lo Marc Ribot. Tiene sabor a whiskey y suena campestre, pero elegante.

“Así que vives en Madrid pero te mueves igual que Iggy Pop”. Con esta peculiar sentencia amanece “Everybody is Weak”, un tema con el que su autor vuelve a erigirse como sabio y portavoz de una generación de melómanos irredentos. “Oh, pobre chico /bienvenido a la época dorada de la estupidez (…) en la que la gente ya no sabe cómo permanecer consigo misma /porque todo el mundo es débil”. Sin duda, un puñetazo en la mesa. Con “Pay in rain” Broke Lord vuelve a la elegancia, en un registro vocal y actitud frente al micrófono similar a la de uno de sus más canónicos maestros: el sepulcral Michael Gira. Aquí recibimos ecos de sus valorados Angels of Light o del propio Bob Dylan en discos como Oh Mercy (1989) o Time out of mind (1997).

Y llegamos al final con “I wanna go to the beach”, un perfecto cierre a este viaje al fin de la noche que comenzó con luz y, contra todo pronóstico, acaba con luz. En el fondo, después de tanto tiempo enterrado en el subsuelo, Broke Lord despega por todo lo alto en este tema en el que expresa una serie de peticiones personales a la par que dirige un mensaje a todas esas personas por las que se sintió en deuda o más bien al revés, le debieron algo. “I wanna go to the beach” es el deseo final de un viaje sin deseos, la última aspiración, hasta cierto punto cómica, de una oración dirigida a la nada que es este Nâzgul Says. Quién sabe si con ironía o intención real. Tan solo él lo sabrá, camuflado en su capucha gris, serio, delante del Club Misterio.



(Reseña a cargo de Enrique Zamorano para Rock I+D)

FRANCO BATTIATO - "La Voce del Padrone" (EMI, 1981)



(Texto publicado originalmente el 31 de marzo de 2017 en la sección "El Fotografo de Instantes" que coordina Luis Moner para la web "Música en la mochila")

No soy tendente a la nostalgia. O, mejor, tiendo a no usarla como motor principal, porque uno acaba en casa en pantuflas, llorando sobre un mal disco de Tom Petty, emocionado con la imagen de su propia juventud malgastada. Y comprando muchas cosas inútiles para combatir o justificar tal emoción de senectud precoz. Sin embargo hay un tipo de nostalgia inevitable y acaso benéfica, que dota de la necesaria pátina dorada a épocas que fueron en realidad conflictivas pero que ya ni tienen arreglo ni lo precisan. Una nostalgia que es como una mano que se posa y perdona. Fugaz, momentánea, profunda. Esa me vale. 

Hilado inseparablemente a ella, Franco Battiato es para mí -entre otras cosas más razonadas- un viaje de vuelta a casa, desde el Algarve, quizá -podría ser desde Madrid– en algún momento fijado en el ámbar lejano y difuso de los años ochenta. Por entonces los trayectos eran largos y tediosos, y la familia era lo único que uno conocía, en realidad. Y la única música en la que podíamos coincidir mis padres, mis hermanas menores y yo estaba en aquellos discos del genio de Catania. Los tangos que cantaba mi padre y que ahora paladeo, agridulces, en el recuerdo, me parecían entonces ridículos. Los recopilatorios de La Década Prodigiosa de mis hermanas, intolerables. Mi tendencia incipiente hacia el ruido, por su parte, no hubiese tenido buena acogida y yo lo sabía. Quedaba Franco. El lapso de sus discos era un lapso de placer y de atención. Las canciones reinaban, y aquel extraño colectivo que éramos las dejaba flotar dentro, aprendiendo -o reaprendiendo, en el caso de mis viejos- lo que es la emoción. En este caso la emoción de Battiato, extrañamente delicada e intelectual, levitante pero corpórea.

No recuerdo cual fue el primer disco suyo que escuché, exactamente: probablemente "Nómadas" o "Ecos de danzas sufi", apaños en castellano que recopilaban sus éxitos más redondos y tarareables. Las versiones, bien traducidas por cierto, eran muy espectaculares; sin embargo carecían aquellos discos de la dinámica entre ataque y contemplación que –descubriría pronto- sí tenían los originales. 
"La voce del Padrone"–algo ahora difícilmente comprensible, pero cierto- vendió en su momento más de un millón de discos en Italia. Hay un excelente directo en youtube, de un año después (82), en el que se puede comprobar que era ya un artista masivo aunque perfectamente ubicado en sus propias coordenadas, tan humanistas como marcianas. La música tenía en el disco esa levedad primorosamente esculpida que aludía al tiempo a la modernidad y a algo eterno y casi espacial; y tenía aquel instinto pop finísimo, sorprendente en alguien que venía de la música experimental. Las sobresalientes letras eran crípticas aún para el niño que era yo, con un cierto arcaísmo revolucionario típico de Battiato y que llevaba a pensar aunque fuese perfectamente capaz del slogan, de la frase definitiva y sintética. En eso siempre ha sido un genio, bien dentro de una misma canción, oscilando grácilmente entre pensamiento y estribillo, bien en el recorrido de un disco completo. En "La voce...", sin ir más lejos, se alternan muy sabiamente los momentos de zen nueva ola (“A Wonderful summer…”, la emocionante “Gli uccelli”) con el pop de combate (“Bandera bianca”, “Centro di gravitá permanente”), las demoradas órbitas sensuales (“Sentimiento nuevo”) y las deliciosas majaradas posmodernas (“Cucurrucucu”).

A Battiato puede enfocarlo uno, ahora que el pasado es pasado, casi como quiera. Rercientemente, por ejemplo, mi buen amigo David Bizarro publicó en Karate Press un genial análisis de su lado esotérico. Yo tuve, por otro lado, el placer de comprobar su condición de animal de directo dos veces. Una acompañado de orquesta, sentado en una alfombra casi voladora y entregado al arabesco opiáceo y mediterráneo (bien guiado por su eterno colaborador Giusto Pio). La otra, memorable, en el palacio de Congresos de Madrid, con dos bandas de rock y haciendo entrar en éxtasis al personal a base de clásicos y experimentación versátil. Dos caras casi opuestas. Battiato es también, en nuestra extraña memoria pop española, acaso el único artista que sobrevivió integro a una parodia de Martes y Trece. Meterse con su nariz, al cabo, es como meterse con la de Cleopatra. El tipo vuela unos cuantos miles de kilómetros por encima del asunto, caricatura él mismo, icono de un pop inteligente y crítico como podría serlo el mejor Woody Allen, al tiempo a caballo y a despecho de sus taras. 

En todo caso, “La Voce del padrone” es una perfecta puerta de entrada a su universo (aún conservo la cinta de la edición en castellano, aunque me he aficionado a escuchar el original y fingir que sé parlotear en su italiano ondulante como el agua). Se me antoja una síntesis perfecta de la calma integradora que Franco concedía a aquella familia mía en acelerado proceso hacia la disfuncionalidad. Vuelvo a él y al resto de sus discos cada cierto tiempo, igual que intento leerme “La Isla del Tesoro” una vez al año. Hay –es una categoría peculiar- artistas inagotables que desde un aparente kitsch de su época han ido haciéndose en lugar de viejos, modernos. Han ido ganando sentido en lugar de perderlo, hasta ser clásicos atemporales en crecimiento perpetuo. 

Y pese a todo, cuando lo escucho sigo siendo consciente de que, junto al impecable y detallista conjunto de hits de pop meditativo y al tiempo guerrillero, está ahí también mi vida vieja, esa que se encuentra al fondo del armario, reconocible a duras penas pero iluminada al fulgor de las canciones. El tono fantasmal de los viajes, las voces, los lugares y las luces de algo irrecuperable. O recuperable sólo a través de la voz de un siciliano extravagante. Ese es uno de los poderes de la música, es de suponer. Y contra ese tipo de vida no se lucha.


miércoles, mayo 16, 2018

Un negro con gafas de sol en la cruzada de los niños (una divagación)


Cosas curiosas del “Outta Here” de The Gories en esta casa solitaria: es el primer disco del grupo que me oigo de cabo a rabo y que tengo en formato físico, y, extrañamente, he necesitado varias escuchas para percibir lo realmente bueno que es. Pese a que es carnaza de la que me suele gustar, las primeras pasadas me dejaron un regusto a deja vu e intrascendencia. Sólo en la tercera y la cuarta me dejé llevar, y, sin ponerlos aún a la altura de, digamos, Oblivians o Cramps, he de reconocer que son fantásticos. Es muy probable que esto se deba a haberlos escuchado ahora por primera vez con calma. Cuando no se hace algo en su momento los artefactos van atesorando nuevas posibilidades: a veces se descargan, otras veces se envenenan, a menudo uno interpone ya tantos fantasmas entre sí mismo y el hecho que el proceso de apartarlos lleva un rato. Lo que exactamente en su vértice significa algo puede significar cosas distintas fuera de época y contexto.

Por supuesto conocía a The Gories y había escuchado bastantes temas suyos sueltos, e incluso tengo dos o tres discos de proyectos posteriores de Mick Collins que no me disgustan. Todo el que ha transitado por los inframundos del Rock&Roll en los noventa los conoce y los respeta y se sabe la idea: al tiempo continuadores y reactivadores de una tradición espartana, cacharrera y arcaica, un ala reintegracionista del Rock&Roll que mira hacia el origen con saludable saña punk. Pero eso es la teoría y nada más.

Cuando salió este disco, en el 92, hace un cuartito de siglo, yo tenía 17 años y muy poco dinero, y en esas circunstancias uno se pensaba mucho lo que compraba y lo que no. De hecho recuerdo estar en una tienda en Madrid con un disco de The Gories en una mano y uno de los New Christs en la otra, sopesándolos como quien elige entre dos epifanías. Compré el de New Christs, finalmente. Era “Born Out of Time”, acojonante recopilatorio que incluía lo mejor de su obra maestra, “Distemper”, y que alteró mi vida musical para bien, llevándome a una Australia ruidosa y sentimental que casi tres décadas después aún no he abandonado. La vida del amante de la música adolescente era así: a veces tenías que elegir entre dos obras maestras, y cada una te llevaría por un camino completamente diferente. Lo digo sin nostalgia alguna.

Claro que no hay que ponerse dramático, luego estaban el intercambio de cintas, las tardes con colegas en los bares de rock (los bares de rock por entonces, aunque no dudo que habría snobs, igual que siempre, eran algo bastante llano y comunal), los compañeros de piso, que en mi caso tenían extraordinarias colecciones de discos que me abrieron mucho el oído y otros momentos compartidos y esenciales. De hecho en aquella casa en la que pienso ahora (esto fue más bien hacia el 97), yo ponía el hardcore, las barrabasadas ruidistas (Foetus, Unsane), el Rock&Roll brutote, algo de experimentación y ciertas novedades de la época (Mogwai, Arab Strap), y mis compañeros, más clásicos y perfeccionistas, aportaban otras caras del espectro: de Big Star y los Flaming Groovies a la insolente crema inglesa de The Smiths, The The, Echo & The Bunnymen, Prefab Sprout o Stone Roses. También se añadió un cuarto inquilino, algo después, que tenía todos los discos en solitario de Joe Tempest, pero eso es otra historia. Años de iniciación, que bonitos, casi emocionantes, quedan vistos desde aquí, ¿verdad?

En aquella época fructífera y educativa, sobre todo gracias a la revista Ruta 66, en la que acabaría escribiendo, llegué a conocer a muchas bandas ruidosas y primitivas que estaban más o menos  en el lado Gories, aunque no tan puros en su fórmula regresiva: The Oblivians (mi grupo favorito de ese rollo, sin duda), Pussy galore, The New Bomb Turks (demoledores y más punk, pero cercanos aunque fuera por el descacharrado sello del sello Crypt), The Humpers (más pedestres, pero queribles), Lazy Cowgirls  (escuchen su asalto al You’re Gonna Miss Me del disco “Radio Cowgirl” y sabrán por qué eran grandes) y otro millón. Por otro lado, si se bajaba a la catacumba del citado mundo australiano que yo transitaba tanto, no era difícil encontrar formulaciones que, pese a lo inevitablemente grandilocuente del “high energy”, tenían la misma sintética furia y el mismo desprecio por el acabado (Powder Monkeys, Seminal Rats). Al fin y al cabo se trataba de lo crudo, la carne humana chisporroteando en la parrilla. En cada ciudad y cada entorno las maneras variaban, los giros eran propios o heredados de distinta tienda de saldos, pero todo aquel mar de cubetas vacías, angustia adolescente sostenida en el tiempo y aullido animal invocado con guitarras desembocaba más o menos en una visión común.

De hecho hay bandas aparentemente lejanas que comparten esa esencia y ejercen de lúcidos cruces de caminos. Pienso por ejemplo en los Royal Trux, de los que hablamos aquí en algún momento y que a la vez actualizaban mitología y mantenían espíritu. Su tóxica reutilización de la chatarra blues y boogie y sus picados noise tenían tanto en común por actitud con los de mick Collins como, por ejemplo, con el blues tejano canallesco y festivo, o con Dylan, o con el NY ruidista. Con su propia generación conectaban, en cambio, por drogas, imagen, fragmentación del discurso  y posturita en los medios. Con los Trux en el centro de la mesa puedes ir en un paso a John Spencer y su mugre original, en uno a Albini y a Nirvana, en uno a los ZZ Top más burlescos, en uno a The Gories, en uno al puto infierno. En uno a tu barrio mental, seguro.

No es descabellado ni estúpido, así, entender que el Rock&Roll más crudo, en su maravillosa disgregación de subescenas y pandillas enfrentadas y a veces irreconciliables es también en cierto modo la misma cosa, o la misma amalgama de cosas puestas en la mesa de mercadillo, entre cachivaches arcanos y bajo un epígrafe donde se lee “No me da la gana”. Esa rebeldía primigenia, instintiva e infantiloide era su grandeza y la sigue siendo. Y esa grandeza, aunque a menudo, posicionados, no nos lo queramos reconocer, la comparten sus distintas líneas, incluso las aparentemente regias y mainstream, incluso, a menudo, las intelectualizadas. En el núcleo siempre está esa frase: “No me da la gana”, la primera que el niño aprende a decir contra la familia, y la más difícil de mantener: la comparten Jim Morrison alcoholizándose en los bares de viejos de Sunset Strip, Ian Mac Culloch fumándose desdeñosamente un piti frente a un fotógrafo de moda, Iron Maiden escupiendo The Trooper en un sótano, Dylan Carlson comprando un fusco de segunda mano, Julian Cope invocando a Odin mientras escucha a Funkadelic, Mark E. Smith preguntándose qué es lo que acaba de decir, los Beasts of Bourbon metiéndose caballo en la playa donde Iggy hace surf, Pig Champion viendo arder una moto mientras desayuna gachas en un diner de mierda, David Yow con el cuello partido en un hospital austríaco, Patti Smith meándose en escena, a modo de oración, los Beastie Boys riéndose de ti y de tu prima, Public Enemy takin da power back, Unsane viendo pasar el metro lleno de zombis, Varg Vikerness disparando con escopetas de aire comprimido contra un MacDonalds, los Crass cagando ecológico, Lee Scratch Perry quemando su estudio, GG Allin diciendo “te quiero”, Set Putnam ordenando su colección de comics, J Mascis sordo como una tapia recitando a Emily Dickinson… todas y cada una de las bandas de extrarradio que acaban de terminar su primer tema de mierda y piensan “esto es un hit”. Todos y cada uno de los locos furiosos que se agitan en el barrio como un mono en una caja, sin saber salir pero intentándolo. El hombre que busca el acorde secreto y el que sueña el acorde perfecto mientras friega platos en nueva Orleans.

Tampoco es descabellado apuntar que, como todas las músicas no aburridas nacidas en la postmodernidad, el Rock&Roll fue creado por jóvenes y que para que tales jóvenes pudiesen pasar de canturrear doo-woop en las esquinas a calcinarte con un rayo tuvo que suceder algo concreto: el primer mundo inventó y empezó a fabricar en masa cacharros para hacer ruido BARATOS y PORTABLES.

La portabilidad y la necesidad de una nueva familia elegida, no impuesta, son quizá los dos rasgos dominantes de la cultura juvenil desde entonces hasta hoy. La era de la portabilidad no empieza con la familia de clase media americana, pero se refina con ella, sin duda, y con ella muta hacia horizontes nuevos.

Tal portabilidad se codificó entonces, entre otros elementos, en una fender y un ampli a precio asequible, industrial. Ahora incluso a nosotros eso nos parece un mamotreto insufrible, y observamos, tratando de entender, a los chavales que rapean en el parque usando un i-pod y una nube. Ahora la tecnología ha entrado en otra de sus fases de crecimiento exponencial y no entendemos nada. Igual que nada entendía, probablemente, un padre de los años cincuenta en Minneapolis al que le habían vendido que la historia había cesado y el reino estaba aquí, cuando su hijo se piraba a la costa oeste sin avisar, con una guitarra en la mano. Los chavales del parque tampoco entienden nada, claro, pero a ellos les da igual, porque no lo saben. ¿Qué quiero? No sé, pero lo quiero para ayer. 1

En el aspecto espiritual y en el de actitud originaria, es posible que el underground americano, esa chiquillada que se comió a sí misma, no haya inventado nada. Es una actitud que ya estaba allí, y basta leer lo que Camus dice de los dandis para verlo (les dejo a ustedes el trabajo). Sin embargo, no se puede entender el pop sin los elementos “tecnológicos”, y ahí américa sí cambió el mapa de las cosas. Así pues, en tiempo record y solapando realidades –permítanme que simplifique muuuucho- el Rock&Roll nació del aullido de liberación del esclavo y del llanto europeo del pionero y se convirtió también en la explosión de tedio antifamiliar, profundamente burgués, que lo habría de dominar en adelante2. Y lo hizo, como decimos, volviéndose duplicable, portable, exportable y comunicable a la velocidad de la luz.

La cultura popular es una cosa, el “pop”, la propia formulación del vocablo lo indica, otra, mucho más rápida. Cuando tratas de entender qué ha sucedido, ya ha sucedido hace eones y eres viejo. Y todo es un recuerdo. Yo escuchando a los Gories con cascos, en cd, en mi ordenador, mientras escribo esto, soy un recuerdo y además uno un poco absurdo y triste. Una de esas mutaciones que estuvieron a punto de funcionar pero que no, que se extinguen, y miran a su hacha de sílex mellada, poco lograda, con una perplejidad que roza la tristeza cósmica.

El mito underground americano, frontera (física y mental) e infancia (física y mental). Lo veo y pienso en una cruzada de los niños que hubiese estado a punto de triunfar. ¿Te imaginas la Jerusalén infantil? Contagiosa, a caballos del ímpetu, la pasión, la técnica y el negocio; fascinante para quien no encaja… El mono quiso ser parte de esa cruzada y ahora mira a su hacha mellada, y mira a los chavales que rapean (ya cae la noche, el parque desierto). Y lo invade un nosequé que será el último sentimiento de esa mutación fracasada.  

Diría que existe la posibilidad de que ambos mundos se encuentren, el mío y el de esos chavales, si no supiese que los mundos nuevos se crean negando (que no aniquilando) a los anteriores. Así pues, me resigno. Sé que el punto de partida sigue siendo idéntico desde el mismo origen del hombre, aunque las formas se nos vayan volviendo indescifrables. Yo las suyas las intuyo, pero ya no sé nada cierto sobre esa portabilidad que ha pasado a ser ajena y que evoluciona hacia lo perfectamente no físico. Igualmente, voy perdiendo contacto con sus códigos, sus guiños, y nada sé de una mitología nueva que sin duda ha de existir.

Pero, regresemos al principio, a aquel 92 en que salió “Outta Here”,  o a aquel 97 donde yo sopesaba dos discos tratando de decidir (no recuerdo la tienda, pero era muy cara). Por entonces, hacía mucho que el mundo de la música “rock” se había convertido en algo mastodóntico, pero gran parte de la resistencia consistía aún, precisamente, en usar su carácter fundacional y mantenerlo portable, asequible, utilizable por alguien con poco dinero y muchas ganas. Una de las maneras -la manera, si se piensa bien- era esa guerra de guerrillas tipo Gories, y en eso la banda de ese guitarrista soberbio que es el negrata Collins fue preclara: bandas que conscientemente habían abdicado, por radicalidad, de cualquier intento de ser masivos, que habían incluso rebajado cualquier pretensión de trascendencia intelectual para poder moverse más rápido, en un tercer o cuarto punk que viajaba ligero de equipaje. Golpea y muévete. Haz daño pequeño, pero que se infecte y se recuerde. Gánate a la base, gánate a la peña, gánate a los chicos que dicen no. Incluso el título del disco del que hablamos podría ser, en esto, sintomático: “fuera de aquí”. Huye, escapa. Sé un fantasma.

El mito de la contracultura americana de los cincuenta se parecía a eso, pero con pretensiones existencialistas y la presencia de una búsqueda. La de los sesenta se parecía a eso, pero con la posibilidad de un triunfo y bastante trascendentalismo de palo. El de los ochenta fue una trinchera punk de inusitada efervescencia de la que habrá que hablar aún muchas veces. El de los noventa fue un conato de supervivencia barrido por la vulgaridad de lo masivo que dominó en adelante, provocando una progresiva separación entre realidad y ficción (la ficción es lo que la gente suele llamar “realidad”) y una de las paradojas más interesantes de la historia del arte: que la época más rica en producción sea la más pobre en impacto.

Por supuesto todas estas cosas ya sólo nos interesan a unos cuantos enfermos (efectivamente, la herida se infectaba). The Gories siguen tocando, creo haber oído que se habían reunido. Me resbala bastante, claro. Ya no me hacen falta coartadas porque la misma coartada soy yo3. Conmigo, tuvieron su oportunidad y yo la dejé pasar, y ahora ya no me cambiarán la vida. Lo hicieron sus colegas por ellos. Gracias. Ahora bien, el disco, aunque sea a tercera escucha, entra, y por un momento la memoria arde. Y eso es todo.

Quizá deba irme al parque a charlar con los chavales, aún a sabiendas que les pareceré un colgado y me mirarán con esa mezcla de condescendencia, cariño y miedo no expresado al futuro con el que yo miré tantas veces, también, a muchos colgados que me predecían, hace un cuarto de siglo.



1 “We want the world and we want it now!”, ¿recuerdan?
2 No se huye de la familia hasta que no hay nada más de lo que huir, claro. La fobia al clan surge sólo cuando uno no le tiene pánico a los guepardos, el capataz de la plantación y otras cosas así.
3 Como habrá advertido usted, sagaz lector, todos los temas esbozados aquí han sido tratados antes por gente muy sesuda y tendrán que ser tratados después, porque son temas centrales de nuestra época, aunque rara vez se reconozca. Yo uso la música poppara acercarme a ellos porque cada uno accede a la calle desde su casa, claro. Sin embargo es probable que no vuelva sobre tales temas en un tiempo. ¿Por qué? Porque no me da la gana. Esa prerrogativa, principio y fin, es, al cabo, lo mejor y quizá lo único que me ha dado el Rock&Roll.

Fdo. F.G.L.

 

lunes, mayo 14, 2018

SALAD BOYS - "This is Glue" (Trouble Mind, 2018)




Dice la vieja mitología familiar que mi abuela paterna, de joven, asistió una vez a un baile de sociedad en un arcano casino de provincias y un admirador se acercó tras su entrada y le espetó, devoto: “Carmen, ¡Así se cruza un salón!”. Con los Salad Boys y Blown Up, el tema que arranca su segundo largo, se podría exclamar algo similar: “Joe, ¡Así se empieza un disco de Power Pop!”. Y digo Joe porque aunque hay más gente en el disco, no mucha, las doce canciones que forman esta joya inadvertida están todas firmadas por Joe Sampson (y arregladas por él, aparte de alguna colaboración), y porque el hecho está lo bastante destacado en los créditos como para suponer que no sólo él ES la banda sino que le gusta que quede bien clarito (en algunas se especifica que se ocupa de las voces, la guitarra, el bajo y el superego, gran instrumento).

En todo caso, sí, Blown Up es una de las maneras perfectas de empezar un disco así, al tiempo afirmando y despistando; aclarando capacidades, aspiraciones y talentos pero revelando sólo de modo muy subyacente de que va el asunto final; haciéndole a uno desperezar las piernas y el cerebro pero intuir, al tiempo, lejanamente, que el disco que se viene va a apelar también, irremediablemente, al corazón.

El power pop tiene problemas de definición. Algunos de ellos provienen de hechos simples: muchas las bandas que integran tan difusa escena o, digamos, pulsión, suelen olvidar la parte “power” y a menudo, además, carecer de verdadera capacidad para la verdadera orfebrería pop (que no es cosa sencilla). Por otro lado, todos los elementos que supuestamente lo constituyen (el empuje, el nervio enroscados en gozosa síntesis con la capacidad melódica y emocional) están ya consignados en el Rock&Roll mismo.

Podríamos argumentar, para solventar el nudo, que el power pop se define, en todo caso, por aquello del rock&Roll que decide conscientemente no asimilar: resume y funde, como este, elementos encontrados, pero elimina de la ecuación el macarreo que los amalgamaba, el cinismo, la coña marinera, la sublimación heroica y barrial, la violencia pura. Es un género limpio de coartadas, por tanto, en el que hay que hilar fino o es mejor abandonar. Por poner ejemplos personales, para mi power pop son -porque consiguen esa reducción tan difícil- The Posies en sus momentos álgidos (“Frosting on the Beater”, esencialmente) o los Sugar pluscuamperfectos de “Copper Blue”, o los Big Star que aún no se habían desbarrancado en los picos de tristeza profunda de “Sister Lovers”, o los Dü del “Candy Apple Grey”, o Elvis Costello cuando va encendido, o el Joe Jackson de “I’m the Man”, y todos esos son enfoques muy distintos, pero al menos alejados de la reiterada materia obtusa que ofrecen los pesos medios del género.

Los chicos de la ensalada consiguen ese encaje del que hablamos con suficiencia, y lo que es más, lo hacen logrando al tiempo otras dos cosas que van encadenadas: un disco de madurez (de tránsito hacia ella, de encuentro con ella) y un disco de desengaño (esa cosa tan frágil, tan dificilísima, tan aterradora). Mientras lo escuchaba a buen volumen por primera vez he percibido esto con claridad meridiana. Explicar el porqué ya no es tan sencillo.

Sin embargo, incluso visto desde parámetros meramente musicales, si se usa una lupa y algo de reflexión personal, se pueden encontrar guías: superficialmente estamos ante un disco variado y conciso que picotea en varias tradiciones sin perder personalidad (desde The Saints a la herencia Flying Nun, desde el ruidismo melódico post Dü hasta REM, pasando por un Alex Chilton sepultado bastante abajo). Esa personalidad, sin embargo, se obtiene de modo peculiar, gracias a una singular capacidad de las canciones para mantenerse “fijas”. Y es que pese a su estructura aparentemente clásica, una escucha detallada ofrece sorpresas: el fraseo de Sampson es muy suyo y poco habitual en un género que tiende a arrojarse a por el premio demasiado rápido, y los estribillos –clave del género por lo habitual, porque el power pop como “marca” es casi siempre previsible y burgués- existen, pero más como frases clave que como estribillos musicales en sí. A menudo no hay crescendos hacia ellos, sino que están ahí, suspendidos, y eso es todo; colocados en lo que tradicionalmente podría considerarse un “puente” (ese concepto abtruso que merecería un artículo en sí mismo). Son, digamos, momentos en los que el discurso encalla en el arrecife de una idea central a veces apenas esbozada, a veces críptica. Ideas centrales que acaso sólo algunos, según su día, según su época, según su emocionalidad, puedan ver claramente. 

Para ellos, será claro que ya desde el primer receso, en Blown Up, algo no marcha bien para el que canta:

“So how did you turn this down when
You’ve turned up so much to find this?”

Cuando escuché su excelente álbum anterior, “Metalmania”, y me leí las letras, he de reconocer que no encontré demasiado que rascar. Sin ser malas, estaban aún en un estado de deshilachado embrión. Ahora, sin embargo, y aunque por la vaguedad de muchos pasajes casi se podría pensar que el autor no está en exceso interesado en ellas, existen en casi todas las canciones esos momentos clave en los que una o dos líneas consiguen congelar el tiempo sentimental, como si hubiesen logrado encerrar para nosotros, en una crisálida, el dolor de la pérdida.

…Pasa de modo mayúsculo en el segundo tema, la demoledora Hatred:

“If I would be under you
Would you enjoy me?”

…Fluye, de modo menos sintético, en Psych Slasher:

“Someone new, but not a dreamer (…)
Someone new, but not a thinker (…)
He will surely answer for all the blame that’s
Formed as a cancer in the family brain (…)”

…Atraviesa dolorosamente Right Time:

“See the night’s sun? Blink and it’s gone…
It’s blinking non-stop”

…Reina definitivamente en esa Exaltation reminiscente de The Jazz Butcher que marca la mitad del disco.

“I can’t have silence on other hillsides
You won’t have meaning coming (…)”

…Desemboca finalmente en ese casi oculto “So, going so so” que cierra, repetido, opaco, el penúltimo tema, Going Down Slow:

“So, going so so...
So, going so so...
So, going so so…”


He citado en total seis temas de los doce; son los que juntos y no revueltos hubieran dado un disco tan energético como desolador. De los otros seis, dos bajan ligeramente el nivel (Choking Sick y Scenic Route to Nowhere) y otros cuatro lo mantienen pero menos infectados por esa parálisis terminal que trae la incomprensión sobre el propio dolor: sobre sus causas, sus fines, su utilidad, su desaparición… Quizá haya sido el mismo Sampson, compasivo -si es realmente tan inteligente como con seguridad cree- el que haya facilitado tal rebaja en el contenido: un EP con esas seis canciones hubiese sido de una tensión emocional difícil de superar.

Pero, ¿no pueden ser todo esto imaginaciones mías?, pensará quien, sin profundizar más, escuche los temas, briosos, límpidos, ruidosos en su justa medida (esa capacidad para casi sepultar la voz sin que pierda punch emotivo que se inventó en Minneapolis y que usan aquí y allá). Oh, no, lo sentimos. Uno conoce estas cosas. Uno sabe distinguir incluso en un arranque tan cromado como el de este “This is Glue” la cápsula amarga que yace dentro. Irremisiblemente amarga pero por desgracia sólo casi letal. Sabe también que en otro estado mental o sin el aprendizaje del tiempo, ni siquiera hubiese percibido el hecho con claridad, y que quizá esta reseña estaría ahora discutiendo sobre si lo que se oye en In Heaven y en Under the Bed es el fantasma de Michael Stipe dictando frases repetidas. O sobre la influencia de The Saints en toda la música posterior a ellos facturada en las antípodas. O sobre si los Lemonheads eran para tanto o no. O sobre si es “With a Girl Like You” lo que hace eco dentro del caparazón del tema cuatro (¿la escuchan?). Cosas así, que también importan, o tampoco importan. De ese modo, el “disfrute” no hubiese sido igual, porque el proceso no hubiese dolido igual. No hubiese dolido tanto, y el disco, el mismo disco, hubiese sido inferior. Hay discos para la guerra, incluso para la guerra de los sábados por la noche. Los hay para el crepúsculo de las pasiones. Los hay para cantar con los niños. Los hay para el desamor.

En cuanto a la maestría de Sampson para cazar ese pico helado y repartirlo en cositas de tres minutos, llámalo power pop, o rock and roll, o solo pop, o la sabiduría coagulada de unos miles de años de contadores no tanto de historias como de emociones; la artesanía de la polaroid del estado de ánimo llevada a su suma imperfección. Las polaroids son siempre imperfectas, esa es su magia, y en eso gran parte de la música popular ha sido sabia y acorde no sólo con su época sino con las necesidades profundas del ser humano: ha sabido dar imperfección a aquello que la requería.

He entrecomillado antes “disfrute”. Al parecer mientras presentaba “Blood on the Tracks” en un programa de televisión, una periodista le comentó a Dylan que había disfrutado mucho del disco. El viejo zorro le contestó que nunca lograba entender como la gente podía “disfrutar” de “that kind of pain” (ese tipo de dolor). Se puede, de aquella manera, queremos suponer, Bob, cuando uno es parte del sentimiento mismo. Y ello alude, acaso, al mismo método con el que uno a veces se enfrenta a la mortalidad: rara vez el pánico metafísico nos ataca mientras lidiamos con la cuestión a pecho descubierto, mientras escribimos o cantamos sobre ella, porque la escritura y el canto son en sí mismos hechizos de protección aunque encaren el problema de modo directo. Es en el olvido de la cotidianeidad, en la visión periférica, en cambio, cuando sucede, cuando caemos, cuando vemos, cuando lloramos.

Es entonces, del mismo modo, sólo desde el centro del desamor desde donde se puede percibir en toda su espléndida nada el desamor, sin ser incinerado. Es desde esa batalla y esa pertenencia, desde donde se puede percibir en todo su amargo esplendor la gloria de cosas como Psych Slasher o Right Time sin que esa gloria te destruya. La gloria de poder asistir enteros a nuestro propio y doloroso acontecer, cantado por otro humano. La triste gloria de que también a ese acontecer se sobrevive; de que también se sobrevive a ese paseo en carne viva que sólo el pop sabe encarnar así. A veces.

Consuman bajo su responsabilidad, my brokenhearted f(r)iends.

Fdo. F.G.L.