Mola ver a una banda que evoluciona y lo hace rápido. Te
deja siempre con ganas de más.
Aparte de la sencillamente preciosa portada de esa excelente
ilustradora que es Elena Serrato, lo primero que me llama la atención del nuevo
trabajo del trío madrileño RIZOMA es la evidente mejora en el sonido con
respecto a su debut, aunque el método de grabación, a cañón en el local, haya
sido el mismo, y aunque la cosa siga raspando como lija.
Lo segundo, la mejora en las voces, excelentes en su oxidada
expresividad, con Edu escupiendo las frases como un hijo rupestre de Mark E.
Smith que jugase a ser la iguana de Detroit.
Lo tercero, la capacidad para fascinarme que sigue teniendo
la música más encabritada e imperfecta, es decir, mi propio amor por las cosas
fracturadas y ajenas a la idea de perfección. Los Rizoma son como ese sofá que
te encuentras tirado en un descampado y te llevas a casa y en el que sigues
sobando diez años después: la apariencia es desharrapada, pero valen más que la
mayoría.
Me recuerdan en esto a una serie de bandas distintas entre
sí pero cercanas en espíritu como Karp, los olvidados pero gloriosos Tad, Federation
X, Mudhoney o incluso los primerísimos Screaming Trees. Aunque distintos estilísticamente,
los madrileños comparten con esas bandas ese nosequé arisco, bronco, aceitoso, corrosivo.
Esa cualidad de gorgoteo primigenio y
animal que, no lo puedo evitar, me resulta fascinante. Inconexo a veces, pero
siempre frondoso y fresco, “Amasijos vegetales…” es una deliciosa lección de
autosabotaje y cortocircuito. Hay algo encantador en su caos, en esas guitarras
inestables y taladrantes que mandan en el disco, en esa absoluta naturalidad. En
la época en que todo el mundo parece ir de seriamente cósmico, ellos -aunque
soterradamente psicodélicos, y pese al título del disco- parecen preferir unas
sanas risas y una grumosa papilla de ruido sin pulir y fuzz de los bosques. Y yo
lo agradezco.
Por supuesto, nos será más fácil de digerir a los que somos
veteranos en esto. A los no habituados a este tipo de ruido quizá se les haga
algo más difícil la ausencia de redondeces, el espinoso devenir de los temas,
el avance a veces trabajoso (como en la traqueteante “Hills on acid”, un
embrutecido choque de psicodelia cacharrera) y, en fin, la misma propuesta,
sucia, ruidosa, cortante, cabrona ella.
La gran pregunta es: ¿Cómo hubiese sido esto grabado en
condiciones óptimas? Y esa nos lleva a otra pregunta: ¿Cuáles son las
condiciones óptimas para una banda que parece amar la cazalla sónica más que a
su madre; para una banda cuyo principal atractivo sea quizá esa condición
terrosa, magmática, no pulida? Es difícil de saber.
Probablemente su tarea –aún
les queda camino, por suerte para ellos-sea perfeccionar la composición sin
perder ese sabor de desguace que los hace únicos; conseguir esos hits
inmediatos que toda banda necesita. Porque claro, Mudhoney no serían los mismos
sin “Touch me I’m Sick”, por poner un ejemplo.
Entre lo terreno y lo onírico, entre Burroughs y la vieja y
podrida España (lean las letras, están en su bandcamp y son imprescindibles en
su sucinta locura), entre lo achicharrado y lo purísimo, Rizoma me recuerdan a
la carcajada de una planta carnívora: un manjar para los que amamos esa vieja
sensación de mugre y libertad.
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