Durante un tiempo me harté
de Rafa Berrio. No de su persona, que me es muy querida, ni de su música, que
es incontestable. Me harté de escribir sobre él. La gente sobre la que sólo se
puede hablar bien es aburrida para la pluma. Cuando has manchado tu boca cinco
veces con la expresión “obra maestra” algo pierde fuelle dentro de ti, quizá
porque –bien lo sabes- el otro, aquel, tenía razón y es “forzoso considerar que la discordia
es cosa ordinaria, que discordia es justicia, que todo nace de la discordia y la necesidad". O sea: que a la
perfección le falta acción. En estos tratos, pues, a veces Berrio resultaba una
planicie de genio tan apabullante que la discordia desaparecía. Era error mío,
claro. Era pérdida de perspectiva, porque llevaba tiempo sin catarlo en vivo,
creo, y donde Berrio es al final definitivo es allí.
Se me opondrá que sus
recientes discos, esos con los que se ha embelesado la crítica, incluido un
servidor, son la rehostia –por no usar términos literarios-. Yo estaré de acuerdo.
Sin embargo, no están completos sin la experiencia de un directo que como me
comentó el otro día a media voz, a mitad de segundo pase, un amigo: “es casi
terapia”. Quítale el casi. Todo arte es terapia para el artista. En los casos
excelentes lo es también para su público. Pero lo cierto, insisto, es que la
obra de Berrio se entiende mejor después del cara a cara. Dice él de su nuevo trabajo, por ejemplo: “Considero este disco como una ópera bufa, una comedia, pero
una comedia solemne, o al contrario, una cosa solemne, pero al borde de la
carcajada”. Quien no lo haya visto sobre las tablas tendrá más difícil la
comprensión de esa verdad. Y ahí ¡aleluya! Hay un resquicio por el que se puede
criticar al autor de los dos mejores LPs españoles de los últimos tiempos (“1971”
y “Diarios”, dos siameses malignos unidos por sabe Dios donde), y así poder regresar a la discordia, amada
discordia.
“Diarios” –quizá más que su
antecesor, que tenía esa chanza genial y helada de “Mís amigos”- resuena tan
ambicioso y tan solemne, ciertamente, que ese carácter de ópera bufa invertida
queda difuminado para quien no conozca a su autor. Hace falta la distancia
corta del Berrio Clown, el Berrio sardónico y suelto, algo porteño por
alusiones, algo gamberro, algo navajero, algo turbio, muy punk –el del segundo
pase del otro día, ya trasegado bastante oporto- para dar la talla real de ese
trabajo, su alzada al tiempo majestuosa y alirrota. La mueca tras el vaso, la
desolación que se confunde con una carcajada. La vida, en suma.
Y entonces se puede entender
su enorme estilo y su mineral esencia. Y todo vuelve a ser perfecto.
Y yo me vuelvo a aburrir –con
mi vida, me refiero-, hasta la próxima vez.