“El jazz es como las perlas o los abrigos de visón: debería
estar prohibido a los menores de cincuenta años” (anónimo contemporáneo)
Si todo depende de la enumeración, cualquier cosa es posible
y nada es verdad. Y por tanto, todo es mentira. Por eso un coleccionista de
discos y un crítico musical son cosas distintas. El primero tiene la ventaja de
poder vivir en opiáceos mundos perfectos. El segundo la condena de tener que
cantar medias verdades, porque sabe que ninguna es redonda. Verdades
investigadas, dudosas, luminosas a veces, en el mejor de los casos, porque alumbran
parcialmente caminos que están por recorrer y desvelan preguntas quizá obvias
pero aun poco enunciadas. El primero, por supuesto, odia al segundo casi tanto
como el segundo desprecia al primero, aunque, curiosamente, a ojos del neófito,
ambas figuras pueden confundirse con cierta facilidad. Distingámoslas, pues. El
coleccionista de discos que escribe raramente habla mal de nada: su misión es
el panegírico de aquello que, una de dos, o le fascina, o le permite una
coartada vital/intelectual (a veces ambas cosas). El segundo, en cambio, si es
exigente con su trabajo, tiene a menudo que ajustar las tuercas y apuntar que
el rey está desnudo o que al oyente se le está haciendo comulgar con ruedas de
molino. El primero recibe las palmaditas en la espalda y las sonrisas de
aquellos fieles que ya estaban previamente convertidos, y es integrado
socialmente sin mayor problema. El segundo recoge los ánimos de unos pocos (muy
pocos) y los insultos de quienes lo ven como un mocoso indecente que, subido al
pedestal de los ídolos intocables proclama lo obvio: que están hechos de simple
piedra, o de plástico, y que si su factura es impecable, su alma y su vida –y
por ende la de aquel que los adora- dejaron hace tiempo de estar allí.
Además, el coleccionista depende de esa enumeración de la
que hablamos y es altamente susceptible a cualquier crítica certera. Si tú, por
ejemplo, argumentas que el jazz fue una música viva y arriesgada como pocas y
que ha devenido un bodrio soporífero para abueletes, como yo hice recientemente
en ESTA ENTREVISTA para el excelente blog de David Bizarro, en seguida el
individuo, indignado, saca un papel y esgrime sus credenciales en tu cara en
forma de lista sacrosanta: “Escuchen a
Cecil Taylor, Sun Ra, Steve Lacy, Anthony Braxton, AACM, Derek Bailey, Bill
Dixon, Julius Hemphill, David Murray,Tim Berne, John Zorn, Ken Vandermark,
Mathew Shipp, Marylin Crispell, Evan Parker,Peter Broztman y centenares de
músicos extraordinarios y dejen de pontificar sobre lo que no saben......mucho
bizarro de medio pelo". Así lo dice en los comentarios de la citada
entrevista un tal Javier Díaz López. Bien. Ignoro lo que Javier sabe o no sabe,
y no lo puedo deducir de una lista airada. La falta de argumentación y el
insulto –por suave que sea- sí me permiten, sin embargo, discernir una parte
del personaje.
Yo podría hacer una lista que demostrase que el jazz está
vivo, sí. Y otra que demostrase que está muerto. Yo podría hacer una lista que
demostrase que el rock es revolucionario y otra que dejase claro lo contrario,
que es una fuerza reaccionaria de primer orden comprada por el sistema. Luego,
queda claro que se necesitan indagaciones más profundas, reflexión y relación.
Y eso es lo que falta, demasiado a menudo, en la crítica. Menos archiveros, más
pensamiento.
Con más prudencia y elegancia que Javier, argumentando,
yendo por esa senda de investigación –pero al hilo de lo mismo-, Yahvé M. de la
Cavada, periodista, se refiere en SU BLOG –también en El País- al mismo asunto,
acusando mi visión del “jazz del siglo XXI” de cortedad de miras y
simplificación extrema. Entendiendo el contexto de una entrevista hecha en
persona como algo frágil que requiere de la complicidad del lector para
distinguir contextos y sobreentendidos, quizá Yahvé, releyendo, comprenda que,
como le apunta pertinentemente el mismo David Bizarro, un periodista a prueba
de bomba, por lo que a mí respecta: “a lo que se refería Boullosa en la
entrevista es a cierto tipo de jazz y, sobre todo, de oyente. No pasemos por
alto sus reflexiones sobre la música entendida como coartada intelectual y
rango de estatus “. En efecto, es principalmente desde ese prisma desde el que
mi argumento es comprensible y defendible (incluso incluyendo todos estos
nombres que vomitan los ofendidos): existe una burguesía medio pija –sobre todo
por su uso del gusto como elemento de distinción más que de placer o
enriquecimiento personal- compuesta por elementos a los que les gusta tener el último
(o el primer) nombre en la boca siempre para demostrar lo “cool” que son, lo
diferentes, lo MEJORES QUE TÚ, lo deseables. Es decir, un grupo de gente de
tamaño no despreciable que emplea la música (y al cabo cualquier arte) como
coartada intelectual. Para levantar esa coartada las que mejor sirven son las
músicas de calidad, de cierto sesgo experimental pero que no te obliguen a
esfuerzos físicos, extrañas, para no ser
consumo común, pero que no molesten demasiado si estás echando un polvo en el
sofá con la mujer fatal de turno a la que crees haber encandilado con tu gloria
de beatnick del futuro. A veces, y ese es el problema real, toda esa frivolidad
termina afectando a la música misma. Quien te consume es, en parte, quien tú
eres... Y desde ese punto de vista, lo que es entendido hoy de manera “general
y popular” como jazz, es en una enorme parte carne de snob. También Tom Waits,
por poner un ejemplo. O Nick Cave, por poner otro. Con la diferencia de que Tom
Waits o Nick Cave también valen para poner patas arriba una casa, una cama o un
bar (doy fe), y de que eso, si aplicamos ese punto de vista “desde el oyente”
los redime y los protege de ser definitivamente carne muerta. Poner patas
arriba las cosas es importante.
Por otro lado, y aplicando un criterio puramente empírico y
personal, apenas ninguno de los conciertos de jazz en los que he estado en mis
últimos veinte años en Madrid me movieron un pelo, internamente. Parte de la
culpa será mía, supongo; otra parte, me imagino, de los músicos, que demasiado
a menudo confunden la diversión propia con la calidad de la obra. Hay que
conseguir la diversión mutua, y la comunicación. Sólo después podremos empezar
a pensar si algo es bueno o no, lo cual nos meterá en esa discusión
complicadísima en la que los críticos chapotean desde siempre. Porque hay dos
preguntas casi irresolubles. La del crítico que se inquiere “¿Qué es bueno?” y la del escritor que se dice a sí mismo “¿Para
quién escribo?” Ambas se suelen solucionar, cuando uno ya no puede más, de la
misma manera infantil. “Es bueno lo que digo yo”. “Escribo para mí”. Infantil,
aunque no del todo incierta.
Pero me desvío.
Podría parecer que en toda esta argumentación echo en parte
la culpa al público. Y es verdad, se la echo. ¿Puede ser el público culpable?
Creo que la respuesta es “sí, aunque nunca en exclusiva”. Hasta el iracundo
hombre sesudo que me agita en la cara sus listas de próceres y me escupe
insultos es sólo culpable con atenuantes. Y sin embargo, pienso que el tema no
es inocuo. Los mitos existen, y algunos están más que bien cimentados, y
algunos están hasta vivos y tienen su razón de ser; en parte porque nos nutren
y nos permiten caminar y construir nuestro propio armazón, definir nuestra
personalidad, ser hombres. Sin embargo el mito inamovible, sobre el que no se
puede discutir, es la rémora que acaba con modos creativos que de otro modo
estarían perfectamente activos. El Rock&Roll, por salirnos del jazz un
momento, es un buen ejemplo. Que la gente salte cabreadísima cuando uno dice
obviedades como que Bruce Springsteen no ha grabado un gran disco desde hace
más de treinta años, dios me perdone, demuestra que lo que quiere esa gente no
son grandes discos, vida, experiencia, emoción, riesgo o autoanálisis. Ni
siquiera diversión. Sólo quieren que se les venda una y otra vez un soma, un
sucedáneo de aquello con lo que fueron felices cuando eran jóvenes y gloriosos
y aún se les levantaba. Es decir, antes de adocenarse y ser unos señorones, que
es lo que cualquier coleccionista y cualquier mitómano ciego es por definición.
Me gusta el Rock&Roll (el que no está anclado a tales
servidumbres) por su carácter inevitable de cruce de caminos (el jazz lo fue,
¿lo sigue siendo?), aunque ahora para encontrar ese cruce haya que bajar hasta
las catacumbas y no todos tengan el temple, el tiempo o las ganas de hacerlo. Y
me gusta porque en sus mejores casos invalida al snob, y por tanto a la parte
snob del coleccionista. Como apunta un lector en el texto de Yahvé (M. de la
Cavada, no el otro), “el primer error es identificar como jazz toda música
improvisada, o peor aun, creer que el jazz es el inventor de la misma”. La
improvisación existió antes y existe después, supongo yo, y no es ajena en
absoluto al Rock&Roll en sus vertientes más experimentales. Cita Bizarro,
dándole una vuelta en círculo al listo de las listas a los Lightning Bolt, que
son un buen ejemplo de banda a contrapelo,
proveniente del rock, cercana a lo “free” y que guarda intactas las virtudes
de ambos mundos viviendo gloriosamente en tierra de nadie. No me extenderé
sobre ellos, porque creo que lo correcto es que los busquen ustedes, pero sí
diré que, como MUCHOS otros, demuestran que la vida bulle en los subterráneos y
que sólo es cuestión de ir a por ella, si se desea.
El oficio de cantar alabanzas es fácil, y apenas oficio; más
bien un ejercicio de esbirro (de otros o de uno mismo). El oficio de guiar, reflexionar
y plantear preguntas, en cambio, es digno. Eso es lo que hace Yahvé, creo, por
mucho que me duela que hable de mi “adecuado grado de desconocimiento sobre el
género”. Y eso es lo que hace David
Bizarro. Y eso es lo que hago yo. Cualquier belicosidad injustificada contra
ello define a quien la ejerce, no a nosotros. Ladran, luego cabalgamos.
Entendida “socialmente”, querido Yahvé, y desde la visión
común, como yo lo hacía en la entrevista, el jazz es en efecto, una música
muerta, geriátrica y conformista. Claro que, entendido “socialmente”, el Rock&Roll
va camino de ello también, y el pop, y casi todo. Hora pues de dejar la visión
coleccionista. Hora de abandonar la coartada intelectual de clase media de ‘mezzopelo’.
Hora de reivindicar lo que esté vivo. Yo no dudo de que haya cosas vivísimas en
el jazz –que no las haya encontrado puede ser perfectamente culpa mía-, y por
ello estoy abierto a que usted me las enseñe, y lo digo sin un asomo de ironía.
Aunque le agradecería que, al contrario que algunos generadores de comentarios,
aquí y allá, y demasiados periodistas, lo hiciese con explicaciones y cariño,
absteniéndose de esas listas de nombres de relumbrón oscuro que aspiran sólo a
decir: yo sé, tú no.
Explicar al que no sabe. Comunicar. Eso es lo único que hay.
Lo demás son abrigos de visón.