No sé quién fue el responsable de que la heroína se
convirtiera en un elemento más de la moda, cargado además con cierta aura
maldita en la que se mezclaban literatura y poderes mágicos. Quizá aquel pájaro
ígneo y rengo del que Cortazar habló en “El Perseguidor” y al que muchos con
menos talento intentaron asemejarse por vía intravenosa. Mi generación, aquí en
Galicia (los nacidos en torno al 75) vio demasiados yonquis de cerca, vivos y muertos, como para
tropezar en la misma piedra contra la que las anteriores se habían dejado los
piños, así que apenas conozco coetáneos míos fascinados por el jaco:
prefirieron meterse todas las demás.
Pero “la heroína es LA droga”, decía un amigo mío, “el resto
son insignificantes a su lado”. Y es indudable que ha estado ahí durante todo
el desarrollo de la música moderna y que algún que otro ejemplo milagroso ha
permitido que en torno a ella creciera el mito, un mito de transgresión que en
el Rock&Roll ha sido encarnado por muchos y, de manera mayúscula, por esa
botica humana llamada Keith Richards. Ni fue el primero ni el último, pero está
vivo, y fue él quien acuñó para siempre, en los primeros setenta, sobre discos enormes
y turbios, esa imagen indeleble y
oscura, ese ‘charme’ sonámbulo del rockero yonqui irresistiblemente romántico y
canalla; del pirata desharrapado, sardónico, resacoso y, pese a todo, vivaz. Un
icono que luego han desgastado tristemente muchos tarados mentales (mención
especial para todo el rollo “sleaze” angelino) y que ha pasado cara factura a más
de un hombre de talento con demasiada querencia por el mito. “Otros por menos
se han muerto”, cantaba Rosendo en “Maneras de vivir”. Por mucho, mucho menos.
Que se lo digan a Gram Parsons, que por el sendero de la amistad tóxica con
Keef llegó rapidito a una extraña tumba.
Que se lo digan a Johnny Thunders que la palmó solo, con Willy De Ville como
vecino de pensión y pasión, en Nueva Orleans, convertido en una sombra depauperada
de sí mismo.
En todo caso, Keith creó escuela estética: su imagen y su
actitud fueron espejos en los que se miraron con delectación varias
generaciones de niños terribles deseosos, quien sabe si inconscientemente, de
no llegar a viejos, de quemarse rápido en lugar de desvanecerse lentamente. La
misma estupidez de siempre, si se quiere, pero lo cierto es que cada rockero que
mira de lado e invoca un riff con mano desganada mientras un pitillo le abrasa
los labios se lo debe todo a él. Desde el citado y ocasionalmente glorioso
Thunders hasta el patético tipo de los Pereza, cuyo nombre no recuerdo. A quien
se lo debe él, Keef, lo ignoro: pueden preguntarle. Lo cierto es que sin ser él
mismo un icono trágico, sus hijos espirituales han sido por lo general varones
de desgracias. Experimentados en quebrantos. La flor y nata del mal fario.
Por supuesto, la lista de (más o menos) heroinómanos independientes y con
talento pese a la adicción ha sido larga y dispar en sus estilos: desde Lou Reed
-cuya epopeya vital y artística quizá sea la más interesante de entre los
yonquis rockeros- hasta el prodigioso guitarrista Robert Quine; del pesado de Clapton
al aberrante Morfi Grey, el tigre de Cornellá; desde Richard Hell a Corcobado, por hablar
de malditos autoproclamados; de Dylan Carlson a Josetxo Bicho, por acercarnos a lo extraño y atípico. La columna se
haría interminable y sorprendería por su variedad y su calidad a quien predique
demasiado rápido sobre las cualidades anuladoras de la droga. Por encima de lo
personal, incluso, escenas musicales enteras parecen haber estado sumergidas en
humo de burro: La de Seattle pre-grunge, por ejemplo (como se podía ver,
desoladoramente, a toro pasado, en aquel viejo documental llamado “¿Quién mató
a Kurt Cobain?”). Varias de las subescenas australianas, también, con sus
consiguientes racimos de fiambres que ya nadie recuerda. La escena punk
española de los ochenta, hasta las trancas. La escena neoyorquina pseudointelectual,
en sus diversas fases. Y así ad nauseam.
En cuanto a estilo, sin embargo -si hablamos de la elegancia
necesaria para autodestruirse con cierto ‘savoir faire’- la línea más peculiar
y nutrida es, para mí, la que tiene como espina dorsal la conexión que une a Richards con
Thunders y a Thunders con otro de los grandes secundarios del rock, Nikki
Sudden, una frontera en la que el romanticismo de recortable infantil, la cruda
realidad de la hipodérmica y la vanidad de dandi oscuro con algunas lecturas
encima se daban la mano con indudable encanto.
De Richards no hablaré porque ya se ha hecho demasiado.
Conste que lo admiro, pero conste que lo considero también el más taimado de
los tres, el menos romántico de lejos, dentro de que los artistas suelen ser
almas cándidas por definición. Es listo y no quiere morir, y ha tenido suerte.
Romántico incurable, sorbido el seso por los discos, quijote apaleado, es el
que sueña con princesas y viajes imposibles, acordes secretos, chaquetas
doradas y champán y jamaro al atardecer. El que se folla a las princesas, viste
las chaquetas, hace los viajes, inventa los riffs y ve caer el sol puesto a
gusto y con dinero en el banco no es romántico, es vividor, probablemente
inteligente e, indudablemente, afortunado. Son sus émulos, los que siguen su
camino sabiendo que a la mesa no habrá probablemente nunca nada más que despojos,
los que merecen atención cercana en su adorable patología.
Thunders daría –él o su triste historia, o ambos- para varios
capítulos en sí mismo, y quizá describió, en su canción “You Can’t Put Your
Arms Around a Memory”, la esencia misma
de esa concepción del rock que con él alcanzaba un culmen “loser” del que Keef
carecía:
“No vale la pena intentarlo
Todos los chicos listos saben por qué
Eso no significa que no lo haya intentado
Sólo que nunca sé porqué
(…)
No puedes abrazar un recuerdo
No puedes abrazar un recuerdo”
Desde luego que lo intentó abrazar, una y otra vez. He
disfrutado mucho de su música y su doliente voz, pero no tanto como para ser un
experto en su vida, más allá de lo elemental. Baste aquí con una anécdota que
me vino dada casi por casualidad: Contaba Alberto Garcia Alix, una vez que lo
entrevisté, que Rayito tenía la mala costumbre de, después de chutarse, vaciar
la sangre de la jeringa contra las paredes. Tras la primera bronca y
consiguientes disculpas, volvió a hacerlo, para desquicie del fotógrafo, dueño
a la sazón de la casa y por tanto de las paredes. “Mucho tiempo después”,
comentaba Alix, “lo pensé y me di cuenta de que el verdadero retrato de Johnny
Thunders, el retrato bueno, hubiese sido esa mancha de sangre en la pared”. Nunca
lo hizo, pero al menos podemos disfrutar de un retrato frontal más explícito y
triste que muchos libros, y que ahora, creo, se conserva en la colección del museo
Reina Sofía. Ironías. ¿Qué piensa ese joven agitanado de ojos lorquianos? ¿Con
qué nos interroga? En su inocencia imposible de chavea de poblado, esa mirada
es para mí una sonrisa de Gioconda.
Pero a quien le tengo especial cariño, en realidad, es a Nikki
Sudden, porque sí lo conocí en persona, aunque fuera fugazmente, y porque mi
primera incursión en prensa musical fue precisamente un artículo sobre una de
sus bandas, los suntuosos, callejeros, desgarbados, sentimentales, inigualables
The Jacobites, una banda que no encontrarán ustedes en las listas de esenciales
porque esas listas nunca sirvieron para nada. El artículo lo publicó Ruta 66 en
febrero de 2003. Yo tenía 27 añitos entonces y me llenó de orgullo, para qué
negarlo, poder colaborar con una revista que había significado tanto en mi
asilvestrada educación sentimental; me
consta que a alguna gente le gustó, y un día de estos lo recuperaré para los
lectores de KAPUT. Para su confección me moví hasta mi tierra y cacé a Sudden
en una minigira gallega. De ese periplo, de sus conciertos memorables en el
Hanoi de Vigo y el Vinilo de O Grove, dos garitos fabulosos que ya son historia,
y de una desquiciada sesión de fotos que hicimos con el hombre explayándose caballeroso
sobre varios barcos de pesca embarrancados, hablaré en otra ocasión con más
tiempo, porque vale la pena. Buscaré las instantáneas, también. Me conformo ahora con recordar su estampa y sus fijaciones, que
eran, al cabo, las que sostenían esa estampa. Y se me viene a la cabeza aquella frase definitiva, que procede en este caso y que me soltó él, entonces: “Ya sólo me meto cocaína.
Bueno, si hay caballo lo pillo también, por si acaso”.
Decía el insufrible Johnny Deep –que nunca será un rockero y
mucho menos un tipo elegante- cuando le preguntaban por su papel en la primera
entrega de “Piratas del Caribe” que para su composición del capitán Jack
Sparrow se había inspirado en la figura y maneras de su “amigo” Keith Richards.
Yo, que a Richards no lo conozco, lo primero que pensé al ver la película fue
en Nikki Sudden: Nikki Sudden caminando sobre esos barcos de los que hablo con
su amaneradísimo paso trastabillado. Esa indolencia siempre a punto del
traspiés, ese reclinarse sobre muros que no están, ese relamerse mentalmente, esa somnolencia
de fondo… eran de Sudden, y si eran de Richards también, habrá que concluir que
el discípulo había copiado al maestro a la perfección, no sólo en unos cuantos
temas de Rock&Roll añejo y en los vicios, sino también en el porte, la
caída de ojos, el revoloteo de manos y la abulia socarrona en general. Como añadidos
personales de maese Súbito habría que apuntar un eterno resfriado cocainómano
que le permitía usar pañuelos bordados.
Y aunque probablemente fuese lo
contrario a un Dandi en ciertas cosas –porque es difícil serlo cuando se vive al
borde- el cabronazo tenía una indudable elegancia natural que concordaba con lo
que a uno se le ocurre cuando le da por pensar, dejándose llevar por el niño
interior, en la revolución francesa, los rebeldes escoceses, los piratas, la
isla del tesoro… Algo de película de Errol Flynn que hubiese terminado
extrañamente mal, derivando a mitad de metraje hacia un tono de desabrido
neorrealismo alemán, si es que tal cosa existe. Como habitante de esa ola de
nostalgia que rompe en espuma tóxica, allá en la sima, su figura era casi
perfecta. Como ejemplo de ese rock para el que ser un perdedor es medalla y
corona, era un rey. Cuando la ola lo engulló por fin, escribí para él un sentido
obituario en este mismo fanzine.
Por supuesto, la elegancia, la que se tenga, se manifiesta
en las demás cosas que uno intente hacer, no sólo en la facha, y Nikki fue un artista original y certero en
bastantes momentos. Primero con los seminales (tenía que meter la palabrita)
Swell Maps, después con los Jacobites, que, por muy derivativos que fueran,
tuvieron también algo visceralmente propio, algo brillante y personal en el
fondo de la charca, con su desafinada dejadez de baladas al trote, cosidas de
retales y venidas de un mundo ya muerto. Por último, en solitario, con algunos trabajos
apreciables y radicales que cerró a medias con Rowland S. Howard, un geniecillo
algo olvidado. Incluso en sus últimos esfuerzos, más obvios, permanecía esa voz
personalísima que me cautivó para siempre la primera vez que escuché “Robespierre’s
Velvet Basement” -un disco mágico fuera de época- y por la que uno podía reconocerle
a millas de distancia: nasal, impostada, afectada hasta lo preciosista,
entonando casi siempre la misma línea melódica fuese cual fuese la canción. Igual
que él.
Como Thunders, Sudden murió en una habitación y una ciudad
que no eran las suyas. Unos años antes había muerto también su hermano, el
luminoso Epic Soundtracks, de una sobredosis de barbitúricos.
Pienso en ellos, y en otros, y pienso, sé, que sin los
drogadictos y los majaras el rock apenas sería nada, el jazz sería la música
más aburrida de la historia, el punk español carecería de filo y de tragedia,
el pop madrileño no tendría a sus pobres mártires ñoños desdentados o muertos
en portales, y que nos habríamos perdido algunas tonadillas esenciales del macarreo
australiano (“Chase the dragon”, por ejemplo) y algunas universales hits
iniciáticos (“Brown Sugar”, sin ir más lejos). En ese panegírico del abuso y la
alienación podría enredarme hasta extenuar mis propios recuerdos. Así que
pienso en ellos, y en otros y me pregunto algo sencillo: ¿Qué pudo aportarles
el jamaro, además de lo que les robó? Contestar “nada” me parece demasiado
simple, lo siento.
Necesito que alguien me responda a esto.
Por otro lado, en el fondo, sospecho, todos estos músicos
dotados de segunda línea sucumbieron no sólo al estigma de su tiempo y a la abundancia de
tóxicos en el entorno, sino al síndrome Charlie Parker (o de Richards, si se quiere, o de Lou Reed): creyeron que la heroína
era parte del paquete, del embrujo, del encanto, del estilo, de la idea, de la
irresistible elegancia que transpiraban algunas músicas facturadas bajo su
influjo.
Y pienso en ellos, y en otros, y ¿saben lo que pienso?
Pienso que quizá tenían razón.