Cosas curiosas del “Outta Here” de The Gories en esta casa solitaria: es el primer disco del grupo que me oigo de cabo a rabo y que tengo en formato físico, y, extrañamente, he necesitado varias escuchas para percibir lo realmente bueno que es. Pese a que es carnaza de la que me suele gustar, las primeras pasadas me dejaron un regusto a deja vu e intrascendencia. Sólo en la tercera y la cuarta me dejé llevar, y, sin ponerlos aún a la altura de, digamos, Oblivians o Cramps, he de reconocer que son fantásticos. Es muy probable que esto se deba a haberlos escuchado ahora por primera vez con calma. Cuando no se hace algo en su momento los artefactos van atesorando nuevas posibilidades: a veces se descargan, otras veces se envenenan, a menudo uno interpone ya tantos fantasmas entre sí mismo y el hecho que el proceso de apartarlos lleva un rato. Lo que exactamente en su vértice significa algo puede significar cosas distintas fuera de época y contexto.
Por supuesto conocía a The Gories y había escuchado
bastantes temas suyos sueltos, e incluso tengo dos o tres discos de proyectos
posteriores de Mick Collins que no me disgustan. Todo el que ha transitado por
los inframundos del Rock&Roll en los noventa los conoce y los respeta y se
sabe la idea: al tiempo continuadores y reactivadores de una tradición espartana,
cacharrera y arcaica, un ala reintegracionista del Rock&Roll que mira hacia
el origen con saludable saña punk. Pero eso es la teoría y nada más.
Cuando salió este disco, en el 92, hace un cuartito de siglo,
yo tenía 17 años y muy poco dinero, y en esas circunstancias uno se pensaba
mucho lo que compraba y lo que no. De hecho recuerdo estar en una tienda en
Madrid con un disco de The Gories en una mano y uno de los New Christs en la
otra, sopesándolos como quien elige entre dos epifanías. Compré el de New
Christs, finalmente. Era “Born Out of Time”, acojonante recopilatorio que
incluía lo mejor de su obra maestra, “Distemper”, y que alteró mi vida musical
para bien, llevándome a una Australia ruidosa y sentimental que casi tres
décadas después aún no he abandonado. La vida del amante de la música
adolescente era así: a veces tenías que elegir entre dos obras maestras, y cada
una te llevaría por un camino completamente diferente. Lo digo sin nostalgia
alguna.
Claro que no hay que ponerse dramático, luego estaban el
intercambio de cintas, las tardes con colegas en los bares de rock (los bares
de rock por entonces, aunque no dudo que habría snobs, igual que siempre, eran
algo bastante llano y comunal), los compañeros de piso, que en mi caso tenían
extraordinarias colecciones de discos que me abrieron mucho el oído y otros
momentos compartidos y esenciales. De hecho en aquella casa en la que pienso
ahora (esto fue más bien hacia el 97), yo ponía el hardcore, las barrabasadas
ruidistas (Foetus, Unsane), el Rock&Roll brutote, algo de experimentación y
ciertas novedades de la época (Mogwai, Arab Strap), y mis compañeros, más
clásicos y perfeccionistas, aportaban otras caras del espectro: de Big Star y
los Flaming Groovies a la insolente crema inglesa de The Smiths, The The, Echo
& The Bunnymen, Prefab Sprout o Stone Roses. También se añadió un cuarto inquilino,
algo después, que tenía todos los discos en solitario de Joe Tempest, pero eso
es otra historia. Años de iniciación, que bonitos, casi emocionantes, quedan
vistos desde aquí, ¿verdad?
En aquella época fructífera y educativa, sobre todo gracias
a la revista Ruta 66, en la que acabaría escribiendo, llegué a conocer a muchas
bandas ruidosas y primitivas que estaban más o menos en el lado Gories, aunque no tan puros en su
fórmula regresiva: The Oblivians (mi grupo favorito de ese rollo, sin duda), Pussy
galore, The New Bomb Turks (demoledores y más punk, pero cercanos aunque fuera
por el descacharrado sello del sello Crypt), The Humpers (más pedestres, pero
queribles), Lazy Cowgirls (escuchen su
asalto al You’re Gonna Miss Me del
disco “Radio Cowgirl” y sabrán por qué eran grandes) y otro millón. Por otro lado,
si se bajaba a la catacumba del citado mundo australiano que yo transitaba
tanto, no era difícil encontrar formulaciones que, pese a lo inevitablemente
grandilocuente del “high energy”, tenían la misma sintética furia y el mismo
desprecio por el acabado (Powder Monkeys, Seminal Rats). Al fin y al cabo se
trataba de lo crudo, la carne humana chisporroteando en la parrilla. En cada
ciudad y cada entorno las maneras variaban, los giros eran propios o heredados
de distinta tienda de saldos, pero todo aquel mar de cubetas vacías, angustia
adolescente sostenida en el tiempo y aullido animal invocado con guitarras
desembocaba más o menos en una visión común.
De hecho hay bandas aparentemente lejanas que comparten esa
esencia y ejercen de lúcidos cruces de caminos. Pienso por ejemplo en los Royal
Trux, de los que hablamos aquí en algún momento y que a la vez actualizaban
mitología y mantenían espíritu. Su tóxica reutilización de la chatarra blues y
boogie y sus picados noise tenían tanto en común por actitud con los de mick
Collins como, por ejemplo, con el blues tejano canallesco y festivo, o con
Dylan, o con el NY ruidista. Con su propia generación conectaban, en cambio,
por drogas, imagen, fragmentación del discurso
y posturita en los medios. Con los Trux en el centro de la mesa puedes
ir en un paso a John Spencer y su mugre original, en uno a Albini y a Nirvana,
en uno a los ZZ Top más burlescos, en uno a The Gories, en uno al puto infierno.
En uno a tu barrio mental, seguro.
No es descabellado ni estúpido, así, entender que el
Rock&Roll más crudo, en su maravillosa disgregación de subescenas y
pandillas enfrentadas y a veces irreconciliables es también en cierto modo la
misma cosa, o la misma amalgama de cosas puestas en la mesa de mercadillo,
entre cachivaches arcanos y bajo un epígrafe donde se lee “No me da la gana”.
Esa rebeldía primigenia, instintiva e infantiloide era su grandeza y la sigue
siendo. Y esa grandeza, aunque a menudo, posicionados, no nos lo queramos
reconocer, la comparten sus distintas líneas, incluso las aparentemente regias
y mainstream, incluso, a menudo, las intelectualizadas. En el núcleo siempre
está esa frase: “No me da la gana”, la primera que el niño aprende a decir contra
la familia, y la más difícil de mantener: la comparten Jim Morrison
alcoholizándose en los bares de viejos de Sunset Strip, Ian Mac Culloch
fumándose desdeñosamente un piti frente a un fotógrafo de moda, Iron Maiden
escupiendo The Trooper en un sótano, Dylan Carlson comprando un fusco de
segunda mano, Julian Cope invocando a Odin mientras escucha a Funkadelic, Mark
E. Smith preguntándose qué es lo que acaba de decir, los Beasts of Bourbon
metiéndose caballo en la playa donde Iggy hace surf, Pig Champion viendo arder
una moto mientras desayuna gachas en un diner de mierda, David Yow con el cuello
partido en un hospital austríaco, Patti Smith meándose en escena, a modo de
oración, los Beastie Boys riéndose de ti y de tu prima, Public Enemy takin da
power back, Unsane viendo pasar el metro lleno de zombis, Varg Vikerness
disparando con escopetas de aire comprimido contra un MacDonalds, los Crass
cagando ecológico, Lee Scratch Perry quemando su estudio, GG Allin diciendo “te
quiero”, Set Putnam ordenando su colección de comics, J Mascis sordo como una
tapia recitando a Emily Dickinson… todas y cada una de las bandas de
extrarradio que acaban de terminar su primer tema de mierda y piensan “esto es
un hit”. Todos y cada uno de los locos furiosos que se agitan en el barrio como
un mono en una caja, sin saber salir pero intentándolo. El hombre que busca el acorde
secreto y el que sueña el acorde perfecto mientras friega platos en nueva
Orleans.
Tampoco es descabellado apuntar que, como todas las músicas
no aburridas nacidas en la postmodernidad, el Rock&Roll fue creado por jóvenes
y que para que tales jóvenes pudiesen pasar de canturrear doo-woop en las esquinas
a calcinarte con un rayo tuvo que suceder algo concreto: el primer mundo
inventó y empezó a fabricar en masa cacharros para hacer ruido BARATOS y
PORTABLES.
La portabilidad y la necesidad de una nueva familia elegida,
no impuesta, son quizá los dos rasgos dominantes de la cultura juvenil desde
entonces hasta hoy. La era de la portabilidad no empieza con la familia de clase
media americana, pero se refina con ella, sin duda, y con ella muta hacia
horizontes nuevos.
Tal portabilidad se codificó entonces, entre otros
elementos, en una fender y un ampli a precio asequible, industrial. Ahora incluso
a nosotros eso nos parece un mamotreto insufrible, y observamos, tratando de
entender, a los chavales que rapean en el parque usando un i-pod y una nube.
Ahora la tecnología ha entrado en otra de sus fases de crecimiento exponencial
y no entendemos nada. Igual que nada entendía, probablemente, un padre de los
años cincuenta en Minneapolis al que le habían vendido que la historia había
cesado y el reino estaba aquí, cuando su hijo se piraba a la costa oeste sin
avisar, con una guitarra en la mano. Los chavales del parque tampoco entienden
nada, claro, pero a ellos les da igual, porque no lo saben. ¿Qué quiero? No sé,
pero lo quiero para ayer. 1
En el aspecto espiritual y en el de actitud originaria, es
posible que el underground americano, esa chiquillada que se comió a sí misma,
no haya inventado nada. Es una actitud que ya estaba allí, y basta leer lo que
Camus dice de los dandis para verlo (les dejo a ustedes el trabajo). Sin embargo,
no se puede entender el pop sin los elementos “tecnológicos”, y ahí américa sí
cambió el mapa de las cosas. Así pues, en tiempo record y solapando realidades –permítanme
que simplifique muuuucho- el Rock&Roll nació del aullido de liberación del
esclavo y del llanto europeo del pionero y se convirtió también en la explosión
de tedio antifamiliar, profundamente burgués, que lo habría de dominar en
adelante2. Y lo hizo, como decimos, volviéndose duplicable,
portable, exportable y comunicable a la velocidad de la luz.
La cultura popular es una cosa, el “pop”, la propia formulación
del vocablo lo indica, otra, mucho más rápida. Cuando tratas de entender qué ha
sucedido, ya ha sucedido hace eones y eres viejo. Y todo es un recuerdo. Yo
escuchando a los Gories con cascos, en cd, en mi ordenador, mientras escribo esto,
soy un recuerdo y además uno un poco absurdo y triste. Una de esas mutaciones
que estuvieron a punto de funcionar pero que no, que se extinguen, y miran a su
hacha de sílex mellada, poco lograda, con una perplejidad que roza la tristeza
cósmica.
El mito underground americano, frontera (física y mental) e
infancia (física y mental). Lo veo y pienso en una cruzada de los niños que
hubiese estado a punto de triunfar. ¿Te imaginas la Jerusalén infantil?
Contagiosa, a caballos del ímpetu, la pasión, la técnica y el negocio;
fascinante para quien no encaja… El mono quiso ser parte de esa cruzada y ahora
mira a su hacha mellada, y mira a los chavales que rapean (ya cae la noche, el
parque desierto). Y lo invade un nosequé que será el último sentimiento de esa
mutación fracasada.
Diría que existe la posibilidad de que ambos mundos se
encuentren, el mío y el de esos chavales, si no supiese que los mundos nuevos
se crean negando (que no aniquilando) a los anteriores. Así pues, me resigno.
Sé que el punto de partida sigue siendo idéntico desde el mismo origen del
hombre, aunque las formas se nos vayan volviendo indescifrables. Yo las suyas
las intuyo, pero ya no sé nada cierto sobre esa portabilidad que ha pasado a ser
ajena y que evoluciona hacia lo perfectamente no físico. Igualmente, voy
perdiendo contacto con sus códigos, sus guiños, y nada sé de una mitología
nueva que sin duda ha de existir.
Pero, regresemos al principio, a aquel 92 en que salió “Outta
Here”, o a aquel 97 donde yo sopesaba
dos discos tratando de decidir (no recuerdo la tienda, pero era muy cara). Por
entonces, hacía mucho que el mundo de la música “rock” se había convertido en
algo mastodóntico, pero gran parte de la resistencia consistía aún, precisamente,
en usar su carácter fundacional y mantenerlo portable, asequible, utilizable
por alguien con poco dinero y muchas ganas. Una de las maneras -la manera, si
se piensa bien- era esa guerra de guerrillas tipo Gories, y en eso la banda de
ese guitarrista soberbio que es el negrata Collins fue preclara: bandas que
conscientemente habían abdicado, por radicalidad, de cualquier intento de ser
masivos, que habían incluso rebajado cualquier pretensión de trascendencia
intelectual para poder moverse más rápido, en un tercer o cuarto punk que
viajaba ligero de equipaje. Golpea y muévete. Haz daño pequeño, pero que se
infecte y se recuerde. Gánate a la base, gánate a la peña, gánate a los chicos
que dicen no. Incluso el título del disco del que hablamos podría ser, en esto,
sintomático: “fuera de aquí”. Huye, escapa. Sé un fantasma.
El mito de la contracultura americana de los cincuenta se
parecía a eso, pero con pretensiones existencialistas y la presencia de una
búsqueda. La de los sesenta se parecía a eso, pero con la posibilidad de un
triunfo y bastante trascendentalismo de palo. El de los ochenta fue una
trinchera punk de inusitada efervescencia de la que habrá que hablar aún muchas
veces. El de los noventa fue un conato de supervivencia barrido por la vulgaridad
de lo masivo que dominó en adelante, provocando una progresiva separación entre
realidad y ficción (la ficción es lo que la gente suele llamar “realidad”) y
una de las paradojas más interesantes de la historia del arte: que la época más
rica en producción sea la más pobre en impacto.
Por supuesto todas estas cosas ya sólo nos interesan a unos
cuantos enfermos (efectivamente, la herida se infectaba). The Gories siguen
tocando, creo haber oído que se habían reunido. Me resbala bastante, claro. Ya
no me hacen falta coartadas porque la misma coartada soy yo3. Conmigo,
tuvieron su oportunidad y yo la dejé pasar, y ahora ya no me cambiarán la vida.
Lo hicieron sus colegas por ellos. Gracias. Ahora bien, el disco, aunque sea a
tercera escucha, entra, y por un momento la memoria arde. Y eso es todo.
Quizá deba irme al parque a charlar con los chavales, aún a
sabiendas que les pareceré un colgado y me mirarán con esa mezcla de
condescendencia, cariño y miedo no expresado al futuro con el que yo miré
tantas veces, también, a muchos colgados que me predecían, hace un cuarto de
siglo.
1 “We want the world and we want it
now!”, ¿recuerdan?
2 No se huye de la familia hasta que no hay nada
más de lo que huir, claro. La fobia al clan surge sólo cuando uno no le tiene
pánico a los guepardos, el capataz de la plantación y otras cosas así.
Fdo. F.G.L.
1 comentario:
Genial y crepuscular...
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