Sería fácil decir que cada tierra tiene su Lou Reed y que el
nuestro fue El Ángel, aunque apenas nadie lo recuerde ya. A él no le molestaría
la comparación, imaginamos. O se podría decir que cada pueblo grande tiene su
Jim Carroll y que él fue el de Madrid, esa urbe de paletos y prodigios; aunque
habría que discutir si esa es realmente la ciudad, o si la ciudad donde suceda
el drama importa al cabo. Es sabido que cualquiera es buena para mandarlo todo
al carajo. Podría decirse que -como Reed y como Carroll- El Ángel fue refractario
a la luz y apreciable poeta, rockero de cuero riguroso también, profeta de una
vida sin bocado, a pecho descubierto. Suicida si se quiere. Al revés que la de ellos,
su muerte fue temprana.
Podrían decirse todas esas cosas, en fin, sin faltar a la verdad,
pero mintiendo a la vez, porque siempre hay más, al fondo de una vida, y eso es
lo difícil de calibrar. Para ello queda sólo el arte, que es al mismo tiempo el
todo y un simple, débil rastro del hombre. Cuando El Ángel murió de sida en
1994, además de un buen puñado de poemas febriles, violentados y arrogantes,
tiernos, consignados en el libro “Los planos de la demolición”, dejó un disco
doble con el que le pasaba por la banda a su generación y condensaba una
época, un disco final de rock and roll puro y enorme aliento metafísico. Hay
puertas de atrás principescas, y “Polvo de Ángel” (Nuevos Medios, 94) es una de
las más guapas y más oscuras que conozco. Nadie pareció enterarse, entonces. Yo, desde luego,
no me enteré, aunque recuerdo algún artículo al respecto. Yo llegué tarde.
Todo eso sucedía en unos primeros noventa cuyo color se me va volviendo poco a poco desvaído: la época en la que algunos consignaron la agonía de los ochenta
con precisión terrible; la que saqueó sus templos, derribó sus ídolos patéticos
y, ya sin nada que perder, formuló lo
aprendido en ráfagas tan crudas y urgentes como ésta. Ya venía la ola nueva, la
de una música de raigambre yanqui que con sus aciertos y miserias se impondría,
al principio amateur y briosa, progresivamente -al igual que en América- sepultada
por su inane versión melódica y burguesa. Feroces, emparedados en esa rompiente,
algunos como Él Ángel permitieron que los mejores aciertos de la década anterior y sus
pavores más negros coagularan finalmente, a la fría luz de los hechos.
Y de hechos, entre otras cosas, de hechos difíciles de
comprender, va “Polvo de Ángel”, el disco del dios animal de las calles frente
a la muerte, el disco del chico cegado y lúcido que escupe, con la voz ya
enreciada por el exceso: “Nada que hacer, nada que decir/nada se esconde bajo
vuestro cielo/jamás podremos remontar el vuelo/no sabríamos a donde ir”. Mezcla
de punk de entraña, rock urbano y afilado rock&roll neoyorquino, grabado en
Sevilla con Los Volcánicos (su pareja, Ana Curra, y miembros de Dogo y los Mercenarios y de su
antigua banda, Los Escaparates), el disco es una síntesis cristalizada en azul lou reed y bañada en guitarras de quirófano,
severamente afiladas, desinfectadas con una pálida llama de estupor y de entrega.
Crónica de la cloaca y el éxtasis, cueva en el fondo de la tierra, en el centro
de nuestra propia historia, donde se han congelado los sueños, “Polvo de Ángel”
reluce como una herida de neón y de carne.
¿Por qué fue el ángel capaz de hacer ese recuento, esa suma
heladora de la vida y del amor terminal? Quizá porque la presencia de la muerte
espolea a quienes son capaces de mirarla a la cara, y él ya sabía que se moría.
¿Es eso lo que afila la pluma? ¿Es la desolada certeza de la última bala lo que
lo baña todo con ese impávido fulgor de chulesca gloria? Yo no lo sé, pero creo
que el disco lo cuenta por sí mismo, caminando sin remordimientos entre la
primera neblina de otra existencia en canciones como “El mar” (“Tuve lo que quería,
tuve mi pasión/lo que he perdido me da igual/soy un sueño entre la realidad”), con
la insatisfacción, del que le ha pedido demasiado a la vida (“estoy buscando
algo /que nadie me puede dar”), recorriendo sin cortarse un pelo la calle más
chunga, las parejas perdidas, la costra
de las habitaciones sucias, contando lo que hay cuando apenas queda nada desde
el mismo blancuzco corazón de la epidemia.
No es un disco perfecto, tiene algo de tanteo y de búsqueda, algunas
instrumentaciones erradas, algunas canciones que son la misma, no importa. Es
un disco violento, luminosamente marginal, ejecutado más que cantado, con la
clase de lo inevitable. Es un disco sobre la aceptación. Y es un disco de amor.
Cualquiera de sus temas valdría, en realidad, por el todo, porque todos ellos
están inyectados de esa tristeza oceánica y fría del que contempla por última
vez una vida a la que amó y maltrató a partes iguales, incluso aquellas más incendiadas,
como “La ley de la calle”, donde retrata el ciego empuje de quien no tiene nada
que perder (“¡Ei mírame!, no tengo nada…/sólo soy una rata en esta jungla de
ambición/pero tengo un cuchillo y tengo una bala/que me van a dar lo que el
mundo me negó…”) hasta desembocar en la humillada derrota (“Mírate cuando el
miedo te come/cuando te apuntan al cuello con un fusil/cuando un policía te
hace oler su aliento/y nadie va a mover un dedo por ti”). Si hubo un Wild Side
aquí, y lo hubo, él lo pateó de lado a lado, y se le nota en el deje, en la
compañía, en las maneras y en la voz, atravesada por demasiadas calles. En la
capacidad de bailar de la poesía a la carnaza acompañado de un fuego
somnoliento y sincero, puramente suyo.
Sin embargo el disco es, también, una búsqueda y un
encuentro. El encuentro del perfecto mensaje de despedida. Más de uno de sus
temas –los que al principio parecen pecar de largos, desperezados, disolventes,
circulares-, como “Me fui de noche” (“Me fui de noche/con los caballos y el
metal/me fui de noche/y no te volveré a encontrar”) parecen seguir una senda
que lleva a alguna parte tanteando en la oscuridad y prefiguran, al cabo, la
canción con la que se cierra el disco y la vida, ese final escalofriante al que
el oyente llega desarmado si ha sido capaz de cruzar el páramo eléctrico. “Mañana
Nadie”, directa al panteón de las canciones más tristes y más vivas jamás
escritas, ‘memento mori’ anticipado y congelado a la blanca luz del
rock&roll, es una de esas con las que se llora si a uno le queda corazón.
Por fuera el que sepa y pueda, por dentro el resto.
Pocas elegancias más salvajes hay que esta, me digo, mientras
la oigo otra vez, en soledad; quizá ninguna: abrirle la puerta a la muerte con
un disco de vida al filo tan definitivo sonando en el estéreo. Pasa, nena, y
escúchalo.
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