miércoles, febrero 28, 2007
ORTHODOX - "Amanecer en Puerta Oscura"
ORTHODOX – “Amanecer en Puerta Oscura” (Alone Records) – Busco el punto que defina a Orthodox por encima del consabido “metal ralentizado de vanguardia”, y termino concluyendo que es la seguridad con la que caminan por senderos todavía malamente desbrozados la que los hace únicos. Lo que nos permite esperar de ellos trabajos de alcance mayor. Les va el jazz y la música setentera experimental, y el oscuro latir de las procesiones de su Sevilla natal, pero todo eso no se queda en salerosa declaración de principios o en detalles de escuela incrustados en la música con más o menos pericia: la intención permea a la obra con maduro aplomo. Vengan los entendidos a acudirme, si quieren, y a dejar claro que lo suyo no es tan original, pero por lo que a mi respecta, lo es. Al menos yo no oigo todos los meses cosas así. Su primer largo, “Gran Poder”, era un monolito oscuro y orgiástico de metal lentísimo que recibió encendidas –y merecidas- alabanzas del último de los druidas dopados, maese Julian Cope. Pero basta el primer tema de “Amanecer...” para relegar todo aquello al recuerdo de un pasado recolector y artesanal. Si antes los ortodoxos eran obsesivos, ritualísticos, terrosos, monocromáticos hasta cierto punto, ahora han cobrado la capacidad de transportar al oyente a lugares extraños, aunque sean, como sucede siempre, aquellos a los que el mismo oyente sea capaz de proyectarse. Nuevos paisajes se levantan, levitando solemnes pero al tiempo juguetones, plenos de matices y caras equívocas: lo mismo puede ser un abracadabrante paso de carnaval veneciano encharcado en oscuro jazz que un opiómano arabesco de humo y metales. La música parece obedecer esta vez a un pulso más natural, como si de la opaca brusquedad de la edad del bronce hubiésemos pasado a las primeras civilizaciones y la vida floreciese. Orillas orientales, trompetas de victoria, música súbitamente carnal. Claro que, cuando le dan a lo primitivo, lo hacen también con paso de monarcas, y rematan el disco con una cierta vuelta a los orígenes. Son una debilidad mía que muchos rockeros encajarán por aquí con la ceja arqueada entre escepticismo y la burla, lo sé. Pero parece que por ahí fuera van abriendose camino con paso firme (proximas apariciones en el Hellfest y el Roadburn con los pesos pesados del cotarro, actuaciones con el bailaor Israel Galván...). Yo tengo poco más que decir. Al loro en cubierta: ¡metal inteligente en plena evolución!!!
miércoles, febrero 14, 2007
Deriva: Arrancando el corazón de las canciones
Concierto de Deriva (Café del Arte Nuevo, Madrid)
No es que no crea en la magia. Es que no creo en esa puta palabra: “magia”. Mierda, la usan tanto en las series de televisión que ya no se qué significa. Así que me quedo con “milagro”, que es más cercano a nuestro hermoso pasado católico de monasterios, incienso, inquisiciones y reliquias. Y es que a veces ocurren cosas que andan cerca del milagro: Una serie de casualidades hizo que me enterase, a última hora, de que Rafa Berrio tocaba el otro día en la ciudad. ¿Y quién es ese Rafa Berrio del que nos hablas?, me preguntará la parroquia, mientras apura el trago. Pues Rafa Berrio es uno de los mejores letristas de rock de este país de todos los tiempos, así para ir entrando en calor. Músico vasco de peculiar sensibilidad que a principios de los 90 lideró a los nunca bien ponderados Amor a Traición a través de dos discos tan imprescindibles como difíciles de encontrar ahora mismo, y que ahora continúa su andadura a la cabeza del grupo Deriva (con dos trabajos no menos esenciales). El caso, que aquella acogedora noche de viernes de febrero, nos juntamos unos cuantos colegas en el diminuto Café del Arte Nuevo para ver que quedaba de todo aquello. Deriva venían con la batería reducida a cajón, bajo eléctrico y guitarra también eléctrica (Berrio la sigue prefiriendo a la acústica, elección que apoyo plenamente a la vista de los resultados). Abrieron fuego con “Te Quiero”, estremecedora en su sencillez, y de ahí en adelante, perla tras perla, la sala fue entrando progresivamente, con segura lentitud, en ese estado gomoso y cristalino a la vez en el que el tiempo se dilata y deviene narcótico. Ese ralentizado asombro de darse cuenta de que (¿hace cuanto no me pasaba?) algo extraordinario está sucediendo. A favor de que el concierto fuera excelente jugaban ya de entrada varias bazas: el local pequeño pero lleno de devotos, las canciones mismas, estoicas reflexiones de lenguaje noble y honda resonancia sin parangón por aquí; temas de dolorido amor de enorme recorrido, historias sobre ciudades más misteriosas quizá que las ciudades mismas... Un cancionero mayúsculo, en fin, clásico en su aparente modestia, en el que Berrio hace corpóreos los fantasmas de Dylan, Reed, Pessoa y, supongo, otros cuantos poetas clásicos (Luis Cernuda, Gil de Biedma, Galdós y Baroja son favoritos reconocidos) sin que por un instante la voz deje de ser puramente suya. Pero en directo, además, lo que en disco se aprecia con cariño, alcanza una corporeidad y una cercanía que, simplemente, puede atravesarte la carne hasta tocarte las mismas vísceras. Esa figura diminuta y austera, más bien silenciosa y amable, que una hora antes del pase se tomaba con nosotros unas cañas, pasa sobre las tablas a ser una personalidad silenciosamente magnética, acerada, irónica, con carácter; las riendas del concierto perfectamente sujetas, la medida de la emoción contenida -porque exagerar el ademán en unas letras tan demoledoras como las suyas sería convertirlo todo en melodrama-, hasta conseguir ese punto justo en el que uno asiente, escuchando las verdades del barquero envueltas en poesía, como si le estuviesen cantando exactamente lo que lleva todo el día pensando. Y eso cura. Posee, Berrio, esa rarísima capacidad sanadora que sólo algunos músicos excepcionales llevan consigo. Se extendieron generosos los bises. Cayeron la maravillosa “La misma mujer distinta” y ese único canto de amistad tabernaria que es “El principio de una buena racha”. Y hasta los fallos ocasionales, el borracho que tiraba el atril del bajista cada dos por tres, la incomodidades del lugar, parecieron ser parte de una noche cristalizada con naturalidad bajo astros propicios. Creo que más de uno y más de dos salimos de allí bendecidos por el poder transfigurador de la expresión, llámesele poesía, rock, o lo que nos venga en gana. Con más ganas de vivir, muchas más. Y eso es casi un milagro, hermanos. Os lo creáis o no.
Proximamente entrevista con el vadeador de palabras profundas, Rafa Berrio. Más información en www.rafaberrio.com.
No es que no crea en la magia. Es que no creo en esa puta palabra: “magia”. Mierda, la usan tanto en las series de televisión que ya no se qué significa. Así que me quedo con “milagro”, que es más cercano a nuestro hermoso pasado católico de monasterios, incienso, inquisiciones y reliquias. Y es que a veces ocurren cosas que andan cerca del milagro: Una serie de casualidades hizo que me enterase, a última hora, de que Rafa Berrio tocaba el otro día en la ciudad. ¿Y quién es ese Rafa Berrio del que nos hablas?, me preguntará la parroquia, mientras apura el trago. Pues Rafa Berrio es uno de los mejores letristas de rock de este país de todos los tiempos, así para ir entrando en calor. Músico vasco de peculiar sensibilidad que a principios de los 90 lideró a los nunca bien ponderados Amor a Traición a través de dos discos tan imprescindibles como difíciles de encontrar ahora mismo, y que ahora continúa su andadura a la cabeza del grupo Deriva (con dos trabajos no menos esenciales). El caso, que aquella acogedora noche de viernes de febrero, nos juntamos unos cuantos colegas en el diminuto Café del Arte Nuevo para ver que quedaba de todo aquello. Deriva venían con la batería reducida a cajón, bajo eléctrico y guitarra también eléctrica (Berrio la sigue prefiriendo a la acústica, elección que apoyo plenamente a la vista de los resultados). Abrieron fuego con “Te Quiero”, estremecedora en su sencillez, y de ahí en adelante, perla tras perla, la sala fue entrando progresivamente, con segura lentitud, en ese estado gomoso y cristalino a la vez en el que el tiempo se dilata y deviene narcótico. Ese ralentizado asombro de darse cuenta de que (¿hace cuanto no me pasaba?) algo extraordinario está sucediendo. A favor de que el concierto fuera excelente jugaban ya de entrada varias bazas: el local pequeño pero lleno de devotos, las canciones mismas, estoicas reflexiones de lenguaje noble y honda resonancia sin parangón por aquí; temas de dolorido amor de enorme recorrido, historias sobre ciudades más misteriosas quizá que las ciudades mismas... Un cancionero mayúsculo, en fin, clásico en su aparente modestia, en el que Berrio hace corpóreos los fantasmas de Dylan, Reed, Pessoa y, supongo, otros cuantos poetas clásicos (Luis Cernuda, Gil de Biedma, Galdós y Baroja son favoritos reconocidos) sin que por un instante la voz deje de ser puramente suya. Pero en directo, además, lo que en disco se aprecia con cariño, alcanza una corporeidad y una cercanía que, simplemente, puede atravesarte la carne hasta tocarte las mismas vísceras. Esa figura diminuta y austera, más bien silenciosa y amable, que una hora antes del pase se tomaba con nosotros unas cañas, pasa sobre las tablas a ser una personalidad silenciosamente magnética, acerada, irónica, con carácter; las riendas del concierto perfectamente sujetas, la medida de la emoción contenida -porque exagerar el ademán en unas letras tan demoledoras como las suyas sería convertirlo todo en melodrama-, hasta conseguir ese punto justo en el que uno asiente, escuchando las verdades del barquero envueltas en poesía, como si le estuviesen cantando exactamente lo que lleva todo el día pensando. Y eso cura. Posee, Berrio, esa rarísima capacidad sanadora que sólo algunos músicos excepcionales llevan consigo. Se extendieron generosos los bises. Cayeron la maravillosa “La misma mujer distinta” y ese único canto de amistad tabernaria que es “El principio de una buena racha”. Y hasta los fallos ocasionales, el borracho que tiraba el atril del bajista cada dos por tres, la incomodidades del lugar, parecieron ser parte de una noche cristalizada con naturalidad bajo astros propicios. Creo que más de uno y más de dos salimos de allí bendecidos por el poder transfigurador de la expresión, llámesele poesía, rock, o lo que nos venga en gana. Con más ganas de vivir, muchas más. Y eso es casi un milagro, hermanos. Os lo creáis o no.
Proximamente entrevista con el vadeador de palabras profundas, Rafa Berrio. Más información en www.rafaberrio.com.
sábado, febrero 10, 2007
Bob Dylan - Alicia Keys down on her knees
Bob Dylan – "Modern Times" (Columbia) – Vale, las cosas como son: el nuevo artefacto de Dylan, sardónicamente titulado "Tiempos Modernos" no es tan bueno como "Time Out Of Mind" (97), porque casi nada lo es, y está ligeramente por debajo del excelente "Love & Theft" (01), funcionando, en realidad, como una continuación algo menos agreste y más estilizada de éste. Pero sigue siendo un discazo mayúsculo. Con la voz más en primer plano que en anteriores producciones, el abuelete de las llanuras procede a encabezar una nueva cabalgada hacia la intrahistoria de la música americana, fielmente escoltado por su pelotón de irregulares y quemando grácilmente las granjas que encuentra a su paso. Y es que si, ciertamente, las aristas musicales están algo más domesticadas, inyectadas de esa trotona dejadez de western swing con levita y media sonrisa que el judío errante maneja a la perfección, los mensajes que esputa mientras pasa, sin embargo, son cualquier cosa menos tranquilizadores. Cabronazo, como siempre fue, puede arrancar una canción (y el mismo disco) con una rijosa y humorística alusión a Alicia Keys para pocas líneas después estar mascullando lo de "Voy a crearme un ejército, algunos hijos de puta bien duros/Reclutaré mi ejército en los orfanatos" como si fuese el verdadero gran capullo en persona. En ese constante juego de referencias está gran parte del acierto de un tipo que hace tiempo que ha vuelto a firmar textos que pueden sostenerse orgullosos frente a su propio pasado, lo cual es mucho. Muchísimo. Si a eso se le añade que posee un fraseo y una voz capaces de conceder a la palabra patata matices de hondo alcance metafísico, la mitad de la guerra perdida está ganada. La otra mitad queda en manos de una instrumentación recia, incrustada de guitarras provenientes de otra época y con las filigranas justas; una arenosa ración de swing pionero, baladas mortecinas de tahúr con crisis de identidad (¿alguna vez ha dejado de tenerla, por Diós?) y nocturnos desarrollos de desencantada y sarcástica senectud. Añádasele a todo esto un temazo como "Workingman Blues #2" -ese tipo de cosa por la que Springsteen daría un riñón o dos- para iluminar el centro mismo del disco, y la reseca, sonora desolación de "Ain´t Talkin´", por ejemplo, y poco más queda que decir. No es una obra maestra, pero si un escalón más en el trabajo de un hombre cuya influencia ya no se cifra en discos sino en fases vitales. Y la que arrancó en el prodigioso saco de covers que era "Good As I Been To You" (93) y dura hasta hoy es de las que habría que estudiar en los colegios. Una vez le dije a un colega que, en cuanto a aspiraciones vitales, me conformaría con ser como un secundario de una película de Sam peckimpah. Nuestro amigo Alias hace tiempo que se ha ganado a pulso un protagonista en cualquier cosa que el viejo oso esté dirigiendo, al otro lado de la frontera. // Cowboy Iscariot
viernes, febrero 09, 2007
THE DRONES - "Galla Mill"
THE DRONES – “Galla Mill” – Para muchos, el último artefacto de los Drones, grabado en la austera e imponente casona de un molino perdido en la campiña australiana, ha supuesto una pequeña decepción. Para otros –quienes no entienden que el Rock&Roll puede, si quiere, ir mas allá de los pildorazos de dos minutos-, son, simplemente, unos pesados. No seré yo quien les saque del garrafal error. Poco me importa. Lo cierto es que en “Gala Mill” se dibuja a la perfección la dicotomía que más de un grupo grande padece u ostenta, según se vea: En directo, la banda plantea un explosivo exorcismo, una catarsis de demonios interiores que confluyen sobre la espástica y febril expresividad de ese médium escénico insuperable que es Gareth Liddiard; pero para el que no lo vea así, al menos ganan la partida por la pura y descomunal intensidad de su crispado rock de guitarras. En disco, en cambio, el exorcismo sigue ahí pero se toma su tiempo y a menudo adquiere forma de letanía musitada sobre estructuras casi inexistentes. El reptar de las canciones -largas, cadenciosas, peladas- no tiene el respaldo físico y visual que adquiere sobre las tablas. El aquelarre es nocturno y privado. Así, hay que darle tiempo al asunto –y, vaya, hombre, leerse las letras-, y sólo haciendo ese esfuerzo el disco pasa de lo que aparenta ser a lo que es. De un buen trabajo demasiado denso y algo ladrillo a otro saco de negrísimas historias sobre la condición humana que extrae vetusto oro de la historia subterránea de Australia, ese país-penitenciaría que surgió de los escombros de Irlanda y otros territorios sojuzgados y se construyó a sangre y fuego sobre la testuz de un hatajo de delincuentes y desesperados. Desde ese punto de vista reflexivo, temazos como “Words From The Executioneer…” o “Jezebel” (una historia de guerra actual sin enfermizos maniqueísmos ni tonterías anti-bush para aumentar la potencia comercial) cobran verdadero sentido. Y lo cobra, sobre todo, el interminable y doloroso paso de “Sixteen Straws” que actualiza mejorándolo (si, he dicho mejorándolo) al Dylan época “Hollis Brown” o “Lonesome Death of Hattie Carrol”. Es en esa negrísima narración sobre la fuga trágica de un grupo de condenados católicos donde las cualidades de Liddiard como narrador se proyectan hacia el centro de la conciencia con una precisión que asusta, confirmando que estamos ante un contador de historias universal, capaz de estremecer hasta el tuétano. Por lo demás, a mitad de toda esta tortura a fuego lento, la banda se encabrita tres minutos para escupir el descuartizante Rock&Roll de “I Don´t Ever Wanna Change”, un danzante osso grizzlie en forma de canción incluido, supongo, para dejar claro que si quisieran dedicarse solamente a eso, pocos, muy pocos, les llegarían al tacón de la bota. Han optado por el camino difícil, pese a quien pese. Y hay que alabarles por su suicida decisión. // Cowboy Iscariot
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